“Hay que saber leer el mundo, pero no se puede leer, y menos interpretarlo, si se desconoce el lenguaje en el que está escrito”.
Existe la sensación, a nivel global pero también en España, de que estamos embarcados hacia un futuro incierto. Con acierto profetizó Albert Einstein al decir: “En Occidente hemos construido un precioso gran barco. Tiene todas las comodidades. Pero le falta una cosa: no tiene brújula y no sabe adónde va”.
Uno de los problemas que envenenan las relaciones entre los distintos partidos políticos, diría más, entre los propios ciudadanos en una sociedad plural, es la confusión en el lenguaje; pocas cosas dificultan más el entendimiento y la comprensión de los problemas que los términos y los discursos con significados diferentes, incluso, opuestos, especialmente cuando se utilizan con alta carga emocional, excesivamente fanatizada y con significados ambivalentes. El discurso, entonces, resulta atractivo para unos y, para otros, enormemente repulsivo. Los historiadores han dejado constancia del entusiasmo que generó, superado el franquismo, después de 41 años de dictadura, las primeras elecciones en junio de 1977. Fue la primera ocasión en la que los españoles votaron de forma libre y democrática. La Ley de Reforma Política aprobada en noviembre de 1976, que supuso el 'harakiri' de las Cortes franquistas y la legalización del Partido Comunista (PCE) allanaron el camino a la democracia. De aquella democracia entusiasta hoy estamos en una democracia somnolienta, o, como el título estas reflexiones, en una democracia anestesiada. Hemos pasado de un cambio rebelde y entusiasmado de entonces - “Por el cambio” fue el eslogan en los carteles electorales del PSOE -, a un presente de conformismo político: estamos hoy en una sociedad con una democracia anestesiada y conformista. No se puede considerar democracia si quienes la gestionan no se comportan como tales. Si la pregunta es obvia: ¿Cómo revivir en una democracia anestesiada?, la respuesta también lo es: poniendo la lupa en el pensamiento crítico; es el gran antídoto contra el miedo y la pereza política y la mejor herramienta contra la manipulación y la mítica interpretación de la realidad, porque el componente emocional con el que se vive la realidad día a día no puede estar en manos de aquellos que la mitifican y manipulan.
La aparición de la filosofía supuso el paso del “mito” al “logos” o investigación racional
Vivir en el mito o la fantasía es vivir en la apariencia, no en la realidad. Los que hemos tenido la vocación y la fortuna, a la vez, de ser profesores de filosofía, en la seguridad de una pedagogía acertada y la ilusión al comienzo del curso escolar, iniciábamos a nuestros alumnos con esa manida y repetida introducción de que la filosofía no surgió “de repente”, como el estallido de un volcán, sino que fue el resultado de una lenta evolución del pensamiento a partir de la antigua sabiduría “gnómica”, relacionada con los poetas líricos de los siglos VII y VI, a.C., en cuyas obras encontramos ya reflexiones prácticamente filosóficas, lo que explica que algunos de ellos se llamaran a sí mismos “sabios”; aquella sabiduría compuesta de sentencias y reglas de moral en cortos versos era apta para ser asimilada fácilmente por el pueblo y responder a las necesidades de una orientación ética y política. Algunos fragmentos de aquella mitología griega marcaron la transición a una nueva forma de pensamiento. Eran los tiempos en los que, para explicar el curso de los fenómenos, el hombre recurrió a la fantasía y al mito antes que a la razón o a la observación. Los griegos, como otros pueblos de la antigüedad, contaron con numerosos e interesantes mitos y fantasías para explicar la composición y el origen del mundo, el destino de los hombres, las enigmáticas fuerzas que dominan el desarrollo de los acontecimientos; los mitos tuvieron una función positiva al enseñar al hombre a no limitarse a los simples hechos en su multiplicidad no organizada, sino a considerarlos relacionados unos con otros, a buscar los principios de lo que sucedía en su cercanía y en los fenómenos de la naturaleza en su lejanía y, de este modo, hallar los medios para actuar sobre la naturaleza y transformarla en beneficio de la comunidad. Pero la explicación mítica era insuficiente para explicar la verdad de la realidad; como he señalado anteriormente, vivir en el mito o la fantasía es vivir en la apariencia, no en la realidad. Es ya clásica la expresión de que la aparición de la filosofía supuso el paso del “mito” al “logos” -o investigación racional-. Pero tal paso o ruptura no fue completa en un principio. La explicación racional fue lenta y mezclada con el uso de los mitos.
