La memoria del miedo: los ojos de Senén
 
La memoria del miedo: los ojos de Senén
Emilio

Los ojos de Senén escudriñan la tierra con angustiosa atención, como si estuvieran escaneando el terreno que se extiende a sus pies en busca de una minúscula partícula de tiempo, un pequeño agujero por el que pueda regresar su pasado, por el que pueda liberar los recuerdos que ha reprimido durante más de seis décadas. Atiende, revisa, trata de controlar cada movimiento, se concentra, busca, persigue una astilla de aquella infancia que un día le arrebataron un grupo de pistoleros falangistas.

Los arqueólogos, arrodillados dentro de la fosa, llevan dos días recuperando los restos de su padre, de su tío y de otros tres hombres que compartieron aquel trágico destino. Trabajan con cuidado, con la delicadeza que no tuvieron los que apretaron el gatillo, los que fueron capaces de asesinar y esconder los cadáveres de sus víctimas y alargar sin fin el sufrimiento de sus familias.

Las horas y los minutos de aquel día están grabados en su memoria, con la misma precisión y plasticidad con la que la tragedia madrugó aquella mañana de 1936, en la localidad berciana de Fresnedo. “Era martes, era martes”, repite triste y mecánicamente, con los brazos apoyados sobre un andamio y los ojos clavados en aquella fosa que se tragó su niñez.

Era la mañana del 1 de septiembre de 1936. Un camión repleto de falangistas aparcó a la entrada del pueblo. “Aquella mañana madrugaron –recuerda-. Tardaron cinco horas en arruinarnos la vida”. Requeridos por el cura del pueblo los falangistas buscaban un arsenal de armas de los guerrilleros que no encontraron. “Registraron el pueblo de arriba a abajo. Y cuando vieron que no había nada se llevaron a mi padre, a mi tío y a otros tres vecinos; todos militantes o simpatizantes de partidos progresistas”. Cuando los subieron a la camioneta y se puso en marcha Senén echó a correr con todas sus fuerzas, tratando de rescatar al padre de una muerte segura. Corrió y corrió con todas sus fuerzas hasta que ya no pudo más. “Se lo llevaron; nos lo quitaron para matarlo aquí y castigar a toda la familia”.

Senén García tenía en ese momento 77 años y había dedicado su vida a trabajar la mina y a cultivar algunas fincas de la familia. Durante muchas décadas no habló con nadie acerca del lugar donde descansaban los restos de su padre. Era un secreto que se susurraba en las cocinas o en la oscuridad de las alcobas. Su hija Rosa, apenas supo diez años antes dónde había muerto su abuelo. “Me decían que había muerto en la guerra, pero hasta entonces no supe nada de que lo hubieran asesinado y enterrado en una fosa, al borde de una carretera por la que paso casi todos los días”.

Cerca del kilómetro 11 de la autovía que sale de Ponferrada en dirección a Villablino había dos fosas. En ellas descansaban cinco hombres: los hermanos Pascual y Antonio García y los otros vecinos de Fresnedo; Florentino Enríquez, Santiago García Arroyo y Cesáreo Fernández. Los cinco fueron asesinados aquel primero de septiembre de 1936, después de que salieran de Fresnedo en esa camioneta que Senén no pudo alcanzar.

La carrera con la que Senén se despidió de su padre no fue el punto final de su tragedia. Cuando regresaba al pueblo vio una terrible humareda. Su casa y la de su tío estaban ardiendo. Corrió hacia allí y al llegar encontró al grupo de la falange comiéndose el jamón que unas horas antes estaba colgado en la despensa de su familia. “Vete a consolar a tu madre”, le dijeron.

Mientras los arqueólogos rescatan los restos de aquellos cinco hombres, Senén repite constantemente una frase: “Todo lo que brota, lo cortan; todo lo que brota, lo cortan”. Tiene miedo. Miedo de aquellos que le fusilaron la infancia y de que en el comienzo del siglo XXI alguien pueda llegar a la excavación y atacarle. Pero el daño ya se lo hicieron y la misma tierra con la que enterraron a su padre sale de la fosa para enterrar su miedo, para terminar con la obediencia con la que la dictadura franquista programó a la sociedad para construir la impunidad de sus crímenes, para borrar de los espacios públicos el rastro de las brutalidades que cometieron en nombre de la salvación de España.

