“Me sentí sola. Ningún familiar de represores franquistas estaba denunciando a sus parientes”

 Loreto Urraca, nieta de Pedro Urraca Rendueles, un policía franquista destinado en Francia para capturar a los dirigentes de la República, habla del colectivo Historias Desobedientes.

“Me sentí sola. Ningún familiar de represores franquistas estaba denunciando a sus parientes” / Rebeca Mateos Herraiz

A Loreto Urraca el azar la convirtió en la nieta de Pedro Urraca Rendueles, un policía franquista destinado en Francia (desde 1939 a 1945) para vigilar y capturar a los dirigentes políticos de la República que se habían exiliado allí. “Desde el propio presidente de la República, Manuel Azaña, a los presidentes autonómicos del País Vasco y Cataluña y el presidente del Gobierno, Juan Negrín. Algunos ministros como Julián Zugazagoitia, Juan Cruz o Juan Peiró y líderes de partidos políticos como Francisco Largo Caballero. Vigiló y persiguió a las figuras más emblemáticas de la República”, cuenta Loreto.

Participó de forma directa en la captura de, al menos, 20 figuras importantes. A algunos los condujeron a España a enjuiciarlos, y a otros los fusilaron. Es el caso de Julián Zugazagoitia, por ejemplo, o Lluís Companys. “Para capturarlos se apoyaba en la Gestapo o en la policía francesa de Vichy”, relata.

Pedro Urraca estuvo activo hasta el año 1982, muy pasada su edad de jubilación, y con un gobierno socialista en España. En mayo de 1945 salió de París y volvió a España. Unos meses después le trasladaron a la embajada española en Bélgica. A partir de ese momento se hizo llamar por su segundo apellido, Pedro Rendueles o Pedro U. Rendueles, porque la justicia francesa lo había condenado a muerte por denunciar ante la Gestapo a personas de origen judío, como fue el caso de la pintora Antoinette Sachs.

Loreto no tuvo un vínculo cercano con su abuelo. Sus padres se separaron cuando ella era muy pequeña. “Con tres o cuatro años mi padre desaparece de mi vida”, comenta.

Al cumplir los 18 años su padre la llama y le propone conocerse. “Conocí a mi padre y a mis abuelos el mismo día. Cuando los vi por primera vez, deseaba salir corriendo escaleras abajo. Para mí fue desagradable. No me gustaron nada. Había una frialdad en ellos, que se ve que era la que han tenido siempre con todo su entorno y que perduró los pocos años que les traté y las pocas visitas que les hacía, por cortesía y por su insistencia. Nunca hubo una relación entrañable”.

“Conocí a mi padre y a mis abuelos el mismo día. Cuando los vi por primera vez, deseaba salir corriendo escaleras abajo”

En septiembre de 2008, un domingo por la mañana, Loreto estaba leyendo El País y se topó con un reportaje a dos hojas con una foto en la que reconoció a su abuelo y cuyo título era: ‘Pedro Urraca, el cazador de rojos’. El artículo era una reseña de la tesis doctoral del historiador Jordi Guixé sobre la persecución franquista en el exterior, con Pedro Urraca como personaje protagonista.

“En aquel momento no supe qué hacer. Mi principal problema era el apellido. No hay muchos Urraca en España. Un apellido muy sonoro, ridículo. Mi problema al publicarse aquel artículo era sentirme señalada, porque resultaba fácil hacer un vínculo entre él y yo. Aun así lo dejé correr. Pensé que era mejor”.

Pero dos años después contactó con ella una periodista. La había localizado haciendo búsquedas por el apellido y le preguntó si era la nieta de Pedro Urraca. “Ahí me di cuenta de que, efectivamente, alguien había hecho ese vínculo. Estaba haciendo un reportaje sobre el fusilamiento de Lluís Companys, del que se cumplían 40 años. Me pidió que aportara mi testimonio personal, como nieta, sobre la figura de Pedro Urraca”.

Eso determinó que Loreto fuera a Barcelona a leer la tesis de Jordi Guixé. Del apartado de bibliografía y fuentes documentales fue recogiendo qué expedientes y qué archivos había de la información más relevante sobre Pedro Urraca y comenzó su propia investigación, tanto en Francia como en España, que duró en torno a tres años. “La necesidad de ese sentimiento de desafiliación era tan fuerte que no dejé nada por consultar entre lo que había investigado el doctor Guixé”. Consiguió también otras fuentes documentales.

Creó una página web donde depositó, entre otras informaciones, el listado de los 800 españoles cuyos nombres fueron citados en 268 informes elaborados por su abuelo y enviados a las autoridades franquistas.

“Me sentí sola. Ningún familiar de represores franquistas en España estaba haciendo lo mismo que yo: investigar y denunciar lo que habían hecho sus propios familiares. Incluso hubo gente que me dijo que estaba loca, que para qué me ponía a remover el pasado”. Una vez leyó un artículo en el que se le recomendaba que los trapos sucios los lavara en familia. “No había nadie que pareciera comprender la necesidad que yo tenía de desvincularme de esta persona y recuperar mi apellido. Que se supiera que, aunque yo llevo su nombre, no tengo sus mismas ideas”.

Se sincera al contar que no sabe qué hubiera hecho si su apellido fuera distinto: “A veces me lo planteo porque han sido unos años desagradables, no solo por el trabajo que me ha costado corroborar todo lo que sobre él se decía en los archivos (los desplazamientos, las horas y horas leyendo documentos, algunos en mal). Ha sido un esfuerzo físico y económico. Te queda mal sabor de boca, te preguntas por qué tienes que andar haciendo esto. Pero en el fondo sé que era necesario para recuperar mi identidad. Era una necesidad investigarlo y exponerlo públicamente”.

Asegura que fue un proceso de catarsis del que ahora está muy satisfecha. “Estoy cada vez más convencida de que hice lo correcto. No tengo ninguna duda. Tengo clarísimo que hay cuestiones de los totalitarismos que no se pueden permitir. Cada uno es responsable, no solo de lo que piensa, sino de cómo actúa. Por eso yo lo consideraba como una obligación. Esa persona no solo no tenía nada que ver conmigo, sino que desapruebo todos sus valores éticos y morales, que están en el lado completamente opuesto de los míos”, concluye Loreto.

Ficha de Pedro Urraca Rendueles en la Gestapo. Fuente: pedrourraca.info

Con toda esa información escribió un libro, titulado Entre hienas, que ha presentado en varias asociaciones de memoria histórica por distintas provincias de España. “He conocido, no solo a descendientes de víctimas, sino a víctimas del franquismo que siempre han recibido muy bien este aporte”.

A finales de septiembre, la argentina Analía Kalinec (hija de Eduardo Kalinec, condenado en el año 2010 a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad en Argentina) contactó con Loreto y le propuso reunirse con ella y otras personas del colectivo Historias Desobedientes en Buenos Aires.

Esta organización nació en Argentina en 2017, y no hay antecedentes históricos similares de personas cuya unión sea el hecho de ser familiares de torturadores y genocidas de las dictaduras de sus respectivos países.

Las historias de las personas que la conforman se mueven entre la contradicción por su tragedia personal, y el posicionamiento político que deciden adoptar al respecto. Afrontar ese dolor íntimo de forma colectiva, para trascenderlo y convertirlo en algo transformador.

A Historias Desobedientes en Argentina se incorporan algunas personas chilenas, hasta que en el año 2019 fundan Historias Desobedientes Chile. En el 2020 surge Historias Desobedientes Brasil y el pasado diciembre se fundó Historias Desobedientes Paraguay. Y ahora está Loreto en España.

“Para mí fue como encontrar un grupo de personas a las que me parecía conocer de toda la vida, porque estamos en la misma situación. No nos tenemos que dar muchas explicaciones sobre qué estamos sintiendo”, asegura Loreto.

Tras esa reunión en Buenos Aires, Loreto decide ponerse en contacto con Emilio Silva, presidente de la Asociación de Memoria Histórica. “Me pareció que es desde este lugar desde el que tenemos que comenzar la búsqueda de otras personas en España. Familiares de victimarios que se quieran unir. De lo que se trata es de romper el silencio. Transgredir ese mandato de negacionismo e impunidad. Es a lo que la sociedad debe aspirar a nivel colectivo para exigir justicia”.

