En un día como hoy hace 45 años, el 3 de mayo de 1977 en una tarde de diluvio primaveral, el Partit Socialista Unificat de Catalunya fue legalizado. El PSUC emergía a la superficie después de casi cuarenta años de clandestinidad habiéndose convertido en el partido hegemónico del antifranquismo y el partido de referencia de la clase trabajadora en Catalunya. También como uno de los partidos comunistas más fuertes y mejor arraigados en la sociedad de Europa, las tesis del cual resultan, todavía hoy, una de las mayores aportaciones teóricas y prácticas a la hora de pensar la relación entre el marxismo y la cuestión nacional, aquella cuestión a la que Tom Nairn se refería como el punto donde más había fracasado la tradición marxista.
El PSUC nació durante junio de 1936, cuando casi ya no les quedaba tiempo, como partido de unificación, resultando una de las muestras más acabadas de la política de frentes populares concebida por la Internacional Comunista durante aquel periodo. El PSUC se fundó fruto de la dinámica que se intensificó durante la 2ª República hacia una alianza y confluencia entre el catalanismo de izquierdas y el movimiento obrero que cristalizó con la victoria del Front d’Esquerres en 1936. Desde entonces, la política del PSUC constituyó una muestra de la pulsión hegemónica que recorrió el partido durante toda su historia, de esta voluntad hegemónica que tiene que ser irrenunciable para cualquier proyecto revolucionario de transformación radical de la sociedad. Por eso hace falta que analicemos al PSUC no solo en su dimensión teórica y programática sino también como método; como ejemplo de cómo se hace política hegemónica en nuestro país.
Después de la derrota de la guerra civil, la eclosión y el despliegue del antifranquismo supusieron la emergencia de un nuevo catalanismo popular y de izquierdas con el PSUC, que en la cuestión nacional había heredado el papel y gran parte del discurso de ERC de los años treinta. El partido asumió entonces lo que ellos denominaban, siguiendo las influencias gramscianas y del PCI, la condición de partido nacional catalán, sobreponiéndose con su otra condición de partido de los comunistas catalanes. El PSUC, pues, con más fuerza a partir de los años 60, planteó su política como una guerra de posiciones destinada a erosionar el régimen franquista y desbordarlo a través de una movilización asentada en una cultura antifranquista de carácter nacional popular. Tal y como explicaban en 1964: “en la práctica las actividades culturales catalanas se fusionan en un todo único con la lucha reivindicativa y antifranquista de la clase obrera y otras capas del pueblo, con el combate por la democracia de estudiantes e intelectuales, con la actividad clandestina de los grupos y partidos de oposición. Este todo único constituye el movimiento nacional catalán contemporáneo, que es al mismo tiempo cultural, social y político, profundamente antifranquista y auténticamente democrático”. En este nuevo contexto histórico, tal y como afirmaban, era la clase obrera la que debía ser hegemónica en el interior del catalanismo y actuar como dirigente del proceso de emancipación nacional.
Uno de los principales elementos donde se mostró esta pulsión hegemónica fue en la política de alianzas. La política de alianzas del PSUC oscila durante todo el periodo entre la necesidad de evitar su marginación como partido comunista y la posibilidad de ir más allá de sus propias fuerzas para combatir el régimen franquista y avanzar hacia el socialismo. En el ámbito nacional, esto tuvo como resultado que el PSUC se esforzara constantemente para mostrar que anteponía el interés nacional a su propio interés como partido. Un hecho que se ve claramente en la fundación de la Asamblea de Cataluña y en la política seguida durante la transición, donde cedió peso en el proceso de negociación a fuerzas políticas muy poco representativas a nivel social hasta entonces. También en el hecho que el PSUC fuera el partido que defendió la unidad del catalanismo ya no solo en la fase de antifranquista sino también como clave del proyecto de reconstrucción nacional que se iniciaba una vez conseguido el restablecimiento de la Generalitat. Sin embargo, a partir de finales de los 70, y mostrándose con una gran intensidad en las primeras elecciones del Parlament de 1980, los vientos unitarios del catalanismo se desvanecieron y volvieron las dinámicas de la guerra fría orientadas a aislar otra vez los comunistas. Un aislamiento que esta vez no supieron romper.
