Hacia la república laica
José Mª Lafora
Si bien la experiencia republicana tiene sus inicios en la antigua Grecia y en la antigua Roma, es con la Ilustración cuando el concepto República va adquiriendo su significado moderno en contraposición a lo que, hasta muy avanzado el siglo XVIII, representaba el “Antiguo Régimen”. Por un lado, el “Antiguo Régimen” consistía en la pervivencia, sacralización e imposición violenta de valores basados en relaciones económicas de vasallaje en las que "la plebe" era tan solo el dócil instrumento por el cual se creaba riqueza para los “señores”. Imponer una esclavitud permanente, pues, requería de una configuración política y social en cuya cúspide estaba instalado el poder real, soportado a su vez por la “nobleza” o “poder de los señores”. La monarquía (cuyo poder procedía de Dios) imponía su autoridad a través de instrumentos tales como la religión y el uso de la fuerza, de la ley, de la propiedad y de la cultura. Pero, para entender el progresivo derrumbe del “Antiguo Régimen” es preciso enunciar el proceso: Se deriva desde simples relaciones feudales de vasallaje que germinan en los albores de la Alta Edad Media, en las que predomina el señorío como célula de producción y dominio básica, pasando por la Baja Edad Media, en la que va emergiendo una incipiente “burguesía” como clase social que abre el horizonte hacia actividades económicas diversificadas y que escapan del modelo tradicional de producción del señorío. Por otro lado, las tensiones de los señores entre ellos y de ellos con las monarquías locales van dando paso a la paulatina consolidación del poder real enmarcado en una estructuración primaria del Estado moderno, conformando, rey y Estado, una casi perfecta simbiosis autoritaria y moral que encuentra su plenitud en lacerante frase de Luis XIV, “L’etat c’est moi”, en el siglo XVII. Resultaba obvio que monarquía y señores de cualquier pelaje constituían un problemático obstáculo para la circulación de los aires burgueses que soplaban ya con fuerza en los escenarios de la Historia.
Un periplo histórico como el sucintamente apuntado, inevitablemente, tenía que dar paso a otra manera de ver el Mundo. Como pasa en cualquier proceso histórico las cosas no se explican por un solo factor. Es la conjunción de incontables aspectos que se interrelacionan, la confluencia de procesos históricos parciales, lo que explica la eclosión de un fenómeno universal o de un Proceso General. Así, cobran perspectiva las actitudes (heroicas en su momento) de personajes como Descartes, Galileo, Miguel Servet, Kepler, etc… que ponen las bases del “método científico”. El Renacimiento, en fin, puede interpretarse como una necesidad vital y universal de sacudir los resortes del secular oscurantismo y, en tal sentido, prepara el camino a los grandes debates y a los grandes cambios que se vislumbran en un horizonte ya próximo. La Tierra ya no es el centro del universo. Las teorías heliocéntricas empiezan a cuestionar lo que hasta el momento había sido dogma de fe. Dios ya no es el eje del Mundo sino que es el ser humano quien toma su lugar.
La Ilustración no es un movimiento espontáneo, sino la encrespada plasmación del costoso, inseguro y débilmente consolidado triunfo de la razón sobre el fuerte y armado dogmatismo religioso y el poder secular en él apoyado. Se abre paso el razonamiento como arma contra la opresión y el dogma. Bayle, Newton, Franklin, Voltaire, Diderot, D’Alembert, Montesquieu y Rousseau, entre otros, son anunciadores del protagonismo popular en los cambios que empiezan a producirse. No solo la corrupción del poder monárquico despótico juega como factor determinante en el derrumbe de las viejas estructuras, sino que se van incorporando otros aspectos, cada uno con su “velocidad histórica” que, de no haber eclosionado entonces, hoy estaríamos hablando de realidades muy distintas a las que vivimos. La calle, los sans culotte, hablan un idioma y el poder real otro. La tensión social creciente deja en evidencia el gran abismo existente entre dos mundos antagónicos que profundizan en sus contradicciones y las reproducen en variados escenarios. Los procesos emancipadores de las colonias cobran, al abrigo de estas reflexiones, un protagonismo de primer orden pues no solo socavan el poder de las metrópolis y, por ello, sus ancestrales fundamentos, sino que, consecuentemente, la libertad, la razón, el librepensamiento, los derechos de la ciudadanía y de los individuos, etc.... se convierten en banderas de la rebelión en ultramar y en cuerpo legal de las nuevas estructuras nacionales emergentes. Toma cuerpo la revolución como instrumento para producir y extender los cambios aún confusos e inconexos. La Revolución francesa, que en muchos aspectos sobrepasa las intenciones y las previsiones de los intelectuales de la Ilustración, pone las bases del “Mundo Moderno”, de nuestro Mundo, de la República como Estado surgido de y para la ciudadanía. Los “valores del republicanismo”: Libertad, Igualdad y Fraternidad, son valores que, en el siglo XIX y buena parte del XX, buscan una consolidación pragmática mediante, por un lado, el desarrollo teórico de una pléyade de científicos e intelectuales como, en el caso español, Pi y Margall, Giner de los Ríos, Salmerón, Galdós, Cajal, Azaña, etc. y, por otro, mediante la toma de contacto de la ciudadanía con la nueva realidad en construcción y su consiguiente y paulatina imposición. El Republicanismo, pues, comporta el triunfo de la razón cuya consecuencia inmediata es el encumbramiento del individuo como expresión máxima de la autonomía y la dignidad humana (ciudadanía) y la consolidación de las libertades como cualidad popular en la consecución del “bien común”. El ejercicio de la libertad individual y colectiva conforman pues la Sociedad Civil movilizada, que será justa si queda sometida al principio de igualdad, entendiendo por igualdad no solo la universal plasmación del imperio de la Ley como exponente último del ejercicio democrático sino, y principalmente y en su acepción más moderna y radical-democrática, la protección debida en los terrenos jurídico, social, político y económico de los individuos y colectivos vulnerables, o en situación de serlo, por el normal transcurrir de la convivencia. De tal manera alcanzan libertad e igualdad trascendencia democrática que un concepto no es explicable en ausencia del otro. La conjunción social de ambos principios supone, debe suponer, en el terreno práctico, una total involucración del individuo en la vida política y en la construcción del “espacio público”. Por fin, la fraternidad es la conjunción solidaria de la acción ciudadana que hace que los conceptos justicia, libertad e igualdad alcancen la plenitud conceptual capaz de enmarcar el interés público como paradigma de la evolución social en democracia.