“Logos” es el término griego que designa, tanto “palabra” como “principio racional”, de ahí que, en la literatura filosófica, logos suele indicar la razón o el principio racional de algo. La filosofía griega trazó los caminos por donde habría de discurrir el pensamiento posterior. Los griegos iniciaron y, en gran medida desarrollaron, la mayoría de los problemas filosóficos, orientando los cauces por los que transitarían después. Los filósofos anteriores a Platón pusieron su pensamiento y reflexión sobre la “physis o naturaleza”: el movimiento, el nacer y el perecer de las cosas... Sus observaciones las expresaron en palabras y el logos con el que las manifestaban fue un principio de racionalidad frente al mito y a todas aquellas narraciones que decían lo que era el mundo real, sin haberse parado a mirarlo con los propios ojos filtrado por la razón. Estas manifestaciones significaron, pues, el paso del mito al logos.
Si la explicación mítica apela a la fe, a la aceptación irracional de ciertas verdades, si tiende a la exaltación de la imaginación y los sentimientos, a poner de relieve el valor de ciertos ritos y determinadas normas de conducta y a predicar la obediencia ciega a la autoridad, el logos, por, el contrario, insiste en el valor cognoscitivo del entendimiento y de la razón humana, intenta demostrar las verdades que afirma y procura defender la investigación, la reflexión y el diálogo con el fin de descubrir la naturaleza de las cosas y describir las leyes naturales por las que se conduce. Si el lenguaje en la explicación mítica propende a ser un instrumento de dominación que se dirige exclusivamente al conjunto de las personas que participan en determinadas creencias y excluye al resto, el lenguaje del logos constituye, por el contrario, un medio de comunicación, destinado a todos los seres humanos; los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres humanos que no debían fiarse de tales explicaciones, y así ha sido a lo largo de tantos siglos. La labor y objetivo de la reflexión filosófica ha sido trabajar ampliamente sobre la investigación racional acerca de la realidad en su conjunto, la constitución del ser humano, la naturaleza del conocimiento, lo bueno y lo social en la acción humana: una tarea siempre inacabada y siempre reiniciada, porque el conocimiento filosófico es un camino que cada uno ha de recorrer y ese recorrido es un riesgo y una responsabilidad personal. En palabras de Goethe: “Todo lo que es importante ya ha sido pensado. Se trata de volver a pensarlo de nuevo”, ya que filosofar es el esfuerzo por pensar, una y otra vez, los problemas permanentes de la humanidad: los problemas de la felicidad y del bien, de la justicia y la libertad, del sentido de la vida y de la muerte, de la verdad y el valor... Es decir, no podemos renunciar a pensar; de no hacerlo, otros se encargarán de hacerlo por nosotros. En efecto, los medios de comunicación nos hacen vivir inmersos en el discurso ajeno; se nos dice lo que hemos de pensar, haciéndonos creer que todo está ya pensado. Pero no se filosofa espontáneamente, hay que aprenderlo. Y se aprende de los maestros, de aquellos que nos han dejado como herencia el legado de sus reflexiones y proyectos filosóficos. Ellos nos brindan el diálogo con sus libros y nosotros podemos encontrar en ellos la palabra y la respuesta para continuar el diálogo y la reflexión crítica.