Otra vertiente de la política de alianzas del PSUC fue la Alianza de las Fuerzas del Trabajo y de la Cultura, una parte muy importante de la estrategia que después se denominó eurocomunismo, y que aspiraba a construir un movimiento de masas superando el marco centrado únicamente en la clase obrera, postulando una democracia política y social como antesala del socialismo. Esto se tradujo en la práctica en una política cultural que atrajo gran parte de los intelectuales hacia postulados marxistas y generó una revitalización de la cultura catalana que cristalizó en la idea de “un sol poble” y en la experiencia del Congrés de Cultura Catalana. Tal y como lo explicaban cuándo iniciaban esta tarea en 1959 con la publicación de los Quaderns de Cultura Catalana: “Nuestro objetivo es desarrollar un análisis marxista de la cultura catalana en sus varios aspectos, dirigida en primer término al intelectual catalán de nuestros días. La primera dificultad con la que nos encontramos en esta tarea es la ausencia casi total de precedentes serios […] este análisis no supone una ruptura con la tradición sino más bien una asimilación de la tradición que pueda servir de punto de partida para un movimiento encaminado a dar a la cultura catalana el debido carácter nacional popular. Desde hace décadas, la cultura catalana no es propiamente una cultura nacional sino una cultura de clase, una cultura de la burguesía que atribuía en nuestro pueblo sus particulares deseos y necesidades […] Si estos esfuerzos de convertir la cultura catalana en una cultura verdaderamente nacional popular fracasan, nuestra cultura se habrá convertido en una pieza de museo”.
Es importante que tengamos presente que esta tarea cultural que se planteó el PSUC y que resultó exitosa, fue cortada en seco a partir de los años 80 con la victoria de Jordi Pujol, generando un estancamiento y una degradación de la vida cultural también causada por el auge de la nueva cultura de masas consumista y globalizadora, que fue una de las causas de lo que se conoció en todo Europa como crisis del marxismo. Así pues, si bien no podemos decir que hoy partimos de esta “ausencia casi total de precedentes serios” de la que partía el PSUC, si nos propusiéramos llevar a cabo algo similar en nuestro presente sí que tendremos que ser conscientes que se trata de una tarea que no se ha intentado llevar a cabo durante los últimos 40 años en nuestro país. Para hacer eso cual habrá que volver al PSUC.
Pero más allá de la acción del partido, en la que se centra la mayor parte de la bibliografía existente sobre el PSUC y que lleva a explicar su crisis como fruto de contradicciones internas, también es importante tener presentes las condiciones en las que se libró la disputa política de los años 70 y, por lo tanto, las contradicciones externas con las que se encontró el partido. Esto es especialmente relevante teniendo en cuenta que aquellos años suponen un cruce donde se da una gran crisis y reestructuración del capitalismo y se asientan las bases de aquello que posteriormente se denominará neoliberalismo, que actuará como marco hegemónico hasta su crisis, en la que todavía hoy nos encontramos. Los años 70 representan un momento donde confluyen la crisis económica que supone el fin del modelo keynesiano de posguerra a nivel europeo y la crisis del franquismo provocada por la creciente fuerza de la oposición. Cataluña es, en este contexto, una unidad de análisis muy relevante dado que es una de las zonas donde los efectos de la crisis económica se muestran con más dureza -con la crisis de la industria textil y del metal- generando mayores niveles de paro y estancamiento económico en comparación a la media del Estado, a la vez que es también el territorio donde esta lucha antifranquista llega a ser más hegemónica y donde las izquierdas son más fuertes. También en vistas de cómo acaba todo este proceso con la victoria de Pujol en 1980 y su gobierno durante más de 20 años.
