Los huesos húmedos de los héroes

Se inician los trabajos de excavación de la fosa común de Villadangos del Páramo, que alberga los restos de 85 represaliados por el fascismo, fusilados en 1936

Los huesos húmedos de los héroes
Pablo Batalla Cueto

 Los huesos se hacen casi polvo entre las manos de los arqueólogos que los extraen de la húmeda tierra del cementerio de Villadangos, muy cerca de León: costará —pero se hará— el trabajo de separar e identificar lo que un día ya lejano fueron 85 seres humanos que quisieron cambiar el mundo, y a quienes los caínes sempiternos llorados por Luis Cernuda se lo impidieron. Hombres como Tomás Toral Casado: un maestro de 36 años de quien sus alumnos seguirían recordando toda su vida, entre lágrimas, que su última lección, mientras lo detenían ante sus ojos el 10 de octubre de 1936 en la escuela de Villaornate, fue que, pasara lo que pasara, siguieran estudiando.

Es extraña la sensación de acudir a este desentierro el día que vuelven a sonar sirenas siniestras y a caer bombas y misiles sobre seres humanos en una guerra de las de antes, que estalla a menos de tres mil kilómetros de esta fosa común; lo es haber escuchado en la radio, de camino a Villadangos, a residentes ucranianos en la provincia de León comentar con la voz quebrada la preocupación por sus seres queridos, y escuchar ahora aquí historias como la que cuenta Elisa Alonso Sacristán, la nieta mayor de Federico Sacristán Rodríguez. «Mi abuelo», relata, «trabajaba como cartero, y un día fueron a su casa dos señores. Estaba durmiendo, y fue mi madre quien lo despertó. Mi abuelo le dijo a mi madre: “Dile a mamá que enseguida vuelvo”, y nunca lo volvieron a ver».

El Convento de San Marcos, convertido en cárcel, fue su destino primero; el siguiente y último, los montes de Villadangos, adonde llegó en un camión, mal esposado con otro hombre que se escapó corriendo, al que dispararon una ráfaga pero no lograron matar, y a través del cual la familia Sacristán conocería más tarde la historia. «Mi abuelo», sigue contando Elisa, «no pudo correr, no tenía fuerzas. Era un hombre altísimo y, sin comer, y con lo que sufriría —tenía nueve hijos—, no fue capaz. Suponemos que allí mismo le dijeron “tú de aquí no te mueves” y lo mataron. Como les pareció poco, después le prendieron fuego».  Era grande la saña de aquellos asesinos; grande y vitalicia sería la congoja de la madre de Elisa, que arrastró toda su vida el sentimiento de culpa de haber sido quien despertó al padre que le arrebataron, y murió sin saber dónde dejarle unas flores. La mayor ilusión de Elisa hoy es reunir a sus dos abuelos en la misma sepultura: se quedaría, dice, «en paz».

Familiares de las víctimas han colgado una bandera tricolor. PABLO BATALLA

Ha costado años y litigios abrir esta fosa cuya exhumación intentó ser vetada el verano pasado por un concejo en el que 22 personas se pronunciaron en contra. Son también exactamente 22 las familias que buscan acá los despojos de sus parientes. No está claro que vayan a encontrarlos: tientan una niebla de testimonios contradictorios, de recuerdos erróneos, incluso de mentiras deliberadas. Susana Toral, la nieta del maestro que quería que sus alumnos no dejaran de estudiar, lleva buscándolo 19 años, desde 2003. En Villadangos, en Villaornate, en Valderas, que era su pueblo natal; hablando con ancianos como una valderense que sollozaba recordando que ofreció a don Tomás esconderlo en una tinaja grande, y el maestro rechazó la ayuda porque, puesto que «no había hecho nada», no estaba preocupado por su vida.

La búsqueda se afinó cuando los familiares de los distintos represaliados se conocieron y comenzaron a mancomunar fuerzas. «Entre todos», cuenta Susana, «armamos el puzle: a mí me explicaron esto, a mí lo otro. Y dejamos de andar como pollo sin cabeza, dando tumbos». Tanto si encuentran los restos como si no, Susana ya está contenta: el gran objetivo es en realidad sacar a aquellos hombres y mujeres «del silencio y del olvido» y eso ya se va haciendo.

villadangos
Arqueólogo de la ARMH trabajando en el cementerio. PABLO BATALLA

Los sillares de la tapia vieja del camposanto se distinguen entre la tierra del hoyo en el que acaban de empezar a excavar los arqueólogos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Hay emoción en los espectadores parapetados tras las vallas amarillas que rodean los trabajos —y entre ellos, una conocida: la periodista Olga Rodríguez, que busca a su bisabuelo—. De una de ellas cuelga una enseña tricolor. Rojo, amarillo y morado: colores que brillaban en el corazón de quienes no pedían perdón por abolir la pena de muerte, aprobar el divorcio y el sufragio femenino, construir diez mil escuelas, imponer la jornada de ocho horas, cambiar el mundo de base.

Sus nietos y bisnietos comentan su espeluzno ante la perspectiva de que los herederos ideológicos de quienes fusilaron a sus ancestros entren ahora en el Gobierno de Castilla y León y exijan, entre otras cosas, la derogación de la ley que ha posibilitado este desentierro que, como suscriben todos los presentes, no abre heridas, sino que sutura carnes abiertas. No llueve este año de pertinaz sequía, pero tiene que llover, sigue teniendo que llover, como cantaba Pablo Guerrero, a cántaros.


Fuente → lamarea.com

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