“Yo soy la hija de un torturador, y digo que torturar está mal. Quiero que las próximas generaciones, como mis hijos, tengan otra perspectiva”

Tanto Loreto como Analía coinciden en la importancia de que los descendientes de los genocidas y represores trabajen en la reconstrucción de la memoria colectiva. “Yo soy la hija de un torturador, y digo que torturar está mal. Quiero que las próximas generaciones, como mis hijos, tengan otra perspectiva. Se trata de sembrar conciencia del daño que se hizo, y que sigue estando latente con los discursos negacionistas”, comenta Analía.

Para ella, poder tener este juicio crítico, este deber de desobediencia frente a órdenes criminales, es también una construcción social. “Ahora si no lo hablamos, si fingimos que no pasó nada, como hacen en España, es muy difícil trabajarlo. Acá lo que hay que poner es palabra, y eso es lo que se pudo lograr en Argentina con los juicios. Lo que posibilitó que circule la palabra de las víctimas, la palabra de los familiares. Todo ese dolor puesto en un marco del Estado que te recibe para escuchar y hacer justicia”.

Argentina juzgó a sus genocidas tras 20 años de impunidad, gracias a la lucha de las madres y las abuelas de Plaza de Mayo y a su materialización en políticas públicas, que se pusieron en marcha durante el gobierno de Néstor Kirchner.

Analía nació en 1979 y creció en los años de impunidad. Comenzó a enfrentar su historia cuando detuvieron a su padre en el 2005. “Cuando me dijeron que mi papá estaba preso, no entendí nada”. En ese momento tenía 25 años. “Yo vivía en la ignorancia total”, reconoce.

En el año 2008, cuando se elevó la causa a juicio oral y accedió al documento, leyó los pormenores sobre cómo había funcionado el circuito represivo y los testimonios de los supervivientes. “Yo en ese momento quedé conmocionada, había sido mamá de mi segundo hijo, que nació en febrero de 2008. Fue como si el mundo se me cayera a pedazos”.

Con las primeras dudas apareció el sentimiento de culpa. “Es mi papá, cómo voy a dudar de mi papá”. Pero aquellas pruebas decían que secuestró, que torturó. “Pero mi papá no. Hay un error, pensaba yo. No podía ni siquiera ir a preguntarle en ese momento”.

Y con las primeras preguntas vino el reproche familiar: “vos qué venís a preguntar. Con lo que papá nos necesita, hay que apoyarlo”, le decían su madre y sus hermanas. “Y aparece una necesidad mía de buscar respuestas contrapuesta al mandato familiar de no hablar del tema, de no preguntar, de no saber nada. Se produce una ruptura familiar muy fuerte. Todo mi mundo se derrumba. Por suerte, vino a la par de la construcción de otro mundo familiar paralelo. Pero en ese momento de quiebre, mientras se derrumbaba uno y se construía otro, la pasé bastante mal”. Lo relata en un libro titulado Llevaré su nombre: la hija desobediente de un genocida.

Analía vio a su padre por última vez en octubre de 2019. Fue en una audiencia preliminar, en el marco civil de un juicio tras una demanda que su padre y sus dos hermanas menores le habían puesto para excluirla del acervo hereditario de su madre y declararla hija indigna, una figura que contempla el código civil de Argentina.

Actualmente se abre un debate en Argentina sobre las salidas transitorias a la calle de los genocidas. La ley de ejecución de la pena para delitos comunes contempla que, a partir de una cantidad determinada de años de cumplimiento efectivo de la pena, puedan obtenerlas. “Es lo que está pasando con mi papá, tras 17 años de pena cumplidos, así como con otros genocidas”.

Desde Historias Desobedientes, la Fiscalía, las querellas y los organismos de derechos humanos quieren evitarlo. “Estamos hablando de personas que cometieron crímenes de Estado de los que no se arrepintieron, que siguen guardando información sensible acerca de los detenidos y desaparecidos, de los bebés nacidos en cautiverio. Hay jurisprudencia y marcos legales suficientes para no avalar el otorgamiento de estos beneficios”, concluye Analía.


Fuente → ctxt.es

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