El aprovisionamiento de armas para la República (y II)

El aprovisionamiento de armas para la República (y II) / Ángel Viñas

El libro de Miguel I. Campos, ARMAS PARA LA REPÚBLICA, al que ya me he referido en el post anterior, no solo pone en un aprieto histórico e intelectual a todos aquellos que todavía niegan que la no intervención no tuvo mucho que ver en la explicación de su derrota. Suelen atribuirlo, ¡cómo no!, al superior genio de Franco, al mejor ejército, a la superior moral frente a los navajazos y querellas republicanas. Y, por supuesto, a que Dios no estaba con estos sino con los sublevados por Dios y por España. La mejor causa sobre la peor. Poco que ver con los suministros. Todos recibieron e incluso algunos se atreven a afirmar que los “rojos” recibieron más. Pasemos, pues, a otra cosa, mariposa.

Armas para la República. Contrabando y corrupción, julio 1936 – mayo 1937’, de Miguel Í. Campos. Crítica, 2022.

Sin embargo, mal historiador hubiera sido el autor de este libro de haber obrado de tal suerte. La “no intervención” (contra la República) y la “intervención descarada” (a favor de Franco) tuvieron consecuencias. Las que se produjeron en contra del único gobierno español contra el que se sublevaron las “fuerzas vivas” de la Nación y sus héroes suelen pasar a un segundo término.

Howson ya empezó a intuir que las cosas no fueron como parecen en la perspectiva filofranquista, pero tampoco profundizó demasiado en el desbarajuste que se creó en las filas republicanas en materia de adquisición de armamento. La única vía posible fue por los canales del contrabando, del mercado negro y de las redes de influencia con agentes extranjeros de todo tipo y condición. Identificó muchas, pero le faltó documentación.

La República no entrevió otra alternativa, salvo la soviética (pero esta también se exagera), no en vano la guerra civil fue una “cruzada” contra los “sin Dios”. Ya lo proclamó la Santa Madre Iglesia Católica española. Quien no creyera en tal aseveración de carácter casi dogmático tampoco tuvo muchas posibilidades de publicarlo, al menos en España hasta que se eliminó la censura (no por la gracia del Señor, sino por una actuación política una vez agotado el “dulce” encanto de la dictadura).

Los “rojos”, supuestamente volcados en una revolución para el mes de agosto de 1936, esperaban sin duda una buena acogida a sus abyectos planes. De otra manera no se explica que no tomaran precauciones, creyendo sin duda que en el mundo exterior todo el monte era orégano. Por eso, quizá, desde el Gobierno, no lograron prevenir el golpe que estaba preparando un sector del Ejército con la ayudita de los monárquicos y carlistas (y la promesa contractualizada de la ayuda fascista, siempre escamoteada) y, en particular, tampoco pensaron en algunas cositas. Por ejemplo, en la conveniencia de prepararse a contrarrestar la profunda desafección de la inmensa mayoría del cuerpo diplomático y consular. En definitiva, los “rojos” fueron unos pobres diablos, que no tenían otras perspectivas que la localista y la necesidad de dar todos los “paseos” posibles a sus enemigos.

Esta desafección es un tema suficientemente conocido y al que, de forma modesta, servidor ha contribuido. En qué medida el conjunto de dichos funcionarios estaba minado por la conspiración no es fácil de determinar. Cuando se produjo el golpe de Estado se justificaron diciendo que no querían servir a un régimen “comunista”. Muy enterados y muy en consonancia con la retórica de la sublevación.

En consecuencia, el Gobierno de Madrid se quedó de pronto sin ojos y sin manos con que actuar en el exterior. La primera llamada de atención se produjo en París. Mala cosa. Allí había estaTdo zascandileando el último embajador de la Monarquía, José María Quiñones de León, en contacto con los conspiradores monárquicos desde el principio (1931 y 1932). También allí estaba destinado como embajador uno de los traidores más quintaesenciados, Francisco José de Cárdenas. Tendría después una brillante carrera en Estados Unidos como agente oficioso y luego embajador. Terminó felizmente sus días de funcionario como director de la Escuela Diplomática. Igualmente en París estaban otros elementos de cuidado como su número dos, Cristóbal del Castillo, y el agregado militar, el futuro ministro del Ejército Antonio Barroso Sánchez-Guerra, que ya ha aparecido en este blog.

Tmpoco tuvo buen ojo el mal llamado gobierno del Frente Popular al escoger al embajador en Londres. Quizá por eso de que los dioses ciegan a quienes quieren (o merecen) perder. El escogido fue otro distinguido diplomático, Julio López Oliván, más sibilino. Ya al poco tiemp de llegar empezó a sabotear todo lo que pudo las órdenes de Madrid y despotricó en el Foreign Office contra el “régimen comunista” que se había instalado en España. El Gobierno republicano tardó en darse cuenta de su doble juego. Es cierto que lo sustituyó por uno de los mejores representantes que tenía a su alcance, el profesor Pablo de Azcárate, que dejó su cómodo puesto en la Sociedad de Naciones como secretario general adjunto para servir a su país. Londres era, naturalmente, un campo minado y cuando llegó, como fuente de aprovisionamientos de posibilidades iguales a cero.

Miguel I. Campos se concentra, pues, en las actuaciones de los embajadores nombrados por el Gobierno tras el golpe y, esencialmente, desde septiembre de 1936. No fueron muy afortunadas. En su libro una cara bastante más negativa que la habitual del que fue a París: Luis Araquistaín. Su papel en la historiografía se basa demasiado en sus papeles y, sobre todo, en sus memorias, que hay que tomar no con el clásico grano de sal sino con varias toneladas de dicho producto. Tampoco sale muy bien parado el profesor Fernando de los Ríos, nuevo embajador en Washington donde permaneció durante toda la guerra. Quizá hubiera sido muy adecuado en tiempos de paz. No lo fue en los que actuó.