Hemos entrado en un ciclo político distinto, marcado por una falta de credibilidad en las democracias representativas
Si la explicación mítica se encuentra siempre cerrada, invariable, definitivamente constituida en sus misterios y en sus ritos, el logos, en cambio, en cuanto supone un esfuerzo racional hacia la investigación de la verdad, no puede encontrarse nunca acabado, es búsqueda constante. Los filósofos han buscado siempre, ha sido esa su noble tarea, una interpretación del universo que explicase, de verdad, la complejidad de la realidad y del universo. El estupor y la admiración ante el entorno y su realidad es, según Aristóteles, el primer motor de la filosofía, nos ayuda a ser lógicos y así lo expresó: “Así como llamamos libre a la persona cuya vida no está subordinada a la del otro, así la filosofía constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que sí misma”. El origen y la función continua de la filosofía es superar la leyenda por la razón; es decir, pasar de una explicación mítica, fantástica o falsa de la realidad a una explicación racional y critica de la misma. Por desgracia y sin ironía alguna, hoy, en estos tiempos débiles, ha retornado, ha surgido de nuevo, en el transcurso de estos años, frente a la búsqueda racional de la verdad, una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones filosóficas, democráticas y políticas. Nos habíamos acostumbrado a ser racionalmente observadores y críticos y hoy nos despertamos confiando de nuevo en los mitos. Como escribe Antonio Muñoz Molina, “todo lo que era sólido, mediante el mito de la mentira y la confusión, se desvanece en el aire”. Hemos entrado en un ciclo político distinto, marcado por una falta de credibilidad en las democracias representativas, lo que conlleva a cuestionarse los paradigmas existentes en el campo político y, en consecuencia, a una crisis de legitimidad democrática.
Con cierta desilusión estamos constatando que ni el progreso ni los derechos conquistados los teníamos garantizados. Nos estamos haciendo viejos y, en el horizonte de la vida, vemos que no hemos conseguido aquello que soñábamos. Nos sentimos decepcionados por haber intentado garantizar las libertades y los derechos de todos y no haberlo aún conseguido. Si el inicio de la filosofía fue “el paso del mito al logos”, hoy la política y la democracia están haciendo el paso inverso: el “paso del logos al mito”; estamos transitando de la racionalidad crítica en la búsqueda de la verdad a la frivolidad de un “twitt” o una “fake news”, a la irracionalidad de la mentira, a la política de la opinión no contrastada, anestesiada por la comodidad del resultado rápido y huérfana del pensamiento crítico. Y este tránsito distópico, alimentado por una crisis global, que abarca desde una pandemia universal a una guerra que nos afecta a todos y que pone de nuevo en evidencia el carácter cíclico de la debilidad de nuestras democracias occidentales, cuestionadas por la profundización de las desigualdades sociales y por el perverso funcionamiento del mercado como resultado de una crisis de “raíces culturales y modelo de valores”, es mucho más intensa y aguda de lo que inicialmente se podía pensar.
No podemos caer en la trampa de hacer pasar por verdad lo que son ficciones, cuando no, falsas mentiras
Al poner la lupa en nuestras democracias anestesiadas, muchos ciudadanos coincidimos en que estamos viviendo una especie de punto de inflexión, de contorsionismo democrático, en el que se están haciendo añicos todas las certezas; se ha creado un abismo entre la ciudadanía y las instituciones que la gobiernan; se diluye la confianza en cosas que hasta hace poco parecían sólidas, hasta la propia democracia. En su obra “Historia universal de la infamia”, Jorge Luis Borges nos da una de las claves para interpretar la mayoría de sus cuentos: recorrer el sendero inverso, hacer pasar por reales las ficciones y dotarlas de fuentes fiables para sostener ese juego o dependencia entre situación e invención. No podemos caer en la trampa de hacer pasar por verdad lo que son ficciones, cuando no, falsas mentiras. Se hace evidente de que, en momentos de duda e incertidumbre, la lucha por la conquista de derechos siempre conlleva cansancio y tentación de rendirse; existe la sensación, pues, de que una parte de ciudadanos, penetrados de valores religiosos, están reproduciendo recuerdos nostálgicos de vuelta al pasado. VOX es el perverso ejemplo del retorno a un “franquismo superado”. En su etimología griega la palabra nostalgia significa la melancolía originada por el recuerdo de una dicha perdida a la que se ansía retornar. Es lo que experimentaron los israelitas, según relata la biblia en Números,13-16 que, habiendo sido liberados de la esclavitud de Egipto, ya no sentían ser ese pueblo gozoso que caminaba feliz en el desierto hacia la tierra prometida; ya no ansiaban la anhelada libertad, esperada durante generaciones; se sentían incómodos y pedían volver a Egipto; echaban de menos la esclavitud, mientras maldecían la salida y recordaban con nostalgia “el pescado que comían, los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos de Egipto, esa tierra que mana leche y miel”.
