La pistola que mató a Mussolini y otras 35.000 historias extraordinarias de las Brigadas Internacionales

La pistola que mató a Mussolini y otras 35.000 historias extraordinarias de las Brigadas Internacionales / Miguel de Lucas

Desorganizados, mal pertrechados, con escasa munición, sin apenas experiencia en combate, con una asombrosa temeridad y un idealismo inconcebible en nuestros días, más de 35.000 hombres y mujeres de todo el mundo acudieron a España durante la Guerra Civil

CINCO. La Babel de la Mancha

Te preguntarás, supongo, qué les empujaba a venir. A dejar familia, trabajo, casa, amigos. Había muchas motivaciones, pero también una idea compartida. 

Se genera un mito: los españoles han demostrado que se puede derrotar al fascismo. Y te necesitan. A ti. Ahora

Imagina, por ejemplo, que te llamas Tom, o Fred, o Bernard, y que vives en Manchester o en Exeter o en un barrio de Londres. Nunca has tenido pasaporte ni has salido de Inglaterra. ¿Para qué? Hablamos de una época en la que muy pocas veces alguien viajaba ni siquiera afuera de su ciudad. Perteneces a la clase obrera. La de entonces. Sabes lo que es dejarse el alma y los huesos en el taller o en la fábrica. Sabes lo que es ir a una huelga y que te caiga la policía encima. Y aunque no hayas ido a la universidad y abandonases pronto los estudios, tienes una idea de lo que ocurre en el mundo. Lees el periódico y sabes que vives en una época de tumultos, que Hitler cada vez es más poderoso y que nadie parece dispuesto a plantarle cara. Y todo eso no es algo lejano, que ocurra a miles de kilómetros. Puede que en tu mismo barrio te hayas metido en alguna pelea con los camisas negras de Oswald Mosley, ese papanatas engreído que se pavonea con sus secuaces pensando que el viento de la Historia corre a su favor y que algún día será el nuevo duce o el führer inglés. Pasas tiempo en el sindicato, organizando mítines, huelgas y protestas. Hasta que un día en la sede del partido aparecen unos camaradas con noticias. Son españoles. O vienen de España. Igual da. El caso es que han estado allí y han visto. Traen imágenes, o bien un documental para proyectar. Te hablan de otra democracia a la que intentan aplastar los fascistas. Te hablan de la revolución. Te hablan de las masacres que ya se están produciendo; y de que mientras el gobierno inglés ha dejado en la estacada a la República, allí en suelo español se ven todos los días soldados y aviones alemanes e italianos. Te hablan de todo eso, pero también te dicen algo más: que el golpe de Estado no ha funcionado, que el pueblo en armas ha frenado a los generales. Que Madrid todavía aguanta. Que en Barcelona se vive una revolución proletaria. Se genera un mito: los españoles han demostrado que se puede derrotar al fascismo. Y te necesitan. A ti. Ahora. No es sólo por su país. Es Europa y el mundo lo que está en juego. Y de ti, de gente como tú, de camaradas como vosotros, depende evitar el descenso a los infiernos.

Te hablan de otra democracia a la que intentan aplastar los fascistas. Te hablan de la revolución. Te hablan de las masacres que ya se están produciendo

Esto ocurre en Inglaterra, pero algo similar se vive en otro medio centenar de países. Se alistan en Francia, de donde saldría el grupo más numeroso de voluntarios, un buen número de ellos obreros de la Renault y la Citroën. También en Estados Unidos. En Harlem, una enfermera afroamericana nacida en Georgia y llamada Salaria Kea se embarca en marzo de 1937 junto con otras ocho compañeras para partir hacia España e integrarse en el famoso batallón estadounidense Abraham Lincoln. Años más tarde dirá sobre España: “Los campesinos habían sido psicológicamente encarcelados, habían aceptado la creencia de que no se podía hacer nada con respecto a su situación como las enfermeras de Harlem habían aceptado la discriminación racial. Al igual que las enfermeras de Harlem, los campesinos ahora estaban aprendiendo que se podía hacer algo al respecto”.

Hay, cómo no, antifascistas alemanes. Como el comisario Hans Beimler, que había escapado del campo de concentración de Dachau y luchó y murió en Madrid como parte de la centuria Thälmann. “Hombres indestructibles”: así es como llama Jorge Martínez Reverte a los antifascistas germanos. “Han conocido la guerra, las huelgas, las luchas callejeras, la clandestinidad, la prisión, la tortura, la miseria, la emigración forzada”. Saben ya a lo que van a enfrentarse en España. Al igual que los italianos, los polacos o húngaros, no tenían opción de regresar a su país, donde les esperaba una condena a muerte.