La historia de Senén salpica el Bierzo y casi todos los rincones de la parte de la península ibérica sometida durante cuatro décadas al poder del general golpista, Francisco Franco. Cuando por casualidad, en marzo del año 2000, encontré la fosa en la que se encontraban los restos de mi abuelo, Emilio Silva Faba, asesinado en Priaranza del Bierzo el 16 de octubre de 1936, toqué casi físicamente ese miedo que me cerraba puertas por todas partes.

La primera vez fue en Villafranca del Bierzo, donde mi abuelo tenía su tienda, La Preferida, y de donde salió aquella triste y terrible noche otoñal de 1936 dentro de un camión de gaseosas Olarte. Llegué dispuesto a preguntar a todas las personas mayores que viera. Frente a la Colegiata, a unas decenas de metros de dónde durante años figuró en un monumento como libertador de la Villa el Comandante Manso, vi a un hombre leyendo el periódico, sentado en una silla, casi en el umbral de la puerta de su casa.

 
Me acerqué y comencé a conversar con él con precaución, porque no quería asustarlo. Le hablé de mi familia, de mis vínculos con aquel lugar donde ocurrió algo que más de setenta años después me hace escribir estas líneas; ese es el peso que tiene el pasado sobre el presente. Entonces el hombre, después de mirarme varias veces de a arriba abajo y considerar si yo suponía o no un peligro para él, dobló el periódico, lo dejó sobre sus piernas y me habló.

Mientras comenzaba a relatar de forma inconexa algunas de las cosas que ocurrieron en la Villa durante la ocupación franquista, me pareció ver una sombra que se desplazaba de un lado a otro por la parte interior de la puerta de su casa. Al principio no la distinguí pero luego vi perfectamente cómo desde la sombra salía una mano y lentamente se acercaba a la chaqueta del anciano para tironear de ella.

El hombre hizo caso omiso de aquella alerta. Pero entonces el antebrazo que yo podía ver se agitó con más energía, mientras él hablaba de dos hermanas a las que los falangistas les habían rapado la cabeza y las habían paseado por el pueblo llenándoles el cuerpo de aceite de ricino para que la humillación fuera mayor. Luego me contó que el muro final del parque de la herradura lo habían hecho presos políticos y que después de que lo terminaran no se les volvió a ver por allí, “así que vaya usted a saber qué fue de ellos”.

En ese momento el tirón que recibió la chaqueta de mi informante casi lo tambaleó en la silla. Al tiempo que el brazo inquisidor se movía oí un susurro. La primera vez que sonó no fui capaz de interpretarlo, pero la segunda sí. “Calla, calla, no sabes qué quiere”. Y en ese momento el brillo de unos ojos se clavó en mi mirada, sin que yo pudiera distinguir el rostro de la mujer que logró poner fin a esa conversación.

 
La represión en el Bierzo fue especialmente dura y unilateral; cientos de civiles fueron asesinados, expoliados y hechos desaparecer. Mi padre recuerda que a principios del verano de 1936 apareció un cadáver en las inmediaciones de Pereje. Estaba bien vestido y boca abajo. Los dos primeros días nadie se atrevió a tocarlo y a darle la vuelta para tratar de averiguar quién era. Pero pasados dos días, cuando se convirtió en un problemas de salud pública se reunieron varios vecinos y decidieron enterrarlo.

Por la noche, para no ser vistos por quienes pudieran haberlo asesinado, se acercaron con un carro hasta el lugar en el que se encontraba. Cuando giraron el cuerpo del asesinado y le iluminaron el rostro nadie lo reconoció. Le registraron los bolsillos por si podían encontrar alguna pista, pero los tenía completamente vacíos. Así que lo trasladaron hasta el cementerio y en un osario lo enterraron esa madrugada. Nadie lo reclamó jamás, ni lo ha hecho todavía, pero el pueblo entendió perfectamente el mensaje que acompañaba al cadáver, la lección que brindaba a quienes no se habían sumado al golpe militar e incluso públicamente podían mostrar alguna animadversión al poder violentamente constituido.

Mucha gente no entiende que es esto de la recuperación de la memoria histórica. Pero el lenguaje es sabio. Todo lo que está ocurriendo en los últimos años es la forma de expresar que quiere decir entre otras cosas dejar de estar preso (ex=preso). Las exhumaciones, los homenajes, los reportajes, las investigaciones y los intentos por hacer justicia son formas de expresar el dolor de miles y miles de españoles y españolas que vivieron gobernados por quienes perpetraron esos crímenes y no han tenido las más mínima reparación una vez que ha llegado la democracia. Ahora , los nietos de esos hombres y esas mujeres estamos ayudando a que eso se ex=prese y dejemos de ser prisioneros de aquel miedo.


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