Hace sesenta años, en abril-mayo de 1962, una huelga en las cuencas mineras de Asturias, que se extendió a otros sectores de la economía española, supuso el mayor desafío a la dictadura franquista desde el final de la Guerra Civil. Conocida a menudo como la Huelga del Silencio por su carácter pacífico y no violento, la huelga condujo a la imposición del Estado de Excepción en las provincias de Asturias, Guipuzkoa y Bizkaia y desafió la capacidad del régimen para controlar a la clase obrera a través de la Organización Sindical Española (O.S.E.), el Sindicato Vertical estatal establecido tras la Guerra Civil.
La huelga de los mineros asturianos de 1962 puede considerarse el presagio de las reivindicaciones que marcarían los últimos años de la dictadura. Con motivo del 1 de mayo, Día Internacional de los Trabajadores, publicamos este artículo para resaltar la importancia de la lucha de los mineros asturianos y sus familias, así como la de los trabajadores de otras partes de España que arriesgaron su sustento y su vida enfrentándose a las políticas laborales represivas del régimen de Franco.
En el período inmediatamente posterior a la Guerra Civil, los mineros asturianos –conocidos por la Revolución de Asturias en octubre de 1934– no constituyeron una fuente importante de oposición a la dictadura. Asturias había sido la última de las provincias costeras del norte en caer en manos de los ejércitos franquistas en 1937 y los mineros fueron objeto de una feroz represión. Según Rubén Vega, el principal historiador del movimiento obrero asturiano, 410 mineros fueron ejecutados tras un consejo de guerra [y al menos 368 fueron asesinados extrajudicialmente. (Ruben Vega García et al, El Movimiento Obrero en Asturias Durante el Franquismo, 1937-1977, p. 54.) [Más información sobre los consejos de guerra aquí]
Aunque los mineros estaban exentos del servicio militar después de la guerra, la minería no era una ocupación atractiva: era extremadamente peligrosa y muy insalubre. Según Vega, murió una media de 85 trabajadores al año en accidentes mineros en Asturias en las décadas de 1940 y 1950 (la mano de obra minera total en la provincia era de 30.000 en 1950 y 49.000 en 1958). Los mineros también sufrían una alta incidencia de silicosis y otras enfermedades profesionales (Vega p. 55).
En los años sesenta, Asturias producía alrededor del setenta por ciento del carbón español. Esta industria, centrada en Langreo y Mieres, las principales ciudades de los valles de los ríos Nalón y Caudal respectivamente, dominaba la economía y la sociedad local. Aunque las minas eran propiedad de 72 empresas, diecisiete de ellas controlaban la industria: daban empleo al 93% de los trabajadores y producían el 90% del carbón asturiano. Hasta finales de la década de 1950, la minería del carbón estuvo protegida de la competencia extranjera por la política franquista de autarquía, pero el Plan de Estabilización de 1959, que abrió la economía española a las importaciones, provocó una grave crisis en la industria, ya que el carbón asturiano se vio obligado a competir con importaciones más baratas.
En Asturias, como en toda España, el Plan de Estabilización provocó una recesión económica y una inflación que redujo los salarios reales de los trabajadores. El regreso de los mineros que habían emigrado a Europa Occidental, especialmente a Bélgica y Luxemburgo también influyó en el ambiente de las comunidades mineras. Al trabajar en el extranjero, no sólo habían experimentado mejores condiciones de trabajo y de vida, sino que habían sido testigos de la libertad de los trabajadores para organizarse y hacer huelga.
En cambio, en España las huelgas eran ilegales y hasta 1958 los salarios se imponían por decreto gubernamental. Aunque la Ley de Convenios Colectivos Sindicales de 1958 permitía la negociación colectiva a nivel de fábrica, municipal o estatal, ésta debía realizarse dentro de la estructura de la O.S.E. y todos los convenios debían ser aprobados por el Ministerio de Trabajo. En 1960, un decreto del gobierno dictaminó que las huelgas que se consideraran con motivación política o que representaran una grave amenaza para el orden público constituían rebelión military estaban sujetas a la jurisdicción militar.
Los acontecimientos en las cuencas mineras a finales de los años 50 deberían haber alertado al régimen de Franco del creciente descontento. Una huelga en la mina de La Camocha, cerca de Gijón, en enero de 1957, en la que los mineros ocuparon la mina durante nueve días, tuvo como resultado la mejora de las condiciones y de los salarios. Otra huelga centrada en el valle del Nalón, en marzo de 1958, provocó la declaración del estado de excepción y el despido de 200 trabajadores: se llamó a filas a los mineros en edad militar y 32 trabajadores acusados de pertenecer al Partido Comunista Español (P.C.E.) fueron condenados a penas de prisión de entre dos y veinte años (Vega p. 272).
Las huelgas de 1962 comenzaron el 7 de abril en la mina Nicolasa de Mieres, tras una protesta por las condiciones de trabajo. El pozo Nicolasa era uno de los más grandes, con 2.000 mineros. La huelga se extendió rápidamente a otras minas del valle del Caudal. La tercera semana de abril, los mineros del valle del Nalón se unieron a la huelga, Sus reivindicaciones incluían ya la libertad de organización y la indemnización de los trabajadores afectados de silicosis.
La respuesta del gobierno era previsible: arrestaron a los mineros y, en algunos casos, a sus familiares, torturaron a los presos, y hubo presencia intimidatoria de la Policía Armada y la Guardia Civil en las calles de los pueblos mineros y las principales ciudades. Unos 400 mineros fueron detenidos y muchos otros deportados a otras partes del país. (Vega p. 282)
La lucha se prolongó durante dos meses gracias a la solidaridad y la estrecha unión de las comunidades de los valles mineros. Las mujeres tuvieron un papel importante en la distribución clandestina de folletos para difundir la huelga y fomentar la solidaridad con la causa de los mineros. Los economatos laborales de las empresas se cerraron en cuanto estalló la huelga, y las familias se vieron obligadas a depender de pequeños comerciantes que les fiaban y de grupos de la iglesia católica que organizaban comedores sociales.
Durante el mes de abril, un completo silencio mediático acompañó a la represión. A pesar de ello, la huelga en solidaridad con Asturias se extendió más allá de sus cuencas mineras: a las minas de León, las de Río Tinto en Huelva, la industria siderúrgica en Asturias y las grandes obras de ingeniería en el valle del río Nervión alrededor de Bilbao. La declaración del estado de excepción en las provincias de Asturias, Bizkaia y Gipuzkoa el 4 de mayo, para hacer frente a lo que se calificó como anormalidades laborales, tuvo poco efecto. En la segunda quincena de mayo, unos 300.000 trabajadores estaban en huelga en todo el país, afectando a las fábricas de un total de 28 provincias, incluida Barcelona, donde la producción se había detenido en la mayoría de las plantas de producción y fábricas textiles de la provincia.
Mientras tanto, el 6 de mayo, un manifiesto firmado por 171 destacados intelectuales españoles –entre los que se encontraban Ramón Menéndez Pidal, Josep Fontana, Juan y Luis Goytisolo, José Bergamín, Salvador Espriu y Alfonso Sastre– reclamaba el establecimiento de la libertad de información y el derecho a la huelga de los trabajadores. [Lea el manifiesto de 1962 aquí, con otras adhesiones, preservado por la Fundación Juan Muñiz Zapico]
De forma extraordinaria, el régimen se vio obligado a negociar con los dirigentes mineros: el 15 de mayo un ministro del gobierno, José Solís Ruiz, que, como Secretario General del Movimiento, era responsable de la O.S.E., viajó a Gijón para mantener conversaciones con una comisión de representantes mineros reunida a toda prisa. Fue la única ocasión durante el régimen de Franco en la que el gobierno se vio obligado a negociar directamente con los dirigentes obreros. Los trabajadores de la construcción de Gijón saludaron la llegada de Solís sumándose a la huelga.
Incluso después de que Solís accediera a un acuerdo sobre el aumento de los salarios y la mejora de las condiciones de trabajo –que se publicó en el Boletín Oficial del Estado el 24 de mayo–, la huelga continuó hasta que los mineros detenidos fueron liberados y los trabajadores deportados pudieron regresar a la provincia.
Para entonces otros grupos se habían unido a las protestas: a finales de mayo hubo manifestaciones estudiantiles en Madrid y Barcelona. Los manifestantes coreaban «¡Franco no! Asturias Sí!» y cantaban canciones como Hay una Luz en Asturias que ilumina toda España y Asturias patria querida. (Vega, pp 282-3)
A la vuelta al trabajo de los mineros entre el 4 y el 7 de junio siguió el fin de las demás huelgas. Sin embargo, hubo, quizás inevitablemente, una secuela de las huelgas asturianas de abril-mayo. En agosto estalló una segunda ronda de huelgas por la victimización de algunos mineros y el incumplimiento de los acuerdos que habían puesto fin al conflicto anterior. Los valles del Caudal y del Nalón se paralizaron rápidamente. Esta vez, sin embargo, la policía y la patronal habían confeccionado una lista negra de trabajadores: 126 fueron deportados a otras provincias y muchos otros fueron despedidos. Las huelgas no tardaron en fracasar, en parte porque muchos mineros y sus familias no disponían de recursos para resistir tras el paro de dos meses a principios de año. (Vega, pp. 282-90)
Como era habitual, el régimen culpó de las huelgas a los activistas comunistas, especialmente a los de otros países. El 27 de mayo, en el monte Garabitas, un campo de batalla de la Guerra Civil en las afueras de Madrid, Franco se dirigió a la Hermandad de Alfereces Provisionales –una organización de veteranos de guerra falangistas. Afirmó que seguía librándose la Guerra Civil, desestimó las huelgas como algo sin importancia y atacó a enemigos sin nombre por aprovecharse de la situación. Unos meses más tarde dijo al corresponsal del New York Times, Benjamin Welles,
Los agitadores italianos y otros extranjeros entraron en España provistos de fondos, pero escaparon antes de que nuestra policía pudiera ponerles las manos encima.