De todos los nuevos nombramientos Campos destaca tres. El profesor Luis Jiménez de Asúa en Praga, el Dr. Marcelino Pascua (en Moscú primero y desde 1938 en París después) y el veterinario y exdiputado Félix Gordón Ordás en México. Las vicisitudes por las que atravesó Asúa darían para varias novelas. En el aprovisionamiento de armas y la búsqueda de vías para burlar la no intervención no fue muy afortunado. Sí lo fue a la hora de suministrar información política y político-militar. Campos amplía su aportación y también lo que ya se conocía de la gestión de Gordón Ordás. Esta la pone en paralelo con las aportaciones de la diplomacia mexicana en Europa, en particular desde París y de la mano de su representante, el coronel Adalberto de Tejeda. Aquí, la mano azteca se reveló insustituible cuando, después de numerosos desengaños con los líderes de lo que todavía no se conocía como “mundo libre”, los agentes republicanos se pasearon por Europa mendigando armas a precios de oro.

Con las embajadas desguazadas por quienes las servían, la República se vio privada de los contactos y del savoir-faire acumulados. Hubo, pues, que improvisar. Como también se improvisó en el montaje de un nuevo Ejército, una nueva policía, una nueva Administración. Los resultados fueron calamitosos en todas las dimensiones que no se observaban a primera vista.

Lo que se hizo es sin duda explicable y Campos lo explica muy bien: improvisar. Improvisar con una característica muy especial. Sobre los traficantes y contrabandistas de armas cayó un pequeño ejército de “compradores”, enviados por los partidos, los sindicatos y las autoridades regionales, sin orden ni concierto y tan atentos a justificar sus viajes por Europa como, en ocasiones, a llenarse los bolsillos.

Se ha destacado el relativo colapso de la Administración central como fuente de barullo y se ha reconstruido el proceso de formación del nuevo Ejército Popular. Menos hincapié se ha hecho en el colapso de la presencia republicana en el exterior combinado con el efecto de la llegada de mensajeros de Cataluña, País Vasco, Asturias, Murcia y afiliaciones varias (CNT, PNV, ERC, etc.) que no tenían idea de lo que se necesitaba y de lo que no servía, se hacían la competencia entre sí, disparaban los precios al alza, se guardaban sabrosas tajadas cuando podían y no desdeñaban pegarse la buena vida a costa del erario público. Total, para muy poco.

Tampoco lo que quedaba de Administración central da la impresión que fue muy eficaz. Alguien tiene que asumir la responsabilidad, ante la Historia, por el desbarajuste creado. De la lectura del libro de Campos, y aunque él sea prudente, se desprenden dos líderes del PSOE: Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. A ambos les une el intento de salvar sus responsabilidades endosándolas a otros en sus memorias o semi-memorias respectivamente. Negrín es un caso especial. Su responsabilidad fue menor, pero como ministro de Hacienda y gestor del dinero público se limitó esencialmente a proveer de fondos a sus compañeros de gabinete y a sentar las bases de una economía de guerra.

Lo que Negrín consiguió, aparte de cargar con las infamias filofranquistas de expedir el oro del Banco de España a Moscú (siempre han sido menos beligerantes en el enviado a París), fue liquidar una auténtica barbaridad política, administrativa y jurídica. Su responsable había sido el sucesor de Cárdenas como embajador en París. La Société Européenne d´Études et d´Entreprises. No es que fuera hasta ahora desconocida. Empezando con Howson, casi todos los que nos hemos ocupado del tema hemos dicho algo sobre ella (con la notable excepción, probablemente querida, del general de División en el Ejército del Aire, ya fallecido, Jesús Salas Larrazábal).

Campos ha ido al fondo del asunto. Ha removido Roma con Santiago y desmenuzado la “brillante” idea del embajador Álvaro de Albornoz, eminente jurista, pero un lelo manifiesto fuera de los confines de la piel de toro. Aceptó nada menos que conceder el monopolio de aprovisionamientos de la República que se realizaran en Francia y otros países europeos. Como suena. Hizo millonarios a sus propietarios y a la turbamulta de gánsteres de mayor o de menor entidad que pulularon en torno a ella. Costó dios y ayuda zafarse de sus garras.

El autor es también implacable a la hora de poner al descubierto corruptelas en la medida en que son más o menos documentables. Destacan dos. El ministro de la Gobernación Ángel Galarza y el exministro de Hacienda, Gabriel Franco. No es que tampoco se salven las piezas de menor cuantía. Algunos de los casos son conocidos. Otros no. Campos llega hasta donde lo permite la evidencia documental. Correspondió al dúo Negrín-Prieto poner un poco de orden tras el desbarajuste de los primeros diez meses de guerra. Nadie lo ha investigado a fondo todavía. Es una tarea (dolorosa y aburrida pero menos excitante) que queda por abordar. ¿Quién mejor que el propio Campos para hacerlo?

Desprendo una conclusión: la historia se escribe con documentos en la mayor medida posible o no se escribe. Si los que se manejan apuntan en una dirección hay que desbrozarla. Porque de no hacerlo, no se escribe historia. Se escribe otra cosa. Quizá muy necesaria, pero esta es otra cuestión. No en vano alguien dijo que “la verdad os hará libres” y la verdad no puede prescindir de lo documentable, contextualizable, analizable y criticable. No hay historia definitiva.

¿Mi consejo? Lean el libro de Miguel I. Campos y después juzguen por sí mismos. No se fíen de quienes no dan, en asuntos poco trabajados, referencias de archivo. E incluso, en algún caso, cuando las dan, porque también sirven para encubrir el gato con la piel de la liebre.


Fuente → angelvinas.es

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