Los enemigos del republicanismo son enemigos del ser humano como concepto más ambicioso de hacedor de “bien común” y como depositario de derechos. No es posible imaginar al ciudadano sin los atributos que otorga el republicanismo, porque lo definen. Por lo tanto, lo irracional, todo lo que se fundamente en fe y no en razón, inevitablemente será beligerante con el republicanismo. El autoritarismo, el dogmatismo, la represión ideológica, los dioses y sus lacayos, sus libros revelados, etc… serán las armas que las religiones empleen en la contienda contra la República.
Es aquí, en esta encrucijada, donde se va abriendo paso el concepto “laicismo”. Como ha quedado expuesto, la plenitud democrática está en relación directa con las libertades y con la involucración de los ciudadanos en la vida pública y, consecuentemente, con la aseveración de que lo público ha de ser libre espacio de todos y para todos, un marco común y solidario de convivencia, un ágora perpetuo de circulación de savia política que construya y fortalezca el “bien común”, en justicia e igualdad. Por ello, el Estado republicano, como garante de las libertades individuales y colectivas, de la proyección social del ciudadano y del bienestar social, no deberá favorecer aquello que suponga obstáculo o fractura de los “valores”. No hay sitio, pues, en lo público, para lo que no suponga, por irracional o por liberticida, aporte al edificio común, ni para quienes propugnen la limitación del ejercicio de las libertades o menosprecien el principio de igualdad, o pretendan someter las libertades a los designios de supuestas “divinidades”. Debemos, en consecuencia, rechazar con contundencia la permanente pretensión de sectores religiosos que, apelando al principio de libertad religiosa, intentan y, en demasiadas etapas consiguen, fagotizar lo público y debilitar la República. Como grupos de presión regidas por el dogma, no es competencia del fenómeno religioso ni de las religiones, como organizaciones con fines espirituales ajenos a los meramente civiles, sus continuos intentos de contaminar la construcción de la Sociedad Civil mediante la imposición a ésta de dogmas enfrentados al ejercicio de la libertad o mediante la asunción de funciones y actividades de exclusiva responsabilidad de los poderes públicos en cuanto se trate de funciones y actividades al servicio de la Sociedad y que, por ello, han de ser gestionadas desde los principios que presiden la República. Las religiones, consecuentemente, han de permanecer en el ámbito privado. La República deberá garantizar el derecho de expresión, reunión y manifestación de las organizaciones religiosas pero velará porque su financiación sea exclusivamente interna y privada y porque su influencia no vulnere los principios de convivencia democrática como antes se ha apuntado. Laicismo, pues, no es, como algunos interesadamente propugnan, que el Estado favorezca a las religiones (¡qué barbaridad!), sin hacer distinciones, sino todo lo contrario, esto es, no favorecer a ninguna y permanecer neutral ante el hecho religioso.
Por lo tanto, desde el punto de vista que estamos analizando la religión, la República y sus ciudadanos libres e iguales no han de combatir la religión sino evitar que la religión acabe devorando o deteriorando la convivencia democrática. Habremos de cuidar de que la República garantice su derecho a existir pero hemos de combatir lo que de su existencia y de su propuesta de dependencia de la fé se destila hacia lo público. Hemos, en fin, de evitar que ella nos invada y destruya porque, entre otras cosas, recordemos que se trata de colectivos “poseedores de la verdad absoluta”. Poseen la verdad y no admiten réplica en tal sentido. La moral, para ellos, es la moral religiosa. Para los católicos, por citar el ejemplo que con especial frelevancia nos afecta, solo existe una moral, la católica. Ni siquiera la llaman moral católica sino solo moral. Igualmente solo hay un modelo de familia a la que denominan “familia tradicional”. Lo que no sea emanación de su fe rebelada, simplemente no es.
Artículo de Noviembre de 2.010. Resumido y revisado en Febrero de 2022
Fuente → alternativarepublicana.es
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