En ese feliz espacio de radio denominado El Ágora de Hora 25, José Manuel García-Margallo, ex ministro del gobierno y simpático perfil del Partido Popular, suele recurrir con frecuencia a una supuesta afirmación de Manuel Azaña:
“La República será de izquierdas o no será”. No sabemos si es taimada
intención del ex ministro nimbar de cierto aire intransigente a Azaña, o
es que él mismo resulta traicionado por su natural tendencia al no ser
capaz de identificar la verdadera democracia con los intereses de clase.
Como quiera que no son pocas las tergiversaciones atribuidas al último
presidente de la República, quien suscribe estas líneas confiesa
soportar cada lunes con mayor dificultad la curiosidad.
“La República será democrática o no será”
diría (en público) y escribiría Manuel Azaña desde 1920. Azaña se
posicionaba, claro, en sintonía con los anhelados valores republicanos
(léase democráticos), frente a una hasta ahora imperante aristocracia
dictatorial y antinacional que, temiendo el fin de sus seculares
privilegios, buscaría asaltar la naciente democracia española desde el
primer dia. Ilustra un conservador honesto como Miguel Maura, hijo de don Antonio, en su indispensable Así cayó Alfonso XIII:
“Desde el día siguiente al 14 de abril, un puñado de monárquicos
exaltados traman la conspiración armada contra la República, que
cristaliza, primero, en el 10 de agosto del 32, y luego en el alzamiento
del 36. No se dan reposo en su labor. Ponen en ella cuanto tienen,
según nos lo refieren con minucioso detalle en varias obras, pero,
singularmente, en ese ingente mamotreto que lleva por título Historia de
la Cruzada (…) Así son y así serán, quizá siempre, las derechas
españolas. Su clima ideal fue siempre la dictadura. Un contratista de su
tranquilidad, que les garantice, sin el menor esfuerzo por su parte, el
uso y, sobre todo, el abuso de sus privilegios ancestrales, desterrados
ya del mundo civilizado”.
Sin duda
García-Margallo no desconoce que las más trascendentales cuestiones del
primer bienio republicano (Laicidad del Estado, Reforma de la Tierra,
Ejército y Autonomías) fueron abordadas antes de octubre de 1931, o, lo
que es lo mismo, derivan de un Gobierno de Concentración nacional que jamás hubiera podido ser denominado de izquierdas. El problema de la República, ironizaba Azaña, es que muchos aspiraban a una “República de mentirijillas que consistía en quitar a Alfonso XIII
para poner a otro señor con sombrero flexible y un poco menos bien
vestido que el rey. Y que íbamos a las mismas oligarquías gobernantes,
mismos caciques (…) y misma red opresora para el pueblo español”. Como
es sabido, maravilla de la democracia, el país comenzó a construirse sin
la tutela de sus tradicionales grupos rectores. Reforma militar, separación Iglesia-Estado, relaciones laborales, cuestión territorial, reforma agraria, derechos de la mujer, educación laica... Una
cosa era consentir el advenimiento de un escenario republicano; otra
muy distinta que estos advenedizos representantes del pensamiento
republicano, lejos de pervertirse como de costumbre desde 1833,
pretendieran transformar de raíz el país en detrimento de sus
tradicionales castas dirigentes. A partir del “No es esto” sin justificar de Ortega, la renovada erección del siniestro coloso goyesco. Alcalá Zamora, deseando entregar el poder a una derecha republicana y liberal, nunca la encontraría. En La Pobleta, Martínez Barrio confesaría a Azaña los deseos de don Niceto: “Quería gobernar la República con una izquierda
–cursivas nuestras– formada por el Partido Radical, una derecha
dirigida por amigos suyos, interinamente, hasta que pudiera dirigirla él
en persona, y una especie de “oposición de S.M.”, representada por el
Partido Socialista”.
Para desgracia de la República, el confort de corruptos como Lerroux no pasaba sino por seguir amortizando su acceso al gobierno descansando en un Gil Robles
que, financiado por los monárquicos, y regresando eufórico del congreso
nazi de Núremberg, continuó negándose a jurar lealtad alguna a la
República. ¿Podía tolerar la recién nacida democracia española el acceso
al gobierno de una CEDA cuyo líder había apelado a la guerra civil
desde 1931 (Plaza de Toros de Ledesma) y venía de exhortar a hacer desaparecer el Parlamento (sic) a finales de 1933? También en Europa el fascismo se estaba imponiendo por vía parlamentaria. Como recuerda Gabriel Jackson en vísperas de Octubre del 34: “Todos los dirigentes moderados de los partidos como Azaña, Martínez Barrio, Sánchez Román o Miguel Maura,
advirtieron al presidente de la República que no permitiera la entrada
de la CEDA en el Gobierno, y todos ellos rompieron públicamente con él
cuando anunció que Lerroux formaría un Gabinete con tres ministros de la
CEDA”. ¿Son estos ilustres españoles, revolucionarios izquierdistas a ojos de García-Margallo? Junto a ellos, otras connotadas voces moderadas –recordemos, por ejemplo, a Ossorio y Gallardo, Ricardo Samper y hasta cedistas democráticos como Giménez Fernández y Luis Lucia– condenarían el Golpe fascista el 18 de julio. ¿Revolución comunista? Hasta el propio Gil Robles desmentiría la patraña en sus escritos (No fue posible la Paz). De igual modo, e incluso justificando el Golpe en clave preventiva, vino a reconocerlo, es algo que le honra, Luis María Anson:
“Cuando las derechas [liberales] se sumaron a la República, estaba
claro que solo se podía restaurar la Monarquía a través de un golpe de
Estado” escribe en Don Juan.
