Gracias a la generosidad de su familia ha llegado a nuestras manos este documento que vamos a ir publicando, un pequeño libro de Memorias de un Miliciano. En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.
Como todos los días, al salir de la escuela, con mi trozo de pan y mi onza de chocolate en la mano, voy donde mi “amigo” Julián para ayudarle en su reparto de tabales de sardinas por los ultramarinos de Bilbao. Julián es el chofer de una Chevrolet del almacén más acreditado en coloniales y hace tiempo que me ha nombrado ayudante honorario. Le preparo los tabales por clientes, que él descarga y entrega a cada uno en su recorrido, mientras yo, en la camioneta, vigilo la carga. Durante el recorrido me permite ir en la cabina y yo disfruto igual que cualquier amigo del Conde de Zubiría a bordo del mejor de sus coches.
Nuestro reparto de hoy es aparentemente como el de cualquier día, pero noto algo extraño en la cara de Julián cada vez que entraba en la camioneta, después de hacer la entrega, Julián, que es un riojano de carácter introvertido y cara de jugador de póquer, sale de sus sucesivos repartos como si cada cliente le diese un duro de propina, cosa por otra parte inconcebible en el mundo de los coloniales, como yo bien lo sabía por experiencia. Algo le estaba pasando aquella tarde, algo que yo no entendía, pero que estaba transformando a un hombre taciturno y cincuentón, quitándole años y seriedad, hasta el punto que llegué a pensar que el chiquito de vino con que normalmente le obsequiaban al hacer sus entregas le estaba haciendo un efecto inadmisible en un riojano de pura cepa.
Yo, aunque un poco receloso, seguía con mis obligaciones de copiloto, observándole con el rabillo del ojo cada vez que el Chevrolet doblaba una esquina o enfilaba alguna calle en pendiente, pero no le cogía en ningún fallo. Conducía como siempre, con la misma seguridad, y a pesar de que a medida de que según avanzaba la tarde y las entregas de tabales se sucedían, sus ojos estaban más brillantes, yo terminé tranquilizándome y absorbiéndome en lo que de verdad me interesaba en aquellas excursiones y que no era otra cosa que mi ilusión de aprender a conducir aquel cacharro. Porque día a día estaba aprendiendo teóricamente todas y cada una de las maniobras que él hacía, desde que encendía el contacto al arrancar, hasta que echaba el freno de mano al parar y tan concentrado estaba en ello que no me daba cuenta de que Julián me observaba a su vez y que sabía tan bien como yo cual era la causa de tener un ayudante gratuito. Me dio la mayor alegría de mi vida meses después, cuando enfilábamos el Campo de Volantín hacía La Salve, donde teníamos el garaje, paró la camioneta, me dijo que pasara al volante y me indicó, todo serio, pero ahora sé que complacido que arrancase. Y ya lo creo que arranqué llevé la camioneta hasta la puerta del garaje sin que se me calase el motor ni una sola vez. Aquella noche no pude dormir de felicidad y desde entonces Julián fue para mí Dios en persona.
Pero volvamos al comienzo de mi relato. Avanzaba la tarde, el reparto estaba terminando y durante nuestro recorrido empecé a notar que en las calles había algo que, como la cara de Julián no era habitual: se veían en las aceras pequeños grupos de personas que hablaban animadamente, otros al cruzarse se decían algo y se despedían precipitadamente dándose palmadas en los hombros y con el semblante tan alegre como si les hubiese tocado la lotería. Empecé a estar alerta y dejé de fijarme en los movimientos del embrague para tratar de saber lo que ocurría, pues ahora ya estaba seguro que algo pasaba y que aquella alegría de los viandantes tenía algo que ver con el brillo de ojos de Julián.
Habíamos terminado nuestro reparto y la camioneta enfilaba la calle de la Estación para desembocar en el Arenal y ahora los grupos de gente que bajaban en la misma dirección eran ya abiertamente bulliciosos y al llegar a San Nicolás invadían la calzada haciéndonos ir en primera, tocando el claxon continuamente y lo más raro era que mi compañero, en lugar de enfadarse, acompañaba sus bocinazos con gritos de alegría y risotadas acompañadas de tacos genuinamente riojanos. Yo empezaba a estar ya un poco preocupado, pero al ver reírse a aquel hombre de ordinario tan serio, comprendí de pronto que algo muy importante estaba ocurriendo en Bilbao y que ese algo tenía que ser necesariamente bueno.
Poco a poco, al paso de lo que se estaba convirtiendo ya en una verdadera riada humana, seguíamos por la Sendeja para coger el Campo Volantín y entonces escuché por primera vez un vozarrón que salió de la multitud y que fue coreado de forma clamorosa. Aquel vozarrón solo gritó tres palabras, pero proferidas y contestadas con tal fervor que ya no podré olvidar nunca. Aquel ¡VIVA LA REPUBLICA! Que salía de las entrañas de los bilbaínos que ya nos rodeaban por todas partes, me hizo sentir un escalofrío que marco mis sentimientos para el resto de mi vida.
Ahora comprendía el cambio de personalidad de mi amigo Julián. Era aquello lo que le habían comunicado de tienda en tienda, lo sabían desde hacía horas todos sus amigos y que yo, con mis trece años inmersos totalmente en el campeonato de liga, ignoraba por completo. Se había proclamado la República en Eibar y aquella tarde se izaría la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Bilbao. Y allí estábamos nosotros, como afortunados y emocionados espectadores de primera fila, porque al llegar la camioneta a duras penas frente al Ayuntamiento, Julián paró el motor y rodeados ya por una muchedumbre entusiasmada, contemplamos de forma privilegiada todo lo acontecido aquella tarde memorable en el Ayuntamiento de Bilbao.
En su balconada principal había gente que gritaba y agitaba sus sombreros saludando a la multitud que los aclamaba y ya los vivas a la Republica eran una traca ensordecedora que no cesaba. En un instante se formó un pequeño revuelo en la esquina de la plaza, donde estaba colocada la placa que le daba nombre y esta placa donde se leía “Plaza de Primo de Ribera” fue hecha trizas y en su lugar, inmediatamente, fue colocado un lienzo blanco donde aparecía el nuevo nombre que el pueblo decidió. Desde aquel momento, hasta la entrada en Bilbao del conglomerado de moros y cristianos en el 37, la plaza se llamó de “Los capitanes Galán y García Hernández”, con las letras escritas en trazos rojos, como su sangre, vertida meses antes ante un pelotón de ejecución.
Cuando esto mirábamos nos sobresaltó un inmenso clamor que surgió de la multitud; en la balconada del ayuntamiento habían aparecido nuevos personajes, que yo no conocía, y que eran al parecer miembros de la hasta entonces clandestina Junta Republicana y después de una vibrante arenga de la que poco pude entender debido al clamor que había en al plaza, observé que se hizo un silencio casi religioso y de repente el delirio. En el mástil principal del Ayuntamiento de Bilbao se estaba izando y ondeaba ya al viento, la bandera republicana.
En aquel momento, de repente, sentí que unos brazos de acero, convulsos, cálidos, meabrazaban con fuerza y un hombrachón riojano gritaba incoherencias con los ojos llenos de lágrimas.
Cuando pude soltarme de su abrazo observé que alrededor otros muchos hombres también lloraban. Fue el 14 de Abril de 1931 y yo no podré olvidar nunca aquel día.
Fuente → errepublikaplaza.wordpress.com
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