Hubo brigadistas internacionales de más de sesenta países. Es una historia que comienza en muchos lugares. La historia de decenas de miles de personas cuyo destino acaba cruzándose en un mismo lugar: Albacete, la capital brigadista, que a raíz de la llegada de internacionales fue rebautizada popularmente como “la Babel de la Mancha”. Los problemas de organización eran, como puedes imaginarte, descomunales. ¿Cómo pones a trabajar y preparas para una guerra a miles de personas que hablan más de una docena de lenguas distintas? Recuerda que seguimos en los años 30, que muy pocos de estos soldados sin formar han viajado alguna vez fuera de sus países, que menos aún hablaban español. La única solución viable fue concentrar al máximo las brigadas según los idiomas. Vistas desde la distancia del tiempo, sus nombres adquieren hoy la categoría de leyendas. Como la XII Brigada “Garibaldi”, la XII Brigada “Dombrowski” (de mayoría polaca), o la XIV Brigada franco-belga “La marsellesa”. En su libro, Giles Tremlett recoge el testimonio de un soldado británico cuando escuchó la única canción que todos compartían, aunque cada uno lo hiciera en un idioma diferente: la Internacional. “Allí estábamos, jóvenes de todas las naciones de Europa, y algunos de fuera de Europa también, cantando al unísono la misma canción, cada uno en su lengua, lo que parecía expresar el afán de unidad del género humano. Me resulta dificilísimo explicar el entusiasmo que nos embargaba. Creo que nunca he tenido la misma sensación en ningún otro momento de mi vida”.

SEIS. Libros y balas

De la guerra, hijo mío, pocas veces se sacan lecciones útiles, pero esta es una de ellas: si alguna vez por alguna razón te encuentras en el interior de una facultad de Humanidades tratando de frenar el asalto de un ejército fascista, lo mejor para parar las balas son los libros de filosofía. Cuanto más voluminosos mejor, preferiblemente con una portada gruesa. En la Universidad Complutense se conserva hoy una antigua edición de San Agustín atravesada por un cuchillo y tratados de metafísica perforados por la metralla. Los brigadistas no tenían lo que se dice tiempo para ponerse a mirar los títulos, pero resultó que los sesudos filósofos alemanes del siglo XIX y las revelaciones de los místicos hindúes podían ser particularmente eficaces como parapeto. Una vez terminado el combate, los supervivientes veían asombrados que las balas nunca traspasaban la página 350. A partir de entonces, Nietzsche, Hegel o Marx pasaron a ser muy valorados en mitad de la batalla.

Aquello ocurría en los primeros meses de guerra, cuando los sueños aún no habían caído. Te hablo de la defensa de Madrid, el mayor éxito militar de los brigadistas y seguramente de la República. Entonces la moral de los voluntarios aún seguía por las nubes. No importaba, o al menos no importaba demasiado todavía, la incomodidad del viaje, la escasez de literas o de aseos en sus barracones o la falta de uniformes.

Las Brigadas Internacionales en la Gran Vía de Madrid en 1936.

Abundan los recuerdos emotivos. Si tuviera que quedarme con uno solo de ellos, una imagen que rescatar de la pesadilla, elegiría una escena que devuelve su sentido a las palabras esperanza y fraternidad. Por suerte, aún se conservan las fotografías. La escena que te cuento tiene lugar en Madrid el día 8 de noviembre de 1936. Por entonces se cumplían diecisiete semanas desde el comienzo de la guerra. Para la República, todo lo que podía salir mal había salido mal. El ejército rebelde ganaba una batalla tras otra. Después de la victoria en Toledo, las tropas franquistas estaban a las puertas de Madrid. Los sublevados contaban con un mando único. Francisco Franco se había hecho ya con poderes absolutos, unificando por la fuerza (la cárcel y los fusilamientos resultaban convincentes) a todas las familias políticas contrarias al Gobierno republicano. Mientras tanto, en la España del Frente Popular, la división entre grupos políticos, los recelos, la falta de organización y de disciplina suponían, desde el punto de vista militar, un suicidio. En el exterior, las llamadas democracias occidentales (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos) habían decidido dar la espalda a los republicanos, formando un cobarde y muy hipócrita Comité de No Intervención que deliberadamente cerraba los ojos ante los aviones, barcos, tanques, armamento y soldados que Hitler y Mussolini suministraban a Franco sin necesidad de disimular demasiado.

