¿Debemos llamar fascismo al fascismo?

"La pregunta no es si existe la alerta antifascista: existe, vaya si existe", escribe Pablo Batalla
¿Debemos llamar fascismo al fascismo?
Miquel Ramos

«¿No están hartos en la bancada de la izquierda de decir que viene la ultraderecha?». La pregunta que así se hacía hace días Gabriel Rufián entronca con otra que forma parte de los debates recurrentes de la izquierda en los últimos años. ¿Funciona la alerta antifascista? Respuesta obvia: no. Un no que escribimos mientras conocemos que, según las últimas encuestas, la segunda vuelta de las presidenciales francesas sería hoy Le Pen contra Macron, y que la primera come cada vez más terreno al segundo, que gana ya por los pelos.

En los últimos años, hemos desempolvado al katejón de Schmitt, confiriéndole sentido antifascista: «lo que contiene [la llegada del Anticristo]», que en esta segunda vuelta hipotética sería Macron. Tal vez deberíamos buscar un palabro para «lo que desatasca», que en Francia está siendo Zemmour: el nazi con balcones a la calle que hace que lo un poco menos nazi parezca normal.

La pregunta no es si existe la alerta antifascista: existe, vaya si existe, y nos advierte sobre movimientos que cumplen puntillosamente todos y cada uno de los catorce síntomas del fascismo eterno trazados por Umberto Eco. La pregunta es si funciona. Y concluir que no da lugar a otra: ¿por qué no funciona? ¿Por qué no lo hace la evidencia de que nos encaminamos, como por una pendiente resbaladiza, hacia una resurrección de ave fénix de la cosmovisión (porque el fascismo no es una ideología: es una cosmovisión) que provocó hace un siglo el mayor horror que haya conocido la historia; horror con el que todos estamos perfectamente familiarizados? Podemos responder con otra pregunta: ¿y si esa cosmovisión ya hubiese anidado en nosotros; y si buceásemos en ella como el pez por el agua de la cual no tiene noticia o lo respirásemos como un aire progresiva, inadvertidamente contaminado?

Sabemos por la historia que el fascismo es algo así como un agujero negro; un vórtice (vorticismo se llamaba el movimiento prefascista de Wyndham Lewis) que absorbe todo lo que hay a su alrededor. Lo que tiene cerca cae hacia él más abrupta y rápidamente; lo que tiene más lejos puede resistir la caída, pero no deja de inclinarse en algún grado. El triunfo del fascismo histórico consistió también en la fascistización de la derecha tradicional, la de una parte de la izquierda y el insuficiente antifascismo de sectores y personalidades que no se fascistizaron, pero en la hora clave no opusieron resistencia.

Y fue preparado por todo un clima cultural previo que facilitaba su germinación; cuya fascinación literaria, artística, etcétera, por los matadores de dragones y los cirujanos de hierro y fue confiriendo silueta de esvástica a una ventana Overton por la que el fascismo acabó penetrando sin dificultad. No la encontró la marcha sobre Roma; «esa expedición grotesca», escribe Sternhell, en la que un puñado de hombres «escasamente equipados, mal alimentados, chapoteando en el barro bajo la lluvia torrencial», que no tenían opción de vencer «frente a las fuerzas del orden bien organizadas y bien encuadradas a las órdenes de mandos expertos», vencieron porque no encontraron a nadie o casi nadie dispuesto a resistir, como no lo encontró Hitler en 1933. 

El advenimiento del fascismo se pareció, como se parece hoy, a aquel juego infantil con los dedos de la mano: este puso un huevo, este lo coció, este lo peló… Hace una centuria, pusieron, cocieron y pelaron el huevo fascista desde la izquierda revolucionaria que, rechazando a los nazis, entendía que su advenimiento aceleraría las contradicciones del capitalismo y abriría el butrón por el que se colase la insurrección proletaria definitiva hasta el Benedetto Croce que, confiando en la fortaleza de la democracia liberal, consideró que la entrada en el parlamento culminaría la evolución hacia la cordura y la normalización del Partido Nacional Fascista y lo convertiría en una fuerza renovadora y positiva, y el 26 de junio de 1924 votó como senador una moción de confianza a su gobierno.

También hoy está el aire envenenado de fascismo cultural de maneras inadvertidas, que quizá resulten a los historiadores del futuro lo evidentes que no resultan hoy a quienes lo respiramos y lo exhalamos sin darnos cuenta, y nos hagan no tomarnos la alerta en serio: libros, películas, tebeos, productos televisivos, vídeos virales en los que se subliman el socialdarwinismo contemporáneo y sus anhelos violentos, jerárquicos, de la épica cipotuda de 300 a la competición despiadada de los reality shows, pasando por las series sobre la destrucción de un mundo decadente con fuego de dragones.

No nos conmueve la alerta antifascista porque ya llevamos un pequeño fascista dentro; uno que comparte con entusiasmo el vídeo en el que una joven proclama que «España necesita un capitán» o se encoge de hombros ante la muerte espantosa de decenas de miles de seres humanos en las vallas y mares que rodean la fortaleza de un Occidente del que la decadencia vuelve a ser sentir y angustia general: «Los europeos hemos construido la Unión como un jardín a la francesa, ordenadito, bonito, cuidado, pero el resto del mundo es una jungla. Y si no queremos que la jungla se coma nuestro jardín tenemos que espabilar», decía recientemente un no fascista con distinta intención, pero las mismas palabras, que usaría un fascista.

La solución a este drama no es lanzar la voz de alerta: no dejará de absorbernos el agujero negro por más que nos alerten sobre él. Estriba únicamente en pergeñar una fuerza gravitatoria superior; un agujero blanco de seducción democrática, igualitaria, socialista, de pasiones alegres, de utopías posibles, que cautive más al cosmos; que fabrique hombres y mujeres dispuestos a detener las marchas sobre Roma del siglo XXI. Tarea, esta, bastante más difícil, desde luego, pero cuya alternativa es entregarse inermes al abismo. Rufián lo expresaba bien: se trata de ser útiles además de ser morales.


Fuente → lamarea.com

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