La expansión de las luchas sociales desde finales de los años 60 y durante los inicios de los 70 supuso un aumento de los salarios en detrimento de los beneficios empresariales, tanto en toda Europa como en España. Este hecho tuvo como consecuencia un aumento del peso de las rentas del trabajo respecto a las rentas del capital en la renta nacional durante aquel periodo. Esta tendencia empezó a revertirse -y no ha dejado de hacerlo hasta el presente- a partir de la crisis económica que se inicia con la crisis del petróleo de 1973 a raíz de la guerra del Yom Kippur. Esta historia se acostumbra a contar apelando al hecho que el encarecimiento de las materias primas y el estancamiento del crecimiento económico tuvieron como consecuencia un espiral inflacionario y un aumento del paro, pero también hace falta que tengamos presente que las crisis son un elemento inherente al capitalismo y que también pueden servir como herramienta de disciplinamiento que pone las bases para su mutación y relanzamiento sobre nuevas bases.
Si tenemos en cuenta esto, podemos entender esta “inflación”-que muchas veces se presenta como un factor externo que no se analiza críticamente- también como un aumento de precios debido a la intención de rescatar las pérdidas que las ganancias empresariales habían sufrido a finales de los 60 e inicios de los 70 a expensas del aumento de los salarios dada la fuerza del movimiento obrero. El agotamiento del modelo de crecimiento keynesiano de las décadas anteriores y la respuesta de las clases dominantes ante este retroceso de sus excedentes llevó a una reacción tanto a nivel político como económico. El hecho de que este periodo de profundas transformaciones del contexto económico global coincidiera en el Estado español con la crisis del franquismo y el periodo de cambio político tuvo efectos muy relevantes que muchas veces no son tenidos suficientemente en cuenta.
Es en este contexto donde tenemos que entender los Pactos de la Moncloa, en los que los comunistas participaron activamente probablemente debido a dos razones principales: para no quedar aislados del proyecto de reforma política y porque no supieron comprender a tiempo la etapa de mutación del capitalismo y de intensificación de la lucha de clases que se estaba abriendo. Uno de los principales errores de la política comunista de aquellos años, muy influida por los síntomas y los miedos que atormentaban a Carrillo, fue el de tratar de presentar cada pacto donde participaban los comunistas como un gran triunfo, llevando a Carrillo hasta el punto de afirmar que los pactos de la Moncloa suponían la mayor conquista del movimiento obrero europeo después de la Segunda Guerra Mundial. Seguramente, aunque no todo puede ser atribuido a este factor, exista una relación entre este hecho y la abstención política y social que se desencadenó posteriormente, cuando en la práctica los Pactos de la Moncloa -también a través del incumplimiento de sus elementos más socializantes- tuvieron como resultado la definición de una nueva vía para la recuperación de los beneficios empresariales a través de una política de rentas, de reducción del poder adquisitivo de los salarios y de “flexibilización” del mercado laboral. Según se explicaba entonces, el retorno de la colaboración empresarial produciría una reducción del paro y la inflación y un aumento de la inversión, pero estos problemas persistieron -y estas políticas se acentuaron- durante toda la década de los años 80.
Para tratar de entender este contexto donde operaba el partido durante aquellos años, y como afectó al proceso de pérdida de hegemonía de las izquierdas, siempre resulta interesante ir a leer lo que se decía entonces en la revista Mientras tanto, fundada por Manuel Sacristán. Las reflexiones aportadas en Mientras tanto, a pesar de tener ciertas limitaciones en el análisis de la realidad nacional, son una muestra muy valiosa de un análisis marxista riguroso, dado que ellos fueron los primeros en ver la refundación del capitalismo que estaban presenciando. Cómo explicaba Sacristán en 1979: “La política de los dirigentes del PCE -y de CCOO- durante todo el posfranquismo ha estado basada en un error de cálculo gigantesco, del que ahora se perciben las consecuencias […] Uno de los ejemplos más crasos de la falta de previsión histórica que está en la base del error de cálculo mentado lo constituye precisamente la firma de los acuerdos de la Moncloa y la teorización que sirvió de base a esa firma, que denotaba una muy mala percepción de la naturaleza de la crisis económica actual del capitalismo”.