Te hablo de la defensa de Madrid, el mayor éxito militar de los brigadistas y seguramente de la República. Entonces la moral de los voluntarios aún seguía por las nubes

¿Algo más puede salir peor? Pues sí. Por ejemplo, que el 6 de noviembre de 1936 el Gobierno de Largo Caballero, al que la propaganda republicana todavía se refiere como el “Gobierno de la Victoria”, tome la decisión de abandonar Madrid y trasladar la sede de todas las instituciones y todos los ministerios a Valencia. La ciudad más burocrática de España, la ciudad de los ministerios, se queda de repente sin ministerios y sin gobierno. La embestida es cuestión de días. O de horas. Largo Caballero da la capital por perdida. Y mientras el jefe del Gobierno y los ministros se marchan, a Madrid no dejan de llegar refugiados que vienen huyendo desde Andalucía o desde Extremadura, y que cuentan, con un terror helado en la voz, las atrocidades de Queipo de Llano en Sevilla o de Yagüe en Badajoz. Franco se acerca con las mismas intenciones. En unas declaraciones a un periodista inglés ha dicho: “Destruiré Madrid antes que tener que dejárselo a los marxistas”.

Así que ahora sitúate en ese 8 de noviembre del 36. Imagina lo que debieron sentir los primeros madrileños que esa mañana fría, bajo una lluvia fina, ven aparecer, llegados de nadie sabe muy bien dónde, una larga columna de hombres marchando en formación. No son españoles. No lo parecen. Ni por su aspecto ni por su manera de desfilar. La gente se asoma a las ventanas. Son recibidos con vítores en la Gran Vía de Madrid. Algunas personas gritan: “Ya están aquí los rusos”, “¡Viva Rusia!”. Pero lo cierto es que tampoco son exactamente rusos. No van a un desfile, sino al frente. Y allí estarán, en los días siguientes, en la Ciudad Universitaria.

Sería quizás exagerado atribuir el éxito de la defensa de Madrid a las Brigadas Internacionales. Sería injusto, igualmente, no reconocer el papel crucial que jugaron y la inyección de moral que su llegada supuso para la República.

En la Facultad de Medicina, el combate era piso por piso. En la Facultad de Filosofía se improvisaron esos célebres parapetos con filas de libros sacados de la biblioteca

Unos días antes, los presagios para los voluntarios extranjeros eran nefastos. En el Cerro de los Ángeles, el bautismo de fuego de los primeros brigadistas había sido lamentable. No hubo tiempo para la instrucción. Debían aprender a combatir con las armas en la mano. Para ensombrecer más los ánimos, a finales de noviembre fallecía en la Ciudad Universitaria Buenaventura Durruti, la leyenda del anarquismo español. Y sin embargo, a pesar de los malos augurios, los voluntarios se lanzaron a luchar con una valentía temeraria, a veces rayana en lo suicida. En la Facultad de Medicina, el combate era piso por piso. En la Facultad de Filosofía se improvisaron esos célebres parapetos con filas de libros sacados de la biblioteca.

Las anécdotas convivían con lo atroz, con lo espantoso, con lo macabro. Puedo leerte el libro de Tremlett, y por un momento te sentirás como si acompañases a los brigadistas, como si caminases a su lado en las facultades de la Ciudad Universitaria y te encontrases los pasillos cubiertos de cadáveres de ambos bandos y de todas las nacionalidades. “Milicianos españoles, moros, legionarios, hombres de sus propias unidades”.

Unos y otros se acostumbraron esos días al olor de la carne quemada. Había escenas y momentos en los que todo indicaba que la mejor idea era dar marcha atrás y volver a casa. Pero los brigadistas resistieron. La Junta de Defensa, las milicias y el pueblo en armas detuvieron el avance del ejército de Franco. El recién nombrado “generalísimo” se quedaba sin nuevas tropas que lanzar contra el muro de la defensa de Madrid, y de hecho el frente de la Ciudad Universitaria quedó casi inalterado. Esa línea permaneció prácticamente inamovible. Además de una victoria militar para los republicanos, la defensa de la capital fue la mejor operación posible de propaganda. Surgió un mito. “Madrid resiste.” “No pasarán.” “Madrid será la tumba del fascismo.” La fama de Madrid como ciudad heroica y sitiada se extendió por todo el planeta y llegó a los oídos de millares de idealistas y antifascistas que seguían inscribiéndose en las Brigadas Internacionales. Con ellos llegaba, en palabras de Tremlett, un mensaje esperanzador: “Que a pesar de la débil respuesta de las grandes potencias, el mundo no les había dado la espalda ni se había olvidado de ellos”.

SIETE. Los hermanos Akkerman

Cartel de homenaje a las Brigadas Internacionales.

Eran chavales, ¿sabías eso? Apenas rondaban los veinte años. Pocos superaban los veinticinco. No llegaba a los treinta años Robert Merriman, comandante del batallón estadounidense Abraham Lincoln, muerto en la batalla del Ebro en el intento de recuperar Gandesa y quien inspiró al escritor Ernest Hemingway para crear el personaje de Robert Jordan, protagonista de Por quién doblan las campanas. Había tipos que nadie tomaría por niños. Como Fred Copeman, conocido como Bloody Fred, comandante del batallón británico, afiliado al Partido Comunista y boxeador en pesos pesados. Tremlett lo describe como “malhablado, irritable, avasallador”, alguien que antes de venir a España se había pasado seis meses en la cárcel por morder el culo de un policía durante una manifestación. Llegaron brigadistas de Siria, de Armenia, de Irak, de América Latina, de Rusia. Hubo personalidades como Willy Brandt, que acabaría siendo canciller de la Alemania occidental. O Nehru, años más tarde primer ministro de la India independiente.

Hay un cartel de propaganda que evoca el espíritu de las Brigadas. Lo tienes aquí. Es una imagen extraña, en especial si tienes en cuenta la época en que se imprime. Mientras en todo el mundo se alzan regímenes que predicaban la pureza de las razas incontaminadas, el nacionalismo más vomitivo y el destino superior de unos pueblos sobre otros, los rostros dibujados de este póster hablan de igualdad racial y de amistad por encima de las fronteras. En España, entre 1936 y 1939 se libró una guerra que era varias guerras. Eso explica la enorme diversidad étnica de los brigadistas. Explica, también, un factor que se suele pasar por alto, como fue el gran porcentaje de voluntarios judíos. De acuerdo con los datos de Tremlett, entre los brigadistas estadounidenses “un 17% se definían como judíos, y es razonable suponer que lo fuesen por lo menos uno de cada cinco”. Jaume Claret subraya “la importante presencia de judíos entre los brigadistas argentinos”. En total, se calcula que lucharon en suelo español un centenar de voluntarios judeoargentinos que vieron en la Guerra Civil “una manera de combatir el antisemitismo y el fascismo”.

Los rostros dibujados de este póster hablan de igualdad racial y de amistad por encima de las fronteras

Con la llegada de judíos en defensa de la República volvía a escucharse un idioma congelado en el tiempo: el ladino, la lengua de Sefarad, el castellano que se llevaron consigo los judíos expulsados por los Reyes Católicos en un exilio de siglos. En ladino hablaba por ejemplo César Covo, nacido en Bulgaria, descendiente de sefardíes y cuyas palabras sonaban como versos de Jorge Manrique.

Aunque pocos brigadistas judíos se definían por su fe religiosa, eran en cambio muy conscientes del peligro que suponía una victoria de Franco, Hitler y Mussolini. El coraje que mostraron en el campo de batalla desmiente la idea, manoseada por la historiografía, que lamenta la supuesta pasividad del pueblo judío mientras la máquina del Holocausto comenzaba a abrir sus fauces. En España dejaron claro que no se iban a dejar cazar como conejos.

Creo que no te he hablado aún de los hermanos Akkerman. Piet y Emiel. Tal vez sea un buen momento para hacerlo ahora. Eran judíos, procedentes de una familia polaca emigrada al norte de Bélgica. Por su árbol genealógico se sucedían las persecuciones y pogromos en media Europa. En octubre del 36, los dos hermanos en alistaron en las Brigadas. Emiel era el mayor de los dos. Guapo, carismático, actor de teatro aficionado. La clase de chico que nunca tuvo problemas para ligar y hacerse querer. El menor, Piet, era el intelectual de la familia. Delgado, bajito, amigo de encerrarse entre libros y con dotes para la oratoria. Después de enrolarse para acudir a luchar a España, Piet escribió a su madre una de las cartas más intensas, duras y tristes que se conservan de la Guerra Civil. Parece una carta escrita con convicción, pero si la lees con detalle también advertirás las dudas y la batalla en el corazón de muchos voluntarios.

