El “problema agrario” y cómo solucionarlo fue un tema recurrente en la historia del siglo XX español.
A comienzos de ese siglo España era un país mayoritariamente rural. El 80 por ciento de la población vivía todavía en localidades que no superaban los 10.000 habitantes, un dato subrayado por el peso del sector primario dentro de la economía nacional. Las tareas agrarias producían más de un 40 por ciento de la riqueza general del país y ocupaban al 68 por ciento de la población activa.
Tres décadas después, la agricultura todavía representaba al comienzo de la Segunda República la mitad de la producción económica y el control de la tierra determinaba la posición social de una buena parte de la población. Podría repetirse aquí, como tantas veces se ha dicho, que España, pese al desarrollo industrial y al crecimiento urbano, seguía siendo en 1931 un país básicamente agrícola.
No tenía fácil solución el llamado problema de la tierra en España. La represión, en vez de la reforma, había sido siempre el arma utilizada por el Estado frente a las protestas campesinas. Por eso cualquier reforma agraria, por moderada que fuese, iba a ser percibida por los propietarios como una revolución expropiadora. Y por eso la tierra se convirtió en uno de los ejes fundamentales del conflicto durante la República y acabó siendo un componente sustancial de la violencia política en los dos bandos que combatieron en la guerra civil.
El nuevo orden implantado por los vencedores en la guerra civil pasó, antes de ser bendecido por Estados Unidos y el Vaticano, más de una década de hambre, escasez, corrupción y estraperlo y todo comenzó a cambiar desde finales de los años cincuenta con la gran transferencia de mano de obra desde el sector agrario a la industria y los servicios.
Más de cuatro millones y medio de personas, normalmente trabajadores subempleados en la agricultura, cambiaron de residencia en España durante la década de los sesenta, pasando a ocupar la oferta de puestos de trabajo en los sectores económicos en desarrollo. El sector primario, que en 1960 aportaba una cuarta parte del PIB, representaba sólo un 10 por ciento en 1975. La población ocupada en actividades de ese sector pasó de más del 42 por ciento a menos del veinticuatro. La industria, por el contrario, ocupaba al final de la dictadura al 37 por ciento de la población, y los servicios, que aportaban en 1975 la mitad del PIB, se convirtieron en la actividad económica con más trabajadores.
El crecimiento industrial, siguiendo la tendencia marcada desde comienzos del siglo xx, se concentró en el triángulo Barcelona, Vizcaya, Madrid, con importantes consecuencias para la distribución regional de la población: esas áreas industriales y las ciudades del Levante recibieron a cientos de miles de emigrantes, mientras que amplias zonas de otras regiones, especialmente de Andalucía, de las dos Castillas y Extremadura, se despoblaron. La población española aumentó diez millones en las cuatro décadas de la dictadura, pasando de veintiséis en 1940 a treinta y seis en 1975, debido sobre todo al descenso brusco de la tasa de mortalidad, pero el fenómeno más relevante fue el trasvase masivo de población del campo a la ciudad, el llamado éxodo rural, que transformó a la sociedad española.
Y es que ese extraordinario crecimiento económico fue acompañado de profundos cambios sociales. El éxodo rural rompió con la abundante disponibilidad de mano de obra en el campo, uno de los rasgos distintivos de la agricultura española hasta la guerra civil. La agricultura tradicional entró en crisis, como consecuencia de un proceso migratorio que afectó fundamentalmente a los jornaleros o asalariados y a los pequeños propietarios. Esa redistribución de la población provocó un notable aumento de los salarios agrícolas, que obligó a los propietarios a sustituir el trabajo por la maquinaria, algo posible en un momento de expansión de la tecnología y por la diversificación de cultivos.
El problema de la distribución de la tierra, uno de los ejes fundamentales del conflicto social durante la Segunda República, desapareció. Aquellas luchas de los jornaleros agrícolas cargadas de mitos y de sueños revolucionarios ya no volverían nunca a ser noticia. Con la dictadura franquista y la represión, la reforma agraria había desaparecido del horizonte y ahora lo que establecían para decenas de miles de ellos era la posibilidad de encontrar trabajo en las industrias que se abrían en los cinturones de las grandes ciudades. Los dos millones de asalariados agrícolas que quedaban en 1960 se habían reducido a un millón diez años después. La clase terrateniente perdió poder político e influencia social.
La aparición de los tecnócratas del Opus Dei en los gobiernos de Franco se manifestó sobre todo en una política agresiva de crecimiento económico, de apología del desarrollismo, de la modernización y de la vida urbana, que iba acompañada a su vez de un elogio del campo, de la cultura tradicional y de las virtudes esenciales que el mundo rural representaba. Por un lado se sacaba a pasear ese gen hereditario agrario pero las políticas y decisiones fundamentales nada hicieron por evitar la despoblación.
Aquellas luchas de los jornaleros agrícolas cargadas de mitos y
de sueños revolucionarios ya no volverían nunca a ser noticia. Con la
dictadura franquista y la represión, la reforma agraria había
desaparecido del horizonte
En los primeros meses de la transición, Alianza Popular, la coalición de notables franquistas que creó Manuel Fraga a finales de 1976, logró que en la Ley para la Reforma Política se estableciera la provincia como circunscripción electoral, un número mínimo de diputados por provincia y también un porcentaje mínimo de votos para conseguir un escaño. Estas medidas favorecían la creación de un sistema bipartidista y privilegiaban el voto conservador de las provincias pequeñas frente a las zonas urbanas más pobladas. Muchos procuradores de las Cortes franquistas supieron desde ese momento que en las primeras elecciones democráticas saldrían elegidos por sus provincias de origen gracias a las redes clientelares. La nueva derecha democrática, desde la UCD a AP/PP, que representaban al “franquismo sociológico”, continuó con sus elogios y apologías del campo desde el control de las diputaciones y ayuntamientos de las provincias más despobladas.
El ruido propagado a propósito de las declaraciones de Alberto Garzón a The Guardian, más allá del debate sobre el consumo de carne en los países ricos, el desarrollo sostenible y la explotación de recursos naturales por parte de grandes compañías privadas, ha sacado a la luz, una vez más, la persistencia de ese agrarismo de una buena parte de los políticos españoles y de los grupos empresariales. “¡Viva el campo!”, pero para sacar los muchos votos que allí quedan en el reparto electoral, aprovecharse de sus recursos y demostrar su supuesto amor a las verdaderas esencias del pueblo español.
Fuente → infolibre.es
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