Las casas reales viven rodeadas de escándalos, lujo y excesos. Vicios privados, virtudes públicas. Están en todos los saraos. Forman una mafia, se protegen entre ellos.
España vive en la anomalía. En pleno siglo XX, reivindicó la monarquía como forma de gobierno. Para imponerla, utilizó el miedo como arma política. La muerte biológica del dictador Francisco Franco no dejó un vacío de poder. La tiranía previó una transición bajo el control de las fuerzas armadas y la figura de un Borbón. No fue precisamente un cambio pacífico. Huelgas, detenciones, torturas, asesinatos. Los años 70 fueron convulsos. El supuesto heredero de la corona, don Juan de Borbón, fue despojado del trono por su hijo, el entonces príncipe Juan Carlos, a propuesta de las cortes franquistas en 1969. Ahí se fraguó el continuismo de los Borbones. Pero la guerra entre padre e hijo no tuvo trincheras. Tras el “homicidio involuntario” cometido por Juan Carlos contra su hermano, la familia rompió con Juan Carlos. Las relaciones no se restablecerían jamás. El dictador ganaba la guerra de sucesión al trono. Juan Carlos no representaba un problema. Era maleable y poseía los requisitos para ser rey. Su intelecto es limitado y el interés por la política, nulo. A contrapartida, macho ibérico, juerguista y mujeriego.
El nuevo orden constitucional, blindaría la corona: el rey no tendría responsabilidad política y la imputación penal se extraviaba en un laberinto, cuya salida ha sido la impunidad. A los hechos me remito. El ahora emérito ha cometido más de una docena de delitos, desde cobro de comisiones, fraude fiscal, evasión de divisas, cohecho, blanqueo, hasta la formación de trust en la isla Jersey. Todos probados, pero ninguno juzgado. Las explicaciones, las mismas. Inviolabilidad y prescripción del delito. Las voces discrepantes se han acallado bajo imputaciones de “injurias a la corona”. Y los partidos políticos hegemónicos, PSOE y PP, a los que se unen Vox, Ciudadanos y otros que van de comparsa, hacen de cortafuegos. Todo está atado y bien atado. El ahora rey Borbón, Felipe VI, se sienta en el trono, bajo la sombra de un padre sin dignidad ni conciencia y moral corrupta.
La anomalía se trasforma en paradoja. La conducta depravada del rey emérito es bendecida por un sector de súbditos. Su regreso se aplaude. Aunque las protestas están presentes, bajo la superficie se esconde una corriente cuya dirección es blindar al emérito. Su reinado se entretejió sobre una sarta de mentiras. Desde un papel que no tuvo en la transición hasta convertido en demócrata tras el fallido golpe de Estado del 23 febrero de 1981. ¿Algo no cuadra? Otra vez los hechos. La evidencia muestra el engaño. ¿Cómo encajar los valores democráticos, que dicen posee Juan Carlos I, con sus comportamientos corruptos, abuso de poder, desprecio por la justicia, el bien común y el interés general? Alguien miente.
Son muchas las actitudes de las casas reales que muestran el desapego y el desprecio a los valores democráticos. Han usurpado el poder durante siglos, sintiéndose dueños de los territorios sobre los cuales se han levantado los estados-nación. Guerras de sucesión, leyes sálicas, enfrentamientos, etcétera. La lista es larga. En una ocasión, pregunté a la princesa María Teresa de Borbón y Parma, ex alumna, y de quien guardo buen recuerdo ¿Dónde iría a pasar las vacaciones de verano? La respuesta: a las tierras de mi abuelo. Ingenuo, volví a interrogar: ¿Dónde están? La respuesta me dejó frío: Portugal, Marcos, Portugal. Así piensa la realeza. Portugal eran las tierras de su familia. El resto, inquilinos.
Las casas reales viven rodeadas de escándalos, lujo y excesos. Vicios privados, virtudes públicas. Están en todos los saraos. Forman una mafia, se protegen entre ellos. Así es la vida del rey emérito Juan Carlos I. La casa real saudita le brinda protección, apoya y los jeques vienen a España con la recomendación de su amigo el “campechano”. Hablar de democracia y vivir en una monarquía, sea constitucional y parlamentaria, es una contradicción in terminis. Para los nobles, sean reyes, príncipes, condes, duques, los súbditos les deben respeto y sumisión.
Juan Carlos I sisa dinero público, pero se considera perjudicado. En su regreso a sus tierras, España, su hijo le niega alojamiento en La Zarzuela, residencia de reyes. Está triste. La frustración le embarga. Sigue pensando ¡Soy el rey! España va mal. Es el tercer país europeo en corrupción. Y gracias a los cortesanos que gobiernan y aplauden los desmanes borbónicos, la continuidad monárquica está asegurada. Ya se sabe, al grito de ¡Vivan las cadenas!, los abnegados súbditos pidieron el regreso de Fernando VII. El Borbón, restituyó la inquisición, persiguió y reprimió a los liberales y afrancesados. Goya hubo de exiliarse. Hoy, se repite la historia. Los súbditos son felices arrastrando cadenas y aplaudiendo el regreso del emérito. ¡Viva el rey! ¿Cuál? Da lo mismo, sólo debe continuar la tradición: aumentar su fortuna, vivir del cuento y ser campechano. Y, para rematar, la embarcación en la cual el rey compite en las regatas de Sanxenxo lleva un nombre que le identifica: Bribón. Todo un logro.
Fuente → jornada.com.mx
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