Entre 1931 y 1936, el quinquenio de la Segunda República, el cine español estuvo marcado por una gran aceptación popular del séptimo arte, por la censura y por lo que se consideró su edad de oro, entre 1935 y 1936. Lamentablemente este periodo duró muy muy poco, interrumpido por el arranque de la Guerra Civil. Así lo explicó Santiago de Pablo en el VI Coloquio sobre el 90º aniversario de la Segunda República celebrado en Valladolid.
La República no fue la causante de la contienda, sino su víctima. Podría decirse que por partida doble. El régimen republicano fue desmantelado y sus integrantes perseguidos y, además, toda la cultura se contrajo, afectada por los efectos devastadores de la violencia bélica y, por supuesto, de la apuesta por un modelo de estado ultraconservador y nacionalcatólico.
Comedias y Guerra Civil
El cine siguió siendo un gran atractivo para el gran público como elemento de evasión, aunque marcado por la escasez de medios y por las políticas oficiales, mucho más activas en su defensa, garantía y promoción pero también en su vigilancia ideológica. A pesar de que el franquismo pretendió constituir un cine patriótico y nacional, los grandes éxitos volvieron a ser las comedias, frente a los dramas belicistas que retrataban la cruzada española y que mostraban los horrores del bando rojo…
Las películas del periodo fueron evolucionando a medida que la sociedad fue alejándose del trauma de la contienda. Pero, con todo, una obsesión del régimen fue mantener viva la memoria de la Guerra Civil. Por eso las cintas que retrataban dicho periodo acapararon una atención muy especial.
No consuma noticias, entiéndalas.
Ahora bien, ¿qué fue de la memoria de la República? Se la demonizó, se la culpó de todos los males del país, se la responsabilizó de las causas, origen y los horrores sufridos. La cinematografía solo reforzaría dicho imaginario.
Dos películas cimentaron esta historia oficial: Rojo y negro (1942, Carlos Arévalo) que, aunque no tuvo la incidencia ni el éxito de la siguiente, sí repudiaba a la democracia como sistema de gobierno (en una imagen muy alegórica en la que los parlamentarios aparecen con los ojos vendados); y Raza (1941, José Luis Sáez de Heredia), con guion escrito por Franco (bajo seudónimo).
A estas realizaciones, en las que la época republicana se presentaba como un periodo de horrores y de caos, se le sumarían otras como Sin novedad en el Alcázar (1940, Augusto Genina), Porque te vi llorar (1941, Juan de Orduña), Boda en el infierno (1942, Antonio Román) y El santuario no se rinde (1949, Arturo Ruiz Castillo). La visión de este cine nunca fue la reconciliación de los dos bandos enfrentados, sino la demonización del enemigo, los rojos.
En este periodo, excepcionalmente, apareció una película ambientada en 1935, Fortunato (1942, Fernando Delgado). Lejos de reflejar las penurias sociales republicanas, mostraba las de la posguerra, aunque la censura se cuidaría mucho de enfatizar que la película se contextualizaba antes del glorioso alzamiento. Iba a quedar claro que no solo se iba a culpar a la Segunda República de los males que trajo consigo y que justificaban la sublevación militar, sino que se la iba a caracterizar como un periodo difuso, muy negativo y causante de la guerra.
El miedo a la república roja
Los años 50 vinieron marcados por el fervor anticomunista. El régimen de Franco vio en ello una oportunidad para salir de su aislamiento internacional, enfatizando aún más los tópicos de una república roja, como en Lo que nunca muere (1954, Julio Salvador), caracterizando de nuevo un contexto republicano (aunque sin ocupar mucho metraje) marcado por el desorden, la miseria y la irresponsabilidad de los gobiernos liberales.
En la década siguiente sí se dejaron entrever matizaciones. Por ejemplo, en Mi calle (1960, Edgar Neville) se presenta (muy brevemente) por primera vez cómo el advenimiento de la República fue recibido con entusiasmo, hasta que se desvela su verdadero rostro perturbador y revolucionario. Las películas que siguieron continuaron en la misma línea discursiva, reforzando el mito estigmatizador.
En las primeras escenas de La paz empieza nunca (1960, León Klimonsky) se refuerza la leyenda negra antirrepublicana, un marco que se puede sintetizar en violencia del Frente Popular, quema de iglesias, desórdenes, comunistas maliciosos, etc. Un contexto que vendría a ser descrito del mismo modo en Un puente sobre el tiempo (1964, José Luis Merino), aunque esta vez sirviéndose de un homenaje a los alféreces provisionales para conmemorar veinticinco años de paz. Y se califica a la República despectivamente como “una fiesta de verbena” que traería acompañada toda una suerte de males sociales: desde enfrentamientos, muertos y ataques a edificios religiosos, hasta leyes en favor del divorcio y políticas laicistas.
Un año más tarde se rodaría Las últimas horas (1965, Santos Alcocer), una mirada a lo que fueron los momentos previos a la instauración de la República tras las elecciones municipales del 12 de abril. La realización, de escasos méritos cinematográficos, redime la figura de Alfonso XIII, al mostrarlo como un monarca fiel a su pueblo que se marcha para evitar “una revolución sangrienta”. Asimismo, destaca cómo los ingenuos e incautos buenos republicanos acabaron siendo presa fácil de los extremistas de turno.
Últimos años del franquismo
Los años finales de la dictadura trajeron consigo filmes como Tristana (1970, Luis Buñuel) o Varietés (1971, Juan Antonio Bardem), ambientados en los años 30 pero sin alusión clara o manifiesta a la República. Únicamente se puede destacar La montaña rebelde (1971, Ramón Torrado), en donde, tratando poco el contexto prebélico, aparece la figura de un republicano bueno.
En suma, el cine franquista descargaría en la Segunda República y sus violencias la culpabilidad de la guerra, estableciendo en ello su mito fundador.
Fuente → theconversation.com
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