La riqueza principal de toda nación que se precie es la inteligencia y capacitación de sus ciudadanos; es decir, la educación, la formación, el conocimiento… Este es el objetivo principal de una política democrática. La política se podrá entender de muchas formas, pero solo en una podríamos alcanzar la unanimidad, y en ella hay que situar la lupa de nuestra anestesiada democracia: la política como actividad que hace la convivencia más cómoda y segura, la que, en expresión de Martha C. Nussbaum, crea “un ambiente y una relación facilitadora” para encontrar soluciones a los problemas. No hay mayor ruina política, democrática, social y económica para un país que despreciar las leyes, hasta llegar a incumplirlas o desacreditar sus instituciones. Nos falta ese sentido que tuvo Heráclito cuando exhortaba a sus conciudadanos a “defender la ley como las murallas de una ciudad que va a ser atacada”.
Se está retornando a aceptar las explicaciones míticas cuando se apela a la fe religiosa, al dogma de los argumentarios políticos, a la aceptación irracional de ciertas verdades que son expresiones “trumpistas” como las “fake news”, a la exaltación de la imaginación y los sentimientos, a poner de relieve el valor de ciertos ritos y determinadas normas de conducta y a predicar la obediencia ciega a la autoridad de los que se consideran “líderes”, pues no hay adicción más peligrosa que “la adicción al poder”. Y quien tiene el poder, en sus manos están los medios de comunicación y esas redes llamadas sociales, cada vez más fuertes y numerosas, que dirigen nuestras vidas; es como “un Pegasus Universal”, tan de moda en la actualidad. Ellas nos controlan y conducen sin que nosotros lo advirtamos. En todas las instancias de la sociedad, desde la educación a la sanidad, desde la cultura a la economía y la información, la presencia de estas instituciones que monopolizan el poder influye en nuestras vidas, mermando nuestra capacidad de libertad. De ahí que sea necesario poseer y procesar los datos que proporciona la buena información para obtener un conocimiento cierto de la realidad y poder convertirlos en una fuente potencial de beneficios; pero, ¿para quién y para cuántos?: para todos; ¿cómo? potenciando desde todos los ángulos de la sociedad el pensamiento crítico. Según opinión de distintos autores, el filósofo estadounidense Robert Ennis es considerado uno de los máximos exponentes del pensamiento crítico; lo concibe como el pensamiento racional y reflexivo interesado en decidir qué creer o qué hacer. Es decir, por un lado, constituye un proceso cognitivo complejo de pensamiento que reconoce el predominio de la razón sobre las otras dimensiones del pensamiento; su finalidad es reconocer lo que es justo y verdadero, es decir, el pensamiento de un ser humano racional. Por otra parte, el pensamiento crítico es una actividad reflexiva al analizar lo bien fundado de los resultados tanto de su propia reflexión como los de la reflexión ajena. Hace hincapié en el hecho de que se trata de un pensamiento totalmente orientado hacia la acción, pero una acción democrática orientada por la ética y los valores.
Poseer o no los datos dividen a la sociedad, la categorizan. Quien sabe, se siente libre; quien ignora, somete su libertad a quien conoce y manda. Es una constante en el mundo. Me parece brillante este “oxímoron”: “lo único que sabes de la realidad es lo que conoces de ella, pero la realidad te la presentan como quieren aquellos que tienen los datos, quienes poseen, manipulan y dosifican la información”. Y quienes poseen el poder y los medios de comunicación proporcionan una jerarquía de valores a la ciudadanía que no es cuestionable ni permite que sea cuestionada. “¡No es la economía, idiota, es el poder!”
