Música para convenios colectivos

El tono de la reforma laboral, su sintonía de fondo, ha sido el aparatoso cacareo de varios centenares de presuntos servidores públicos que desconocen cómo hablar de otra cosa que no sean sus intereses de partido

Música para convenios colectivos
Xandru Fernández

En la democracia española se oye la música del azar. No hay determinismo que valga: ni la disciplina de partido, ni los acuerdos de investidura, ni siquiera el sentido del ridículo. Gobernanza random: un diputado a por uvas es capaz de anular la mala fe de dos sinvergüenzas y una reforma laboral que debería haberse aprobado por un voto sale aprobada por un voto pero no por el voto que se esperaba. Tachán: magia. Es como esos números de Chaplin en que el vagabundo salta por una ventana para huir del policía y se da de bruces con él al salir por la puerta. Solo que en las películas de Chaplin había un guion que explicaba esos azares aparentes. Explicar esas piruetas en el parlamentarismo español solo es posible a condición de postular una mano invisible con muy mala baba y un estrambótico sentido del humor.

Pero sin mano invisible, sin guion, sin autores intelectuales y sin fontaneros del Estado, el debate parlamentario en España se asemeja cada día más a una convención de mayoristas de algún sector con ínfulas pero poco margen de ganancia. Y eso que, en paralelo a ese espectáculo anodino e irritante, se desarrollan tramas tan sórdidas como la del caso Villarejo. De siempre las cloacas del Estado han sido más excitantes que ese reiterativo ballet ruso que emiten en el Congreso, y por eso se entiende mal que en una sesión parlamentaria se repliquen los usos y costumbres del Estado profundo: el soborno, la amenaza, la extorsión, la mala pata del sicario que tropieza y toca donde no debe. Pero pasa de vez en cuando, como si la democracia española añorara la excepcionalidad y el peligro y se entregara periódicamente a efusiones como algunas de las que vimos el 3 de enero en la votación de la reforma laboral. No es nuevo, pero al menos hasta hace poco podíamos ver en ello una consecuencia de la proximidad en el tiempo de la dictadura, de la amenaza de los cuarteles y de la presencia en las instituciones de varias generaciones sin experiencia democrática. La novedad es que siga ocurriendo sin ser novedoso: la democracia española sigue siendo experimental, como su cine, su gastronomía y su sistema educativo.

El sistema parlamentario que heredamos de los Pactos de la Moncloa se construyó sobre una sociedad civil efervescente y expectante a la que sus señorías no perdían de vista, tal vez con más temor que reverencia. Ya no es así: esa isla flotante donde se practica la política real, y desde donde se nos dan a diario lecciones no solicitadas sobre pragmatismo, sensatez, responsabilidad y otras virtudes teologales, está cada día más lejos del suelo. En forma y contenido. En ritos y en mitos. Tanto las ceremonias de legitimación o deslegitimación de gobiernos y leyes como el lenguaje que en ellas se emplea son peligrosamente autorreferenciales, remiten solamente al propio juego de la política, a la política entendida como juego, como un sistema cerrado, que intercambia energía con su entorno pero no materia: calienta, pero no alimenta.

Deberíamos haber oído a sus señorías pelearse por contratos, condiciones de despido, precariedad y convenios colectivos, y no por sistemas de recuento de votos

Una reforma laboral como la que se votó el pasado jueves en el Congreso debería haber sido objeto de discusiones sobre el qué, no sobre el quién. Deberíamos haber oído a sus señorías pelearse por contratos, coberturas de desempleo, condiciones de despido, precariedad y convenios colectivos, y no por sistemas de recuento de votos, por quién vota con quién y qué quería votar el que votó lo que no quiso. Recientemente nos recordaba Nuria Alabao que en España las personas desempleadas, con trabajos precarios y en riesgo de pobreza suman ya un 59% de la población en edad de trabajar. ¿Qué posición de privilegio hay que ocupar para creer que esas personas mostrarán algún interés por las intrigas versallescas de la negociación de una mayoría parlamentaria, por las motivaciones seguramente altruistas que dieron lugar a la tamayización de los diputados de UPN, por las excusas, las acusaciones y los paroxismos de la bancada popular ante el error de Alberto Casero o, si a eso vamos, por el hecho de que el escaño de Alberto Rodríguez, de UP, estuviera vacío? Aun dando por sentado que todos esos asuntos poseen un interés intrínseco, ¿sería mucho pedir que las pasiones parlamentarias tuvieran su origen en el texto en disputa y no en los colores del partido, las lealtades de grupo y la obediencia debida?

No soy precisamente el fan número uno de esa reforma laboral, pero agradezco al menos que Yolanda Díaz haya intentado convencer con datos y no con declaraciones de principios o ansiedades partidistas. Ha sido una excepción. El tono general de esta batalla, su música de fondo, ha sido el aparatoso cacareo de varios centenares de presuntos servidores públicos que desconocen cómo hablar de otra cosa que no sean sus intereses de partido y han hecho de la política un lenguaje tan excéntrico y abstruso que, cuando el malestar quiera expresarse, renunciará a él y lo hará por otros medios.


Fuente → ctxt.es

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