"Historia es lo que duele, en el sentido de lo que nos cuenta lo que queremos y lo que no queremos saber", explica Pablo Batalla parafraseando a Fredric Jameson
Hay un famosísimo pasaje sobre la corresponsabilidad doméstica de Buenaventura Durruti que Hans Magnus Enzensberger recoge en El corto verano de la anarquía, una reconstrucción de la vida y la muerte del santo patrón del anarquismo español. Lo contaba un vecino:
«A principios de 1936, Durruti vivía al lado de mi casa, en un pequeño piso en el barrio de Sants. Los empresarios lo habían puesto en la lista negra. No encontraba trabajo en ninguna parte. Su compañera Émilienne trabajaba como acomodadora en un cine para mantener a la familia. Una tarde fuimos a visitarle y lo encontramos en la cocina. Llevaba un delantal, fregaba los platos y preparaba la cena para su hijita Colette y su mujer. El amigo con quien había ido trató de bromear: “Pero oye, Durruti, esos son trabajos femeninos”. Durruti le contestó rudamente: “Toma este ejemplo: cuando mi mujer va a trabajar, yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada».
La anécdota ha circulado mucho por las redes en estos últimos años de auge feminista, convertida en parábola del necesario catecismo del aliado. Lo ha hecho muchísimo menos una entrevista de 1977 de Pedro Costa Miste en Interviú a Émilienne Morin, la compañera francesa de Durruti, quien entre sus recuerdos de la vida compartida con el líder anarcosindicalista, fallecido hacía ya más de cuarenta años, evocaba el siguiente:
«[Durruti] tenía la mentalidad de la época. Todos los anarquistas españoles no hacían más que hablar del amor libre y el anarquismo y eran incapaces de cocinar o de bañar a sus hijos. En su casa eran siete hermanos y Rosa la única mujer; hasta que se casó, y ya era muy mayor, no hizo otra cosa que hacerlo todo por ellos: la casa, la ropa, la comida…, ni a la mesa para comer se sentaba. Y a su madre, la abuelita, aún le parecía poco. Durruti sabía que yo tenía razón y por eso no podía llevarme la contraria. Alguna vez bañaba a la niña o me ayudaba a pelar patatas, pero muy de cuando en cuando. Recuerdo un domingo en Bruselas: él se había pasado toda la mañana charlando con sus compañeros y llegó a comer. “No he guisado nada —le dije—; yo también tengo derecho a disfrutar los domingos, ¿no crees? Comeremos en un restaurante”. No le gustó mi actitud de momento, pero no pudo decir que no. Hubiera sido un poco violento para un anarquista, ¿no?».
Es bueno escuchar siempre todas las versiones de las cosas; y, en historia, no quedarse jamás con las autosemblanzas, o las semblanzas de amigos, sino hacer por escuchar —lo que no siempre es fácil, pero nunca es imposible— la voz queda de la intrahistoria; de quienes hicieron la historia sin recibir sus premios, sus placas conmemorativas, sus estatuas, las páginas de sus libros.
Es bueno también hacerse cargo de la enseñanza de Fredric Jameson: historia es lo que duele, en el sentido de lo que nos cuenta lo que queremos y lo que no queremos saber acerca de los hechos y figuras que admiramos. No exactamente las luces y sombras, ese cliché que sigue hablándonos de pureza en la miseria y la excelsitud, aunque quiera verse a estas alternándose en una misma persona: más bien del carácter lucisómbrico, grisáceo, de todas las cosas, de los hombres todos, de cada acción.
Ello es que el pasaje de Morin no contradice en realidad el de Enzensberger; no necesariamente impugna su veracidad: tal vez el camarada de Durruti pasó por su casa justo en uno de esos momentos muy esporádicos en los que el anarquista leonés sí realizaba tareas del hogar, y este se tiró ante él el pisto de la corresponsabilidad. Probablemente Durruti fuera consciente de su obligación, con base en una ética libertaria, de ser corresponsable, aunque de hecho no lo fuera: va en esa línea el que rezongara cuando llegaba a casa el domingo y Émilienne no le había hecho la comida, pero a fin de cuentas se aguantase, porque sabía hipócrita que un anarquista se quejara por eso.
No sería justo levantar estatuas de Durruti en delantal como las que vienen a levantársele cuando se comparte con entusiasmo el pasaje de Enzensberger; no lo sería siquiera si no existiese el de la entrevista a Morin: como dice un grafiti anónimo que también ha circulado por las redes estos días, «El hombre que cocina, lava los platos y hace el aseo de su casa es un adulto funcional, no un ser especial». Pero tampoco lo sería ensañarse con aquel habitante de su época, que al menos hizo algún esfuerzo por mejorar la paupérrima media de su sexo.
Uno ha conocido a aquellos hombres y cuánto, en ocasiones, era la presión social lo que les impedía avanzar por el camino de la igualdad: por ejemplo, al abuelo materno nacido en 1931 que fregaba los platos y disfrutaba de llevar en brazos o agarrar la sillita del bebé que uno era en largos paseos familiares por el pueblo y sus alrededores, pero que no lo hacía hasta no salir de la villa, para evitar que lo vieran los amigos y se mofaran de él.
El temor a la burla no parecía ser el caso de Durruti, más bien el de la inercia de la comodidad y la educación recibida. Pero seguro que también él disfrutaba, por negligentemente pocos que fueran, de aquellos momentos en que cuidaba a Colette o, si no de las tareas de la casa, labor ingrata de sísifos, sí al menos del descargo de trabajo a la compañera amada y del deber cumplido; placeres esforzados, de acceso arduo, pero justamente por ello más intensos y verdaderos.
El feminismo va de liberar a las mujeres, pero también hay una paradójica emancipación feminista de los hombres por vía de obligarlos a corresponsabilizarse: el despeje de la vía —de la gran alameda— de la entrega a esos afectos, a la emocionalidad de la adelfia —amor a los otros— y lo que Almudena Hernando llama identidad relacional —concebirse, no como individuo aislado, sino como parte de la unidad mayor del grupo—, cuyo despliegue se veía bloqueado por la ética varonil tradicional y las paredes de su estrecho cajón de lo mariquita. Durruti en delantal, se non è vero è ben trovato y un ideal tan hermoso o más que el de Durruti en las barricadas, empuñando el naranjero de la revolución, ambos, en realidad, uno y el mismo ideal: entregar la vida por los demás.
Fuente → lamarea.com
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