La política del PSUC en aquellos años, concebida como guerra de posiciones, implicaba una acción de desgaste sobre el poder de las clases dominantes y la hegemonía de la derecha. Quizás uno de los errores fue no reconocer el riesgo contrario, es decir, que quién quedó desgastada en este proceso fue la izquierda. Quizás predominó una lectura más bien culturalista de la guerra de posiciones que infravaloró la contraofensiva del gran capital durante aquellos años. La política que había estado impulsando el PSUC desde los años 60 y que lo había consolidado como actor hegemónico empezó a invertirse cuando el sistema sobre el cual asentaba sus bases se empezó a derrumbar. Aun así, también hay que tener presente que muchas de las conquistas sociales y nacionales, no menores, que se consiguieron durante el periodo son directamente atribuibles a la tarea de organización y dirección social y cultural del partido.
Es importante que, hoy, desde todas las tradiciones de izquierdas en Cataluña tengamos presente la herencia del PSUC. Un partido que es muy oportuno analizar tanto por el momento en que se funda, ante el auge del fascismo en todo Europa, como por el momento en que entra en crisis, con el inicio de la contrarrevolución neoliberal. Igualmente, la aportación del PSUC continúa siendo, hasta el presente, la experiencia más acabada a la hora de ligar la lucha social y la lucha nacional en nuestro país y de impulsar una cultura catalana en sentido nacional popular. El proceso de pérdida de su hegemonía y las dificultades que tuvieron a la hora de captar el momento histórico que les tocó vivir, que dieron lugar a una reconstrucción del catalanismo conservador y a una etapa de hegemonía pujolista las consecuencias de la cual todavía son visibles hoy, nos muestran también que la disputa de clase en el interior del catalanismo es siempre un punto ineludible. El análisis de la aportación histórica del PSUC, tanto en sus aciertos como en sus limitaciones, es una tarea central para cualquier fuerza política que quiera luchar por la propia transformación de Cataluña en un sentido social y democrático, por su liberación nacional y por la vocación de construir un Estado sobre bases radicalmente diferentes.
Para acabar, y para anticiparnos a cierta crítica al PSUC que sería compartida hoy por algunos de los sectores de nuestra izquierda, o por aquellos que se esfuerzan en mostrar la historia del catalanismo como una historia de renuncias constantes que siempre llevan al “pacto con España”, nos remitimos a este fragmento del editorial de Nous Horitzons publicado en 1983 en el centenario de la muerte de Marx, titulado Catalanomarxisme:
“Destaca con una notoriedad alarmante una perspectiva que relaciona el socialismo y la cultura marxista autóctonos con la evolución de los marxistas españoles, de cualquier fracción que sean […]. Esta interpretación ha sido recibida entusiásticamente por el nacionalismo conservador porque le ha permitido mostrar el socialismo marxista como un movimiento foráneo, externo, nada arraigado a la cultura política nacional. En general, esta perspectiva ha obligado a observar la actividad de aquellos revolucionarios que se reunían al amparo de una bandera roja, como un simple defecto de concordia con socialdemócratas o comunistas del país vecino. Obviamente, no se trata de argumentar que las fricciones no fueran importantes, negarlo sería estúpido y minimizarlo también. Pero utilizar la teoría de la incomprensión española para entender la tradición marxista catalana, transporta una categoría central del nacionalismo conservador a la cultura de la izquierda marxista corrompiéndola, y margina -y deforma históricamente- la vinculación del movimiento marxista internacional con la cultura progresista y las tradiciones revolucionarias autóctonas”.
[1] Declaració del PSUC en el vint-i-cinquè aniversari de la guerra civil, 1964.
[2] Quaderns de Cultura Catalana, núm. 1, 1959.
[3] Notas editoriales, Mientras tanto, núm. 2, 1979.
[4] Editorial, Nous Horitzons, núm. 24, 1983.
Fuente → sobiranies.cat
No hay comentarios
Publicar un comentario