Cuevas del Valle, el círculo imborrable de la Guerra Civil

Como otros tantos, este pequeño pueblo de la comarca abulense del Tiétar sufrió un exterminio sistemático de la población civil. Los relatos de los vecinos están sirviendo para localizar decenas de fosas comunes

Cuevas del Valle, el círculo imborrable de la Guerra Civil
Gorka Castillo 
 

La Cruz del Cerro, en la carretera que une las localidades abulenses de Cuevas del Valle y Villarejo en plena Sierra de Gredos, está sembrada de matanzas. Desde octubre del 36, es una mezcla de arcilla, piñas y restos humanos que para encontrarlos no hay que escarbar muy hondo. Basta con escuchar las palabras que se liberan del silencio. En este paraje fue donde un día Francisco Fernández Blázquez, un lugareño sencillo y solitario, señaló el rosario del espanto. Caminó hasta la linde del bosque y trazó una circunferencia en el suelo siguiendo el dictamen de su memoria. “Aquí está enterrado mi padre”. En ese mismo lugar, sobre esa tierra negra en la que nunca se pusieron cruces, ni flores, ni una triste estela, Francisco revivió la infancia que le robaron. Porque si no, ¿para qué sirven los recuerdos?

Por fortuna, alguien registró el momento. Esa persona era Santos Jiménez, poeta de Cuevas del Valle que ha plasmado en un libro de relatos novelados, Covalverde, toda la amargura que la Guerra Civil sembró en esta localidad de la comarca del Tiétar. La imagen de Francisco trazando un círculo con el compás de su bastón no sólo certifica el impacto directo de un reencuentro íntimo, sino que revela con crudeza un episodio bárbaro que marcó a fuego la historia de este país e hizo trizas la cacareada reconciliación. La memoria es incómoda y el paso del tiempo, desalentador.

Tras un largo camino contra la burocracia y la ingratitud, la sociedad Aranzadi pudo al fin acometer la exhumación el pasado mes de abril, gracias a la financiación de la Secretaría de Estado de la Memoria democrática, a través de la Federación Española de Municipios y Provincias. Años después de aquella estampa de emoción. A la excavadora no le costó mucho desbrozar el cementerio oculto. Siguiendo indicaciones de los antropólogos-forenses, Paco Etxeberria y Fernando Serrulla, y la historiadora Lourdes Herrasti, cavaron en el punto marcado por Francisco y localizaron dos fosas. En la primera, aparecieron los restos de dos varones entrelazados, arrojados uno sobre otro, como escombro humano. En la otra, el cuerpo de una mujer joven, no más de 27 años, con el cráneo reventado, las manos maniatadas y una pierna flexionada, como si antes del último estertor hubiera intentado una carrera desesperada a ninguna parte. Tristísimo y brutal. Los testigos apesadumbrados, los herederos de aquella infamia manifiesta, trataban de disimular las lágrimas que provocaban los fantasmas de la imaginación.

El cadáver de una joven descubierto en la exhumación de Cuevas del Valle. Foto: Santos Jiménez.

Así que cuando se le pregunta a Santos Jiménez por los testimonios que durante años fue rescatando de sus conversaciones con gente que habita estos campos del Tiétar no sólo es Francisco quien habla sino también Domingo, Marcela, Eladio, Segundo, Isidoro. Y muchos más. Infinitamente más. En Covalverde, relata: “Soterrado en esa historia estaba su padre, como lo estaban decenas de vecinos. Tal vez por eso quería nombrar a los muertos, mancomunar los recuerdos. Pero hay algo mucho más entrañable. Guardaba en su memoria los nombres y quería compartirlos. Creía, con razón, que no bastaba con que cada familia supiera los suyos, disminuyendo y atenuando las monstruosas dimensiones que tuvo la represión nacionalista”. Es por Francisco Fernández, el solitario silencioso que derrotó al olvido.

Y, quizá, también por personas como Aurora Fernández, 56 años, covachera de nacimiento, bibliotecaria e investigadora vocacional. Un día, Santos le entregó el listado de represaliados de Cuevas del Valle con el que trabajaba para escribir su novela y preguntó por un nombre que no encajaba en la genealogía del pueblo: Andrés García. “Aquí hay muy pocos ‘Garcías’, que son de la parte alta de Ávila, de La Moraña, y los que hay son de la familia de mi padre. Así que indagué y descubrí que era el hermano de mi bisabuelo León. Más tarde, rastreé expedientes, libros de sesiones municipales, cartas y, sobre todo, registros civiles que habían permanecido ‘ocultos’ durante más de 80 años y encontré que también fusilaron a un tío abuelo mío, Alejo García; a otro abuelo, Desiderio Fernández; y a mi bisabuelo paterno, Regino Felipe Fernández”. Un pedazo de historia personal que animó a Aurora a ir más allá y construir una enorme base de datos con la genealogía de familias enteras eliminadas que ha servido al catedrático de Historia Enrique Guerra para escribir junto a ella Al sur de Gredos. Cuevas del Valle 1936-1950, el más exhaustivo trabajo que se ha publicado sobre la Guerra Civil en el Valle del Tiétar.

Observando la fosa abierta. Foto: Santos Jiménez.

En este voluminoso libro aparecen contabilizados 47 fusilamientos extrajudiciales de republicanos, o sospechosos de serlos, entre octubre y noviembre de 1936. Y, aunque el historiador no se atreve a emplear el término ‘genocidio’ para explicar lo que ocurrió en Cuevas, no duda en considerar que hubo “un auténtico exterminio”. La prueba de cargo que aporta es el caso de la familia Castelo Blázquez. Los falangistas buscaban a Patricio, un joven miliciano al que acusaban de haber participado en el fusilamiento de 10 derechistas el 19 de agosto del 36. Al no encontrarle, decidieron apresar a su hermana Marcela, a la que fusilaron el 2 de octubre en el paraje de la Cruz del Cerro. “A falta de la confirmación de ADN, ella puede ser la joven de la fosa exhumada”, añade. En el año 39, al fin capturaron a Patricio “y lo arrojaron a un barranco que allí llaman ‘Pozo de la Luz’”. Al padre de ellos, Víctor Castelo Montesinos, se le llevaron al ayuntamiento “y le propinaron tal paliza que falleció a consecuencia de los golpes”. Un hermano de Marcelo y Patricio murió en el frente. La madre, Antonina Blázquez, fue fusilada en Navarredonda, al lado del Parador de Gredos. “Una familia eliminada, exterminada, en una operación despiadada y sistemática”, concluye Enrique Guerra. Y el parte de bajas lo sufrieron en cada familia. Sin excepciones.

En Cuevas huyeron, o murieron, casi la mitad de sus habitantes. Y los que sobrevivieron quedaron sumergidos en la parálisis de la dictadura por un instintivo mecanismo de autodefensa. “Pero, escucha, muchos todavía guardan aquellas sensaciones. El espíritu. Los sentimientos. Son valiosos y amargos, como fue el caso de mi propio padre, que vivió el resto de sus días marcado por aquellos episodios”, revela Santos Jiménez. “Rara vez tocan este tema y, cuando lo hacen, es con extrema cautela”, añade el poeta que narra la historia como una crónica literaria de largo aliento. El dolor como prueba de la vida pasada. No existe otra manera de hacerlo.

En Cuevas huyeron, o murieron, casi la mitad de sus habitantes. Y los que sobrevivieron quedaron sumergidos en la parálisis de la dictadura por un instintivo mecanismo de autodefensa

Hace un día espléndido de primavera en Cuevas del Valle. La brisa que viene del Puerto del Pico acaricia el pelo de Aurora, que empieza a hablar. A contar cosas de aquel mundo terrible y enigmático. Cómo los anarquistas fusilaron en agosto del 36 a diez derechistas del pueblo. Cómo un mes después llegaron los golpistas y les devolvieron su identidad trasladando sus cuerpos acribillados desde una zanja maltrecha del camino a un mausoleo construido en el cementerio con los honores de los triunfadores. “Afortunadamente encontré mucha documentación porque en Cuevas tuvimos un secretario muy minucioso. Calcaba las respuestas de las correspondencias que llegaban, algunas de ellas de la Guardia Civil. Esto me permitió saber exactamente el número de personas que fueron fusiladas desde el inicio de la represión, en septiembre-octubre del 36, hasta el retorno de los huidos en 1950”, apunta.

Así pudieron precisar el nombre de la primera víctima inocente, un chico de 15 años llamado Juan Fernández Gómez, el hijo de un miembro del comité municipal que los falangistas no pudieron apresar. “Lo fusilaron el 9 de septiembre de 1936 en el entorno de Venta Rasca y lo enterraron junto a otros vecinos del pueblo”. Lo dice Santos Jiménez y así lo recoge en Covalverde, después de las largas conversaciones mantenidas con supervivientes y herederos de aquel tiempo funesto. No fue el único acto inhumano. Lo que vino semanas después fue aún más siniestro. Los franquistas se ensañaron con decenas de vecinos. A medio camino entre Cuevas y Arenas de San Pedro, en la cuesta de la Parra, los acribillaron a tiros. Separaron a los varones de las mujeres y los niños y los exterminaron. Allí mismo. Más de una veintena de hombres. Al lado de la carretera, junto al muro de una finca. A otros en Venta Rasca, en las Añadillas o en los alrededores del Parador de Gredos. Los enterraron. Hay cuatro estelas que aún recuerdan a los fusilados de derechas: una entre Cuevas y Mombeltrán, otra al comienzo de la cuesta de La Parra, la tercera en el Puerto del Pico y la última entre Cuevas y Villarejo del Valle. Pero ninguna que conmemore a los que no eran de derechas. “Para ellos, el silencio”, apostilla Santos Jiménez, “porque hablar podía ser peor que la guerra. Era el miedo a la denuncia”.