La carta dice así:

“Querida madre: Te pido perdón por el disgusto que te he causado. Te ruego que me perdones por seguir la voz que me llamó, que es mucho más fuerte que mi propio ser y que se impone a todo lo que se refiere a mí” (…) “No sé si algún día entenderás todo lo que habría querido hacer para ahorrarte este sufrimiento; pero me ha resultado imposible. Sé, madre, todo lo que has hecho por nosotros, y todo lo que has sacrificado. Entre tus opiniones y las mías media un abismo insalvable. (…) Entiéndelo, madre. Por favor, entiéndelo. Debes saber, madre, que no he venido a España por intereses egoístas. No tenía derecho a NO venir, al ver que en España estaba el polvorín que iba a incendiar el mundo entero. Eso perpetuaría la opresión, instituiría científicamente el asesinato en masa y pisotearía y animalizaría a todos los seres humanos vivos. Después de haber visto ESO, ¿cómo podía NO ir? ¿Cómo podía dudar, pese a mis escasas, escasísimas habilidades, a la hora de ayudar a prevenir una guerra mundial y derrotar al fascismo? No llores, madre, no llores. Y si lo haces, por favor, no llores de pena. Tu hijo trata de ser un hombre que piensa y actúa humanamente”.

Su madre, Bluma Akkerman, acabó finalmente llorando la muerte de sus dos hijos. Emiel murió a finales de noviembre de ese año, en la defensa de la Ciudad Universitaria. Piet cayó un mes más tarde en una emboscada en Algora, un pequeño pueblo en la provincia de Guadalajara. Fue enterrado sin un nombre sobre su tumba. También él era un chaval. Tenía veintitrés años.

OCHO. La pistola que mató a Mussolini

Aldo Lampredi.

Los que sobrevivieron hicieron las dos guerras, la de España y la siguiente. En verdad, como intuyeron antes que nadie, se trataba de la misma guerra. Derrotados en el 39 y vencedores en el 45. Pero su guerra en algunos casos había comenzado incluso una década antes. Mira, sin ir más lejos, a los italianos. Si alguien sabía bien lo que era el fascismo eran ellos. Habían visto a los ‘camisas negras’ marchar sobre Roma en el año 22. Habían visto a sus camaradas perseguidos, linchados y asesinados. Habían visto sucumbir a una democracia agonizante y verla sustituida por un régimen de nuevo tipo, basado en lo que el Duce llamó “la nostra feroce volontá totalitaria”. Por eso habían venido hasta aquí. Como dijo el anarquista Giorgio Braccialarghe, “si hay una batalla en la que debemos luchar es en esta. Italia no es Mussolini. Tenemos que demostrarlo”.

Hubo alrededor de 4.300 antifascistas italianos combatiendo en España en defensa de la República. La cifra es minúscula si se compara con los más de 60.000 soldados y la ayuda armamentística ininterrumpida que il Duce puso sin condiciones en manos de Franco desde el inicio mismo de la guerra, incluyendo, como no se cansaba de denunciar en vano ante la Sociedad de Naciones el ministro republicano Julio Álvarez del Vayo, la ocupación de facto de Mallorca, o la invasión de Mallorca, por parte de las fuerzas militares italianas.

Hubo alrededor de 4.300 antifascistas italianos combatiendo en España en defensa de la República. La cifra es minúscula si se compara con los más de 60.000 soldados y la ayuda armamentística ininterrumpida que il Duce puso sin condiciones en manos de Franco

De modo que había fascistas y antifascistas italianos peleando en esta tierra. Más de una vez se vieron las caras. En Guadalajara, y más en concreto en la pequeña localidad de Brihuega, se vivió lo que Tremlett denomina una guerra civil italiana dentro de la Guerra Civil española. Fue allí, en Brihuega, el lugar en que los brigadistas del batallón Garibaldi asestaron uno de los golpes más duros a las tropas de tierra enviadas por Mussolini, el Corpo de Truppe Voluntari (CVT). Así que ahora puedes figurarte la parodia grotesca de la diplomacia internacional. Mientras los farsantes del Comité de No Intervención fingían no enterarse de nada y persistían en la ridícula necesidad de que ningún Estado extranjero interviniese en el conflicto español, en un pueblecito de Guadalajara podías encontrarte a hombres de Palermo, Roma, Génova o Turín matándose y blasfemando en italiano por los altavoces, cantando para darse ánimos Facceta Nera en un lado y Avanti Popolo, Bandiera Rossa en el otro.