Un ejemplo claro del poder que tiene quien detenta el poder y que no permite que la razón de la ciencia ponga en peligro sus incuestionables mitos y sus trasnochadas y dogmáticas supersticiones, al mantener y obligar a creer errores científicos y mitos religiosos contra la inteligencia y el sentido común, es el histórico y célebre caso de Galileo Galilei, obligado en junio de 1633, forzado por la Inquisición de la Iglesia Católica, a condenar y repudiar públicamente lo que había sido y seguía siendo su profunda convicción: la verdad de la razón científica del sistema copernicano, según el cual es la Tierra la que gira alrededor del sol, frente al mito religioso de que, de acuerdo a la teoría geocéntrica de Aristóteles, es la Tierra el centro del universo y de que el sol, los planetas y las estrellas giran en torno a ella. Se atribuye a Galileo, en la convicción de que estaba en la fuerza de la razón y no en el error del mito, al terminar la lectura de su pública abjuración, aquella frase, como un susurro de libertad en el interior de su convencimiento: “E pur, si muove”: (Y, sin embargo, se mueve). A quienes, como en la actualidad, admiten más fácilmente las explicaciones u opiniones míticas frente al valor cognoscitivo del entendimiento y de la razón humana, el propio Galileo lo expresó en esta ética reflexión: “No me siento obligado a creer que un dios que nos ha dotado de inteligencia, sentido común y capacidad de raciocinio, tuviera como objetivo privarnos de su uso”.
Entre los teóricos más influyentes que se han propuesto definir el pensamiento crítico, se encuentra Robert Ennis (1985). Para Ennis, el pensamiento crítico se concibe como el pensamiento racional y reflexivo interesado en decidir qué hacer o creer. Es decir, por un lado, constituye un proceso cognitivo complejo de pensamiento que reconoce el predominio de la razón sobre las otras dimensiones del pensamiento. Su finalidad es reconocer aquello que es justo y aquello que es verdadero, es decir, el pensamiento de un ser humano racional. Asimismo, el pensamiento crítico es una actividad reflexiva porque analiza lo bien fundado de los resultados de su propia reflexión como los de la reflexión ajena. Hace hincapié en el hecho de que se trata de un pensamiento totalmente orientado hacia la acción. Siempre hace su aparición en un contexto de resolución de problemas y en la interacción con otras personas, más en función de comprender la naturaleza de los problemas que en proponer soluciones. Además, la evaluación de la información y conocimientos previos fundamenta la toma de decisiones en distintos ámbitos del quehacer humano, teniendo en cuenta que nuestras conductas y acciones se basan en lo que creemos y en lo que decidimos hacer.
El lema "¡Democracia real ya!” es el que mejor puede servirnos para desafiar y escapar de la prisión de las actuales estructuras de poder
Escribía la socialista y feminista británica Hilary Wainwright en su obra “Democracia y poder”, que existen dos formas de poder, el “poder desde arriba” o poder-como-dominación que implica una asimetría entre aquellos con poder y aquellos sobre los que se ejerce el poder y, por otra parte, existe el “poder para”, o poder-como-capacidad-transformadora. Para ella, este último fue descubierto por los movimientos sociales a medida que iban más allá de la protesta a la propuesta de soluciones prácticas e innovadoras; y lo ejemplifica con algo que nos resulta muy conocido: la reivindicación de los indignados españoles cuando ocupaban las plazas de las ciudades de todo el Estado, con el lema “¡Democracia real ya!”. Aquel lema es el que mejor puede servirnos para desafiar y escapar de la prisión de las actuales estructuras de poder. Según la escritora, no era tanto una demanda como una invitación a la lucha en favor de la creación de democracias ejemplares y, simultáneamente, una exclamación demostrativa que apuntaba a lo que hacían al ocupar la plaza: experimentar que la democracia real podía ser cosa del aquí y ahora. “¡Democracia real ya!”, según Hilary Wainwright, expresaba el deseo decidido de una generación de jóvenes europeos que encaraban un mundo en el que les educaron para dar por sentado lo que pensaban que era democracia: una sociedad en la que la dictadura era historia, en la que el Apartheid era inaceptable y la igualdad política formal la norma; donde la democracia multipartidista y el mercado habían reemplazado a la economía dirigida por un solo partido.
Poniendo la lupa de la filosofía y el pensamiento crítico en nuestra actual democracia anestesiada, Hilary Wainwright sintetizaba su obra con esta acertada reflexión y más acertada exclamación: “Es importante analizar cómo las fuentes del poder que no rinden cuentas a nadie más que a sus propios socios (banca, instituciones financieras, corporaciones multinacionales y empresarios de los medios), al final, lo que hacen es cultivar un poder creciente y cuestionable que facilita y provoca el estrangulamiento de la democracia”. “La democracia ha muerto. ¡Vivan las democracias!”. ¡Qué razón tiene!
Fuente → nuevatribuna.es
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