Es la parte que sortean hoy quienes relativizan cuatro décadas de franquismo. Pero con esa pesada carga crecieron los hijos de Cuevas y de todos los pueblos españoles. Durante años vivieron de esa manera. Aprendiendo a temer. Al cacique, a la bandera, al caudillo, a la difamación y a sus propias ideas. En la escuela enseñaban eso. A temer. Lo cuentan las mujeres porque suelen ser ellas quienes lloran a los muertos en las guerras. Así fue también en la española.

Muchas mujeres de la posguerra fueron unas narradoras excepcionales, pero tan importante como escucharlas cuando hablaban era cuando se quedaban en silencio. Sus recuerdos son distintos a los de los hombres. Ellas son los detalles, los matices, los sentimientos. “Las aldeas que quedaron en la guerra eran femeninas porque no había hombres. O los habían matado o habían huido”, dice Aurora. Santos Jiménez narra en Covalverde el testimonio de una mujer a partir de los sufrimientos que le describió y sus vivencias. El relato eleva la temperatura ambiental ante la crueldad extrema: “Mi madre murió cuando yo era pequeña; mi padre, en los días de la huida, montó en un camión y se largó del pueblo. Me quedé sola en casa. Vino a buscarme Cuasimodo con otro hombre. Me metieron en el sótano de una casa. Allí había más mujeres. El tabuco se había convertido en cárcel. El habitáculo era tan pequeño que el olor de nuestros excrementos lo llenaba por completo. Por la noche venía algún vecino, convertido en verdugo, y violaba a la mujer que le apetecía”. Aquello pudo ser peor que el frente de guerra.

Entonces, se hace un silencio indómito en casa de Santos porque aquel episodio está clavado en la memoria del pueblo. Fue un lugar temible que pocos se atreven a contar. Aurora escarba en los recuerdos más turbios de Cuevas y exclama. “Las autoridades franquistas solo tenían que atravesar la estrecha calle. Estaba en frente de la sede donde se reunían, en un sótano de las Juventudes de Acción Popular y falangistas que sólo tenía un pequeño ventanuco con rejas que aún se conserva”, relata. Otra herida de la guerra, otra lección para las mujeres. Tenían que aprender a ser cariñosas, débiles y delicadas. A ellas les daba miedo pronunciar en voz alta lo que habían padecido. Es comprensible que muchas pasaran el resto de sus días sin hablar. Tan solo miraban el escenario del mundo.

No se sabe con exactitud cuántas fueron sometidas a semejante brutalidad durante tantos años pero ese pavor se extendió por el pueblo y tuvo consecuencias en el resto de la población, como otra tortura añadida. Sin embargo, en ese desconocimiento de la vida no murió la valentía. “Recuerdo cuando presentamos el libro Al Sur de Gredos en Cuevas con Enrique Guerra. Al terminar, fui a casa de mi madre y la encontré sentada en una silla, encogida sobre sí misma, aterrada. Al verme entrar por la puerta, se levantó emocionada y exclamó: ¡Hija! Y me abrazó”, rememora Aurora Fernández.

La vida se construye de las voces de la calle, de lo que uno escucha en su infancia, en casa, en la taberna y en los caminos. Casi al final de Covalverde, Santos Jiménez escribe: “No, los vecinos no vimos alejarse la guerra mientras nos sacudíamos sus restos para volver a convivir. La guerra se metió dentro de nosotros y tardaríamos muchos tiempo en desprendernos de las vísceras de centinelas, de verdugos, de víctimas, de torturados, de prostituidas y de toda la podredumbre que rebosan las contiendas. Fango pringoso que enturbia la memoria”.

Hoy se preparan en Cuevas para hacer un homenaje a todos, quizá un día pongan el nombre de Francisco Fernández en una estela de madera cerca de la tumba de su padre. Sería el pequeño consuelo de saber dónde están los muertos y convertirlo en un lugar de memoria. Una forma de cerrar el luto. Quedan por identificar varias decenas de ellos.


Fuente → ctxt.es

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