Aquella vez ganaron los brigadistas, en la que terminaría siendo una de sus victorias más dulces. Con su habitual tono exaltado, el escritor estadounidense Ernest Hemingway describió lo ocurrido como “la primera batalla de esta guerra que se libra a escala mundial”, y afirmó, según recoge Tremlett, que “Brihuega figurará en la historia militar entre las batallas decisivas del mundo”. Hemingway, por supuesto, exageraba. Y aún así sus palabras no dejaban de ser inspiradoras. “Puedo decir de verdad, en nombre de todos los que conocí tan bien como un hombre puede conocer a otro, que el periodo de lucha en el que creíamos que la República podía ganar la Guerra Civil española fue el más feliz de nuestras vidas”.

Quizás por la alegría que supuso la victoria en Guadalajara, la derrota de la República en 1939 supuso un golpe incluso más duro si cabe para los antifascistas italianos. A diferencia de ingleses, franceses, rusos o norteamericanos, no tenían un lugar al que volver. Su única opción era la de seguir peleando. Y eso hicieron.

Quizás por la alegría que supuso la victoria en Guadalajara, la derrota de la República en 1939 supuso un golpe incluso más duro si cabe para los antifascistas italianos

No te puedo hablar de todos ellos. Pero sí al menos de uno. Alguien que encarnó el significado de la palabra venganza y se fue a la tumba con más de un secreto. Esta es la historia de Aldo Lampredi, el hombre que disparó a Mussolini. O tal vez no.

Tenía un apodo, “Guido”. Un tipo duro, serio, delgado, seco. Venía de una familia pobre de Florencia. Antes de que Mussolini ascendiera al poder, Lampredi ya había promovido huelgas en la empresa de paraguas para la que trabajaba. Se afilió al Partido Comunista Italiano justo un año antes de que los comunistas comenzaran a ser perseguidos en Italia. Pasó por la cárcel. En cuanto pudo, huyó el país. Fue a Francia, donde se unió a un grupo de compatriotas exiliados, de los cuales nacería el germen del batallón Garibaldi que combatió en España en defensa de la República.

Aunque los suyos perdieron, nadie se resarció como él de la derrota. De vuelta a Francia, durante la Segunda Guerra Mundial no tardará en formar parte de la Resistencia. En enero del 45, cuando la guerra anda ya muy torcida para el Duce, es Guido quien se encuentra al frente del Corpo Volontari della Libertà, la organización que coordina a los partisanos italianos. Meses más tarde es también Aldo Lampredi, junto a los partisanos Walter Audisio y Michele Moretti, la persona que en los días 27 y 28 de abril de 1945, cerca de un pueblo llamado Dongo, en el lago de Como, captura y participa en la ejecución de Benito Mussolini y su última amante, Clara Petacci.

Puede que te preguntes quién de los tres disparó primero sobre il Duce. Como país abundante en misterios y conspiraciones, los italianos llevan décadas haciéndose la misma pregunta. Han pasado más de setenta y cinco años y la muerte del inventor del fascismo parece destinada a seguir en el terreno de las incógnitas. La versión oficial, la que recogen los libros de Historia y por tanto la que nadie cree, sostiene que Mussolini recibió el disparo mortal de Walter Audisio. La más imaginativa, y la que mejor funciona como argumento para una novela de espías, defiende que el encargado de acabar con el dictador habría sido en realidad Bruno Lunati, un agente a sueldo de los británicos, encargado de la misión secreta de deshacerse de cartas y pruebas que comprometían directamente a Winston Churchill. El arma que dio el tiro de gracia, sin embargo, fue la pistola Beretta de Aldo Lampredi. Durante años, su versión y la de Walter Audisio casi nunca coincidieron. Hay quien dice que la metralleta de Audisio se encasquilló. Hay quien dice que por motivos políticos convenía apartar a Lampredi de la ejecución del Duce. Hay hipótesis para todos los gustos. Aldo Lampredi y Walter Audisio murieron en enero y octubre de 1975. Con ellos desapareció la posibilidad de conocer lo ocurrido realmente en las últimas horas de Mussolini. Quedan las imágenes de lo que ocurrió después con su cuerpo. Yo prefiero no mostrártelas. Si algún día quieres saber cómo acabó Mussolini solo tienes que teclearlo en Internet. Solo te diré que, tras ver las fotografías, Hitler decidió que a él no le iba a ocurrir lo mismo. Dos días más tarde, el Führer prefirió volarse la cabeza.


Fuente → ctxt.es

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