Benjamin Welles, España: The Gentle Anarchy, 1965, p. 130.
Aunque el conflicto inicial en el pozo Nicolasa pudiera verse como improvisado, los miembros de varios grupos de la oposición clandestina desempeñaron un papel importante en la difusión de la huelga, tanto en Asturias como en otros lugares. Además del Partido Comunista de España (PCE), entre ellos hubo activistas de la socialista Unión General de Trabajadores (UGT) y miembros de grupos eclesiásticos, especialmente de la Juventud Obrera Cristiana (JOC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC). Los informes policiales sugieren que el gobierno estaba alarmado particularmente por las acciones de los activistas católicos. Aunque el obispo de Oviedo, Segundo García Sierra, se mostró hostil a las huelgas y trasladó a activistas de la JOC de las cuencas mineras a zonas rurales, los informes policiales identificaron a numerosos sacerdotes, especialmente en las provincias vascas, cuyos sermones indicaban apoyo a la causa de los huelguistas. (Vega, p. 285).
Los acontecimientos de abril-mayo de 1962 habían planteado, sin embargo, serios interrogantes para el futuro de la dictadura franquista. Se humilló al régimen: un ministro del gobierno se había visto obligado a viajar a Gijón para negociar directamente con los líderes mineros a pesar de que, siendo las huelgas ilegales, eran –según las leyes del propio régimen– delincuentes. La publicación del acuerdo alcanzado por Solís mientras las huelgas continuaban fue otra humillación. Claramente, era un indicio del fracaso del sistema franquista en la gestión de conflictos laborales con los métodos habituales de represión sindical y policial controlada por el Estado. También quedaba subrayado que, al ser las huelgas ilegales, cualquier huelga se iba a convertir automáticamente en una cuestión política que implicaba al gobierno.
La difusión de las huelgas y protestas durante el mes de abril, a pesar del silencio de los medios de comunicación españoles y de la cobertura fuertemente distorsionada tras la declaración del estado de excepción, puso en duda la eficacia del sistema de censura de prensa. Esta sufrió cambios en 1966, cuando la Ley de Prensa e Imprenta de Fraga Iribarne suprimió de antemano la censura, pero sometió a la prensa a severas sanciones por infringir las mal definidas normas de publicación. La fuente de información más importante sobre las huelgas era Radio España Independiente, la emisora del Partido Comunista con sede en Bucarest. Conocida por el público como «La Pirenaica», sus reportajes se escuchaban ampliamente en todo el país. El análisis de registros policiales realizado por Rubén Vega destaca la exactitud de los informes sobre La Pirenaica, lo que debió alarmar aun más a las autoridades (Vega, p 284).
El conflicto de Asturias, en particular, y la ola de huelgas, en general, perjudicaron gravemente al régimen de Franco en el exterior, en un momento en el que intentaba presentar una imagen de administración civil conservadora que gobernaba una sociedad pacífica en proceso de modernización. En febrero de 1962, el gobierno español había solicitado oficialmente la apertura de las negociaciones para ingresar en la Comunidad Económica Europea. Por la naturaleza del régimen de Franco, era probable que no se hubiera conseguido, pero los acontecimientos de abril-mayo de 1962 recordaron a los gobiernos y a la opinión pública de Europa Occidental los orígenes fascistas del régimen de Franco y la naturaleza represiva de la dictadura. Las manifestaciones de solidaridad con los mineros estallaron en varias capitales de Europa Occidental y en Estados Unidos, mientras los movimientos obreros de fuera de España llamaron la atención sobre la falta de sindicatos independientes y la ilegalidad de las huelgas.
La lista completa de los mineros detenidos, despedidos y/o exiliados de Asturias en 1962 puede consultarse en el Apéndice de Rubén Vega García, Las Huelgas de 1962 en Asturias (2002).
Los dos documentales siguientes serán de interés para quienes nos leen:
Aquí puede escucharse la canción Hay una lumbre en Asturias, interpretada por su autor Chicho Sánchez Ferlosio.
Es parte del documental Si me borrara el viento lo que yo canto, de David Trueba de 1982 [Disponible aquí]
Traducción realizada con la versión gratuita del traductor DeepL y revisión de Concha Catalan
Fuente → ihr.world
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