¿Qué es la ley mordaza, por qué es un peligro y qué significa derogarla?


 
En un Estado democrático no pueden mantenerse mecanismos que facilitan la impunidad policial en caso de abuso y cuya mera existencia sirve para desalentar a la ciudadanía de utilizar sus derechos

¿Qué es la ley mordaza, por qué es un peligro y qué significa derogarla? / Joaquín Urías

No hace tantos años, hubo un tiempo en el que aún era sexi defender públicamente los derechos fundamentales. En esa época, que ahora parece remota, triunfó una expresión que calificaba las normas conservadoras destinadas a restringir derechos fundamentales: ley mordaza.

Realmente, la ley mordaza no es más que una reforma de la norma que regula la actuación de los cuerpos y fuerzas de seguridad. Esa ley, que técnicamente se conoce como Ley de Seguridad Ciudadana, existe desde los años ochenta y ha sido siempre muy polémica. En el año 2015 se modificó por completo el texto y se introdujeron nuevos poderes y facultades para la Policía. Fue una reacción del Gobierno del partido popular a las movilizaciones del 15M. Durante las mismas, algunos cuerpos policiales habían sentido que carecían de instrumentos legales suficientes para perseguir y reprimir las movilizaciones masivas en la calle, y el Gobierno conservador decidió remediarlo mediante esta ley.

A veces se habla erróneamente de ley mordaza para referirse a la interpretación judicial de determinados delitos recogidos desde hace años en el Código Penal

La expresión ha tenido tanto éxito que a veces se habla erróneamente de ley mordaza para referirse a la interpretación judicial de determinados delitos recogidos desde hace años –incluso siglos– en el Código Penal. Cuando un juez inicia un procedimiento contra alguien por un posible delito contra los sentimientos religiosos, de injurias a la corona, de enaltecimiento del terrorismo o similar, eso no tiene nada que ver con la ley mordaza. Son delitos que existen desde siempre y que siempre han estado sometidos a la interpretación que hagan de ellos los jueces. Es probable que en los últimos años tengamos un creciente problema de jueces que entienden de manera deficiente su propia función y aplican estos delitos con cierto sesgo ideológico. Es una cuestión que hay que tratar, sin duda, pero que no tiene nada que ver con la ley mordaza.

Ley mordaza estrictamente sólo es la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana que, aumentando los poderes de la Policía, ha venido a limitar de manera desproporcionada el ejercicio de algunos derechos fundamentales reconocidos en la Constitución. Esa norma introdujo, entre otras restricciones, toda una serie de conductas que desde entonces son sancionables con multa.

Estas sanciones suponen un problema democrático en sí mismo. Cuando un agente policial considera que algún ciudadano ha cometido un acto sancionable –por ejemplo, no lo ha tratado con el debido respeto– procede a denunciarlo internamente. Su denuncia va a otro policía, instructor, que examina el asunto y, tras ofrecer al afectado la posibilidad de dar su versión, propone una sanción. Habitualmente una multa. La multa la impone la autoridad gubernativa que, en general, suele dar más credibilidad a la versión policial que a la ciudadana. En la vida real, por tanto, quien multa es la Policía. La persona afectada se ve obligada a pagar una sanción que no suele ser inferior a 600 euros, sin haber tenido posibilidades reales de defensa.

Es una sanción administrativa, que hay que pagar con independencia de que se recurra posteriormente ante los tribunales por la vía contencioso administrativa. E incluso en caso de recurso, en el procedimiento que examina si la multa está bien o mal puesta, el ciudadano tiene muchas menos garantías para su defensa que en un asunto penal. El coste del procedimiento judicial y su duración, que puede ser de varios años, hacen que, en la práctica, las multas que impone la Policía tengan poco remedio.

De estas sanciones, hay dos especialmente preocupantes en la medida en que le dan a los agentes policiales un poder sin control del que es fácil que abusen y, por eso mismo, desalientan a la ciudadanía de ejercer algunos de sus derechos fundamentales legítimos, como el derecho a la protesta o a la libertad de movimientos. Se trata de las sanciones por desobedecer a un agente, en los casos en que no sea delito, y por faltar el respeto a un agente.

Solo en el año 2020, la Policía impuso un cuarto de millón de multas por desobediencia. Doscientos cincuenta mil ciudadanos, el 6% de la población total española

Cualquier policía que vea desafiada su autoridad por un ciudadano que le exige explicaciones ante un acto ilegítimo o que, simplemente, intenta ejercer sus derechos, puede sancionarlo con total impunidad. Esto no es una hipótesis, sino algo que está sucediendo, como demuestran los números. Solo en el año 2020, la Policía impuso un cuarto de millón de multas por desobediencia. Doscientos cincuenta mil ciudadanos, casi el 6% de la población total española, fueron multados por este motivo. Es una cifra escalofriante. Es verdad que ahí han de contarse también las multas impuestas durante la pandemia. Sin embargo, la estadística demuestra que la Policía usa de manera desproporcionada estas sanciones en cualquier situación. En los cinco primeros años de aplicación de la ley, hay casi 100.000 multas por falta de respeto o consideración a la Policía.

