El Franquismo: Represión Fría y Estado Totalitario
Las distintas modalidades de la represión fría institucionalizaron y fortalecieron el franquismo mediante la construcción de un individualismo inhibidor de respuestas colectivas críticas que llego hasta el final de la dictadura.

El Franquismo: Represión Fría y Estado Totalitario
Lucio Martínez Pereda

En un estado totalitario la Represión Fría es -dentro de los mecanismos de control social- el principal recurso para conseguir obediencia y sometimiento en la población. Un medio que el franquismo empleó con un grado de funcionalidad, extensión social y duración temporal mayor que el resto de los regímenes totalitarios.

La represión practicada en el territorio controlado desde el verano de 1936 por los militares rebeldes adoptó muchas formas. En las zonas donde triunfó rápidamente la rebelión militar, la población fue víctima de todas las formas de represalias que posteriormente se fueron aplicando al resto de los territorios, cuando estos fueron conquistados. La represión física o caliente buscaba la destrucción de los cuadros de los partidos del Frente Popular, los sindicatos obreros, las organizaciones masónicas, y las organizaciones nacionalistas en Catalunya, Euskadi y Galicia, sin dejar de lado a los partidos políticos más moderados y a las personalidades independientes con prestigio izquierdista o liberal. La represión caliente; la que mejor conocemos; fue seguida de una represión fría, de caligrafía más fina, una represión que contó con el apoyo de una amplísima gama de instituciones colaboradoras. Su objetivo era completar la primera, llegar hasta donde esta no había llegado. Fue una represión ejecutada sin ninguna prisa, contando con el apoyo informativo de un vasto entramado de instituciones. A la amplísima nómina de encarcelados, ajusticiados, asesinados y huidos, hay que sumar la población represaliada por la represión fría: castigados con incautaciones, desposeídos de su patrimonio, condenados al destierro, sancionados con multas, funcionarios separados o trasladados forzosamente fuera de su región. A la acción represiva de las milicias falangistas, los Consejos de Guerra sumarísimos y el extenso sistema carcelario, se sumaron los castigos de las comisiones depuradoras, comisiones de incautación de bienes y los tribunales especiales de Represión de la Masonería. y Responsabilidades Políticas.

La represión blanda o fría servía a una triple finalidad, por un lado, ampliaba el ámbito de las represalias, por otro servía de mecanismo de presión para extender socialmente el miedo político, modificar la conducta de la población y asentar el poder sobre bases que garantizasen su larga duración. Si la represión caliente tenía como consecuencia el exilio, el ocultamiento, la huida al monte y separaba a la persona de la sociedad, la fría; en cambio; permitió que la población siguiera desarrollando sus actividades bajo la presión de una amenaza constante y lo que es más importante: produjo una dosificación de temores alargada en el tiempo. Las represiones administrativa y económica sirvieron para dirigir la conducta colectiva hacia pautas de comportamiento de asimilación obligatoria de los valores políticos de la comunidad y construir un individualismo inhibidor de respuestas críticas. El miedo tenía una doble función, tenía dos caras. Por un lado, rentabilizaba al máximo los mecanismos represivos; por otro creaba adhesión entre la población potencialmente indiferente.

Las incautaciones de bienes, la pérdida del trabajo y el patrimonio, las gravosas multas y las sanciones de inhabilitación profesional, los traslados forzosos fuera de la localidad y los destierros, hacían continuamente presente entre la población los mecanismos de coerción y represalia. Sus consecuencias: la incapacidad para sostener económicamente la familia, la separación de sus miembros, el hambre, el truncamiento de carreras profesionales y la muerte social, sirvieron de intensificadores del miedo. A esta penalidad directa producida por estos organismos represaliadores hay que añadir una desclasificación para la vida ordinaria, un marcaje y un rechazo social que hace que muchos trabajadores tuviesen difícil volver a encontrar un empleo, y los profesionales, una vez cumplido el castigo de pérdida de sus empleos, de sus propiedades y casas, tengan que trasladarse fuera de su región para poder iniciar una nueva vida, o sobrevivir dedicándose a la mendicidad o la prostitución, como le sucedió a muchas mujeres castigadas con la marcación social del rapado.

Los expedientes de depuración abiertos contra los miles de funcionarios del desmontado estado republicano fueron unos durísimos escalpelos que hurgaban en todos los aspectos de la vida, nada dejaba de ser escudriñado: amistades, familia, relaciones sentimentales, conversaciones, lecturas, ocio, trabajo, correspondencia, opiniones. No había ninguna limitación a la hora de buscar información sobre las conductas; un voto depositado en la urna, un periódico leído, escuchar una determinada emisora de radio, una opinión emitida en voz alta, un saludo más efusivo que otro, podían ser motivo suficiente para la imposición de un castigo.

A la dureza investigadora de este proceso se añadía el miedo por no saber cuándo se daría por finalizado el expediente. Mientras los expedientes permanecían abiertos, las comisiones de investigación podían en cualquier momento solicitar nueva información sobre sus conductas.