En mi libro España, la historia de un país por resolver,
procuro explicar la realidad de un honrado y valiente republicanismo
español aún hoy descalificado por el relato franquista; tarea imposible
de plasmar en un artículo. Digamos, cuando menos, que se trataba, como
ya habían advertido con carácter previo Azaña, Domingo o Casares Quiroga por carta a Alcalá Zamora,
de reclamar la formación de gobiernos que ofrecieran “la seguridad de
que el rumbo de la República no iba a desviarse peligrosamente”. En
efecto, las derechas no se escondían en su intento de “subvertir la
naturaleza progresista de la República (…) para imponer una política
estrecha de clase”. ¿Acaso podía ser otro su objetivo? Lo resume Ramón
Tamames en alusión a Calvo Sotelo: los católico-monárquicos comprendían bien que mediante un sufragio universal sin adulterar, la (democrática) revolución española era, en efecto, incontenible.
"No queremos innovaciones peligrosas. Necesitamos paz y orden. Nosotros somos moderados" insistía Manuel Azaña a Paris Soir
tras el triunfo del Frente Popular en 1936. Azaña era preciso en sus
palabras; él y su gobierno no eran sino reformistas, pero resultaba
sencillamente imposible, ya en 1931, ya en 1936, para esta burguesía no
rupturista pero sí valiente y honesta, abordar una tarea política que
implicaba una transformación del país nunca antes conocida. Para el
norteamericano Louis Fischer, periodista de la época, el proceso
más interesante era, en efecto, “la emergencia de la nación española”.
En toda Europa la burguesía ya había desempeñado dicha transformación en
beneficio propio, de la nación y hasta de las masas. España, huérfana
de renacimiento, de reforma, de ilustración, de revolución burguesa;
España subyugada aún a sus castas rectoras; no emancipada siquiera de su
espiritual tutela, necesitaba una transformación estructural reprimida
durante cinco siglos; revolucionaria, a fin de cuentas, por muy moderado
y reformista que se fuera. La definitiva emergencia de la nación
española sólo podía ser, en efecto, interventora y reguladora de sus castas estamentales o no sería.
Quienes asaltan, en fin, el Estado en 1936 son los mismos que ostentan el poder durante la dictadura con Alfonso XIII.
A partir del fallido Golpe de 1932, la política nacional asistía a la
provocada instauración de un clima de alarma cuyo objetivo último no
buscaría sino justificar y legitimar el definitivo asalto a la recién
nacida democracia española. En efecto, el alzamiento fascista comenzó a
gestarse desde el mismo advenimiento de la República. Defensores de la
antigua dictadura como Pedro Sainz Rodríguez, Calvo Sotelo, Antonio Goicoechea, el propio Alfonso XIII, Eugenio Vegas Latapié (futuro preceptor del rey Juan Carlos I), Ángel Herrera, Juan March, Primo de Rivera, Luca de Tena, Fal Conde
y tantos otros, protagonizan, junto a elementos de la alta jerarquía
eclesiástica y el generalato africanista, la trama golpista que Hitler y Mussolini convertirían en gran guerra internacional.
“En la España de la Guerra civil –escribe Paul Preston– no
había lugar para Azaña, hombre de paz al que repugnaba la violencia. La
derecha nunca quiso perdonarle que hubiese proporcionado el plan de la
reforma y modernización del país”.
No fue la
República quien se inventó las cuestiones militar, religiosa, agraria o
territorial. Los problemas fundamentales de España jamás habían sido
tratados antes. Lejos de seguir siendo ignorados, todos ellos fueron,
por vez primera, abordados con verdadero propósito de enmienda. No podía ser. Por moderadas que resultaran todas aquellas políticas, no habían de tolerarse. En palabras de Josep Fontana, “la Guerra Civil española no se hizo ni contra los desmanes del Frente Popular, ni contra la inexistente amenaza del comunismo,
sino contra el programa de reformas de unos republicanos moderados que
no amenazaban más que los privilegios injustos de unas clases dominantes
que obstaculizaban el progreso del país”.
Ocho años después del advenimiento de la República –cinco, si se
quiere–, el pueblo español recobraba su dictadura.
“A
lo único que aspiro es a que queden unos cientos de personas en el
mundo que den fe de que yo no fui un bandido” le diría Azaña al pintor y
escultor Francisco Galicia antes de morir. Las Obras Completas
del último presidente de la República (Reedición actualizada de Santos
Juliá/2008) nos permiten conocer al detalle su obra y pensamiento. Pero
no seríamos capaces de no reconocer aquí nuestras limitaciones. Es
posible que la expresión tan manida por el ex ministro se nos haya
pasado por alto. Como quiera que la diferencia entre “La República será
de izquierdas o no será” y “La República será democrática o no será” es
más que sustantiva, sería de agradecer que la próxima vez, García-Margallo
precisará el escrito, negro sobre blanco, al que reiteradamente alude.
No querríamos pensar que acostumbra a falsear el pasado, de mala fe,
acostumbrado acaso a disertar en auditorios más embrutecidos.
Fuente → materiacritica.blogspot.com
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