Hay casos de policías que han considerado falta de respeto que una persona los tutee o los mire mal. Otros que han considerado desobediencia que una prostituta no acepte cambiarse a una calle menos concurrida cuando así se lo han indicado. Sin llegar a eso, cualquier ciudadano que se atreva a protestar ante un abuso policial puede asumir que es previsible que en respuesta le impongan una multa de 600 euros por no respetar u obedecer adecuadamente a los agentes. Los abusos son ya la norma. Basta la palabra de un policía para la sanción administrativa. En el mejor de los casos, si la persona multada tiene pruebas indiscutibles de que ha habido un exceso puede intentar recurrir la multa judicialmente, pero, como se ha dicho, es un procedimiento costoso, que durará algunos años y de resultado incierto.

Por eso, es imprescindible eliminar, al menos, estas dos sanciones. En un Estado democrático no pueden mantenerse mecanismos que facilitan la impunidad policial en caso de abuso y cuya mera existencia sirve para desalentar a la ciudadanía de utilizar sus derechos. 

El ideal sería eliminar la posibilidad de que la Policía, con su propio criterio, pueda multar por comportamientos que pueden constituir el ejercicio de un derecho fundamental

Junto a estas dos sanciones hay otras igualmente preocupantes. Entre ellas destacan no comunicar una manifestación adecuadamente antes de su convocatoria o la utilización de imágenes de los cuerpos de seguridad que puedan poner en peligro a los agentes. Se trata de dos castigos que pueden tener un efecto disuasor sobre los derechos, aunque la realidad es que hasta el momento apenas han sido utilizadas para imponer multas. Sería conveniente eliminarlos porque constituyen una amenaza para el derecho fundamental de reunión y la libertad de información. Aunque los datos demuestran que en la actualidad no suponen un problema grave, su mera existencia es una amenaza para los derechos humanos.

El ideal sería eliminar definitivamente la posibilidad de que la Policía, con su propio criterio y sin control externo alguno, pueda multar a la ciudadanía por comportamientos que pueden constituir el ejercicio de un derecho fundamental como manifestarse, caminar, expresarse o protestar.

Adicionalmente, en esta ley que regula el trabajo de las fuerzas de seguridad, sería conveniente afianzar la protección de los derechos fundamentales. Es posible mejorar las obligaciones de identificación de los policías para facilitar la denuncia de los abusos; reducir el tiempo máximo por el que se puede retener a un ciudadano para su identificación; prohibir la utilización de material antidisturbios excesivamente dañino como las balas de goma…

Parece que por fin algunos partidos políticos, incluidos los que forman la coalición de Gobierno, van a iniciar la reforma de la ley mordaza. Ya se sabe que cada vez que el autoritarismo gana espacio y la ciudadanía pierde derechos suele ser irreversible. Para evitarlo, hay voces que exigen que la ley se derogue, no se reforme. Es un caso de vulgarización de los términos jurídicos que resulta bastante expresivo. En el lenguaje de la calle, derogar significa volver a la situación anterior y la idea se entiende perfectamente. Técnicamente, sin embargo, no es tan sencillo.

Los propios juristas no nos ponemos de acuerdo sobre qué significa derogar. Derogar la reforma de 2015 de la Ley de Seguridad Ciudadana sólo puede hacerse mediante otra ley de reforma que elimine las novedades introducidas entonces y modifique esos cambios, volviendo a la formulación anterior. Eso es una tarea técnicamente difícil y que en la práctica no tiene mucho sentido. Políticamente, además, quien exige la derogación de la reforma de 2015 no suele haberse leído con detalle dicha reforma, hasta el punto de exigir que se descambie absolutamente todo lo cambiado entonces.

Jurídicamente no existe la derogación, solo la reforma o la sustitución de una ley por otra nueva. La demanda social de derogar la ley mordaza es razonable, pero sólo puede concretarse en la exigencia de que se eliminen de la ley los contenidos lesivos con los derechos fundamentales. Es decir, que dejará de haber ley mordaza si se elimina todo lo que permite la impunidad policial y lo que desalienta el ejercicio de los derechos políticos y fundamentales. Es el momento de recuperar derechos y, como mínimo, la ley mordaza no desaparecerá mientras los agentes de la Policía puedan multar impunemente a cualquier ciudadano que no ha cometido ningún delito. Otra cosa sería sólo propaganda.


Fuente → ctxt.es

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