La represión fría fue un proceso complejo que contó con un aparato estatal de vigilancia formado por miles de funcionarios, servicios de información, y un abundantísimo número de delatores, en el cual se vieron involucrados una gran cantidad de organismos creados al efecto. Requirió de un gran esfuerzo realizado por una amplia gama de instituciones estatales. Una extensa serie de organismos específicos encontraron la razón de ser de su existencia en su implementación: juzgados de instrucción especiales de responsabilidades políticas, comisiones de depuración nacionales y provinciales creadas en todos los niveles y cuerpos de la administración, juzgados provinciales destinados exclusivamente a la revisión de expedientes, juzgados especiales de masonería. La interacción informativa entre estos servicios sirvió para entrelazar una red de vigilancia que controlaba todas las conductas de la población en cualquier espacio de socialización. Todo tipo de datos sobre cualquier aspecto de las conductas de las personas era susceptible de convertirse en información significativa. Una malla informativa fuertemente tejida que no solo se ocupaba de investigar las conductas sociales y las actuaciones políticas de las personas, sino también de conseguir un conocimiento pormenorizado de la situación económica de los encausados, sus propiedades, ingresos salariales, cuentas y depósitos bancarios, situaciones contables de empresas y deudas contraídas. Se instituyeron juzgados civiles especiales en cada provincia con el único fin de abrir piezas judiciales separadas en las que se recababa toda la información económica sobre los encausados y sus familias. Destinada a este efecto se pedía información a los registros de la propiedad, a las instituciones bancarias de la localidad, a las empresas propiedad del acusado o sus familiares, pero también al vecindario, a las parroquias, y a los servicios provinciales de información de la falange.

Pero estos aparatos de información y vigilancia no resultaron suficientes para investigar los antecedentes políticos, sociales, profesionales y religiosos de millones de personas y resultó necesario recurrir a un sistema delator configurado casi como una estructura pseudo institucional. La delación fue estimulada públicamente y publicitada como una obligación moral que la población de la retaguardia tenía para con los soldados que estaban luchando en los frentes de batalla contra los enemigos de la Patria. Esta costumbre iniciada durante la guerra, no desapareció con ella, se instituyó en una práctica habitual en la postguerra. Las denuncias no fueron únicamente una rica fuente de información, sino también la forma más sencilla y rápida de implicar a la sociedad civil en la represión, y, por lo tanto, de reforzar sus lazos con la dictadura. La delación y la denuncia se convirtieron para muchos en “el primer acto de compromiso con esa dictadura.” Un compromiso que muchas veces evidenciaba una estrategia para ponerse a salvo de las sospechas de desafección, pero también, un recurso para conseguir la promoción personal. La delación se normalizó, transformándose en uno de los pilares sobre los que se asentaron las relaciones profesionales y laborales. La mitad de la población vigilaba a la otra mitad, una gigantesca empresa de control social se fraguó al amparo de las delaciones.

Las campañas de prensa orientando a la población sobre las pautas a seguir en la detección del enemigo interior alimentaron una presencia constante de la sospecha. Algunas denuncias fueron efectuadas por personas que no escuchaban sonar la radio del vecino cuando se emitía el himno nacional o no veían un brazo levantado en saludo a la romana durante la celebración de una manifestación patriótica. La denuncia era una obligación de buenos españoles, hasta tal extremo que algunas organizaciones de la Iglesia hicieron llamadas a la delación colocándola bajo el patrocinio histórico de la Inquisición. La delación penetró todo el tejido social.

Pero la represión fría fue también un mecanismo de control social empleado para modelar y ajustar las conductas de la población a las nuevas pautas ideológicas del régimen dictatorial e influyó también sobre aquellos que no la padecieron directamente. El miedo, construido sobre la voluntad de sobrevivir sin problemas de los familiares de los represaliados, se convirtió en una forma engendradora de pasividad. El temor extendido entre amplias capas de la sociedad fue un elemento imprescindible para asentar la construcción del proyecto político de la dictadura. El silencio preventivo derivado de ese temor se constituyó en pauta conformadora de las relaciones sociales, en eficaz instrumento de desmovilización de la población, en neutralizador de disidencias y generador de pasividades sumisas. Las distintas modalidades de la represión fría institucionalizaron y fortalecieron el franquismo mediante la construcción de un individualismo inhibidor de respuestas colectivas críticas que llego hasta el final de la dictadura. La represión fue un conjunto poliédrico que para poder ejecutarse con el nivel de extensión realizado precisó someter a las víctimas, no solo a las directas sino también a sus familiares, a una vigilancia sobre sus conductas y antecedentes. El carácter imprevisible en su aplicación -muchos de los comportamientos represaliados castigados sobrepasan de los plazos temporales establecidos para la finalización de la investigación sobre la conducta de las víctimas-, produjo la asimilación colectiva de una violencia de conclusión no previsible. Fueron bastantes los expedientes de depuraciones iniciados al comienzo de la guerra que no se cerraron hasta la década de los cincuenta, y expedientes de responsabilidades políticas aun abiertos a principios de los 70.

Los efectos indirectos de la represión se manifestaron en un tipo de prácticas, que nos atrevemos a calificar como cultura represiva, en la que se incluirían como sujetos participantes los grupos sociales beneficiados del conjunto de medidas represaliadoras: los sacerdotes que ocupaban las plazas vacantes dejadas por los maestros sancionados, los delatores que esperan obtener un beneficio laboral de la acusación, los excombatientes que reintegrados en la vida de la retaguardia empezaban a trabajar en los puestos de los que habían sido expulsados los castigados. Se crearon organismos específicamente destinados a gestionar los beneficios derivados de la represión: la propia falange vio ampliada su estructura administrativa proporcionando servicios orientados a resolver los problemas causados por las represalias: comisiones informativas constituidas en cada provincia para avalar la idoneidad ideológica de los excombatientes que optan a plazas vacantes dejadas por los funcionarios castigados, departamentos provinciales para informar sobre los antecedentes de los solicitantes de devolución de créditos bloqueados por efecto de la atribución de responsabilidades políticas: todo un complejo entramado de instituciones estatales implicadas y beneficiadas, especialmente durante la década de los 40, por y en la gestión de la represión fría.

El fenómeno represivo considerado en su distintas modalidades caliente y fría funcionó con carácter sistemático, como un plan global y jerarquizado, un proceso de coerción que actuó́ en una multiplicidad de direcciones coordinadas doctrinal, policial e institucionalmente entorno a un objetivo en el que se integraban todos los organismos represaliadores. En cierta forma podríamos hablar -así ya lo han hecho algunos historiadores- de una red en la que se trenzaban multiplicidad de ámbitos estatales para atrapar la disidencia. El régimen se aseguraba con este sistema de complementariedades -el mismo comportamiento podía ser penalizado varias veces por vías distintas- que diferentes instancias represivas alcanzasen con sus castigos y sus derivadas espectrales de miedo, al mayor número de republicanos.

El carácter inequívocamente complementario entre la represión caliente y fría se evidencia en la existencia de una relación inversamente proporcional entre la cronologización de las intensidades de ambas. La represión física extrajudicial decayó cuando entraron en funcionamiento los mecanismos de represión de los tribunales especiales y administrativos. La consolidación de la represión fría se produce cuando periclita la intensidad de la represión caliente, dando lugar a una dinámica de sustituciones y relevos represivos: Desde 1937 en las provincias de la retaguardia franquista la proporción de penas de muerte va descendiendo en comparación con el número de penas de prisión dictadas por los Consejos de Guerra, estas, a su vez, disminuyen cuando entra en pleno funcionamiento la represión fría. Las ejecuciones de pena de muerte dictadas por los Consejos de Guerra en las provincias que se incorporan al bando franquista cuando la guerra finalizó, decayeron a partir de 1941, cuando funcionan a pleno rendimiento las jurisdicciones especiales de Responsabilidades Políticas y Masonería. Paralelamente la entrada en funcionamiento de las leyes de concesión de libertad condicional de 1941, 1942, y 1943, que hace que la población reclusa de las cárceles disminuya notablemente, confluye temporalmente con la intensificación de las acción represiva de las comisiones depuradoras. Nos encontramos pues ante una violencia política multifacética, sistematizada, y versátil, que diversifica sus repertorios de represalias, adaptándolos a las necesidades de su implementación.

A esta complementariedad de relevos temporales de los sucesivos repertorios represivos hay que añadir que la misma persona pueda ser objetivo todos los tipos de represión. Un mismo comportamiento delictivo era juzgado y condenado varias veces por jurisdicciones distintas; produciéndose una concurrencia de penas económicas, laborales y privativas de libertad en la misma persona. En el caso de que esta hubiera fallecido, el castigo económico o la incautación total de bienes era “heredado” por los cónyuges e hijos de las víctimas: la normativa que regulaba las incautaciones establecía la existencia de castigos contra el “caudal familiar”. La responsabilidad política se mantenía más allá de la muerte del culpable. Las sanciones económicas habían de hacerse efectivas- aunque el responsable hubiese fallecido antes de iniciarse el procedimiento represaliador- con cargo a su caudal hereditario. Esta proyección de la culpa sobre los familiares se prolongó incluso más allá de la vigencia de las leyes represaliadoras que la contemplaban; hasta bien entrados los años 60, cuando la Ley de Responsabilidades Políticas había sido derogada, la solicitud de indulto de responsabilidades realizada por los familiares del fallecido implicaba la apertura de expedientes informativos en los que eran analizados al detalle las conductas sociales, políticas y religiosas de los solicitantes. En la nueva investigación había que comprobar en qué medida el castigo impuesto había producido una modificación de las conductas. La totalidad de la vida del peticionario era nuevamente expuesta a una disección total en la que participaban con sus informes servicios de información, vecinos, alcaldes de barrio, párrocos. El control de la conducta sobre los propios familiares se ejercitaba desde todos los espacios sociales: desde los centros de trabajo, desde las amistades y desde el vecindario.


Fuente → nuevarevolucion.es

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