Las relaciones entre la República española y la Unión Soviética según Julián Zugazagoitia

Las relaciones entre la República española y la Unión Soviética según Julián Zugazagoitia

El gobierno que presidía el señor Giral no podía hacer, en materia internacional, grandes cosas. Sus colaboradores carecían de aliento para la menor empresa.

El único acto atrevido que puede computárseles es el restablecimiento de nuestras relaciones diplomáticas con Rusia. ¡Al fin! Esas relaciones habían comenzado a estudiarse poco después de que Prieto, desde Hacienda, con notable economía y ventaja para ella, suscribiese el primer contrato de petróleo ruso, eliminando toda suerte de intermediarios. —Por unas y otras causas, las negociaciones se frustraban cuando más a punto parecían de lograrse. Creo recordar que era a don Niceto Alcalá Zamora a quien esas relaciones no hacían ninguna gracia. En puridad, excluidos los socialistas, los demás grupos políticos ministeriales se desinteresaban del problema y encontraban bien todos los retrasos. La guerra modificó los criterios. Claras ya las ayudas importantes que el enemigo recibía de Italia y Alemania, que le facilitaban material y hombres; negados los apoyos que teníamos derecho a esperar de las potencias democráticas, con una de las cuales habíamos suscrito un tratado de comercio por el que nos obligábamos a comprarle material de guerra, que en el momento en que nos era más necesario se negaba a vendemos, se hacía forzoso, como último recurso, pensar en Rusia, para tratar con la cual lo primero que necesitábamos era tener relaciones diplomáticas que no las teníamos. A no pocos críticos de Rusia se les ha traspapelado ese detalle. Acudimos a su amistad cuando nos sentimos desahuciados de las que con más intensidad habíamos cultivado. La República Española no se había hecho de la noche a la mañana comunista. Mucho más simple: el instinto de conservación la empujaba inexorablemente hacia la URSS.

Rusia es un país de límites geográficos, con diplomacia propia y con unos conceptos políticos, nacionales e internacionales muy precisos y concretos, que agradan a unos y desplacen a otros. Lo que Rusia no es, es un hada madrina dispuesta a arriesgar su integridad por acudir en auxilio de países que sufren un apuro y que la víspera de sufrido se cuidaban mucho, por una u otra razón, de no dirigirle la palabra. Rusia era, de ahí el restablecimiento de relaciones, nuestro único asidero. La tabla del náufrago. Su primer embajador en Madrid, Rosenberg, presentó sus cartas credenciales en momentos bien apurados.

El acto político de las nuevas relaciones fue un balón de oxígeno para nuestras esperanzas que habían sufrido rudos golpes con el progreso de los rebeldes, que encaminaban sus pasos hacia Madrid, que ya había tenido ocasión de estremecerse con los primeros ataques aéreos, enderezados a destruirle la moral de que iba a sacar su capacidad de resistencia. Es de Rusia de donde nos llega el único material que recibimos. No es un regalo revolucionario, sino una transacción mercantil; pero aun así no puede quedar excluida la gratitud. Sin esa transacción, hace tiempo que la República hubiese perecido. Esta es una verdad que no se presta a discusión. Se le deja perderse, deliberadamente, entre los detalles: el precio, la lentitud de los envíos, las exigencias políticas, etc. ¿Es que esos condicionantes no fueron tenidos en cuenta por los diferentes hombres que negociaron con Rusia? Imagino que sí; pero pienso, además, que, a esos detalles, cuya importancia no menosprecio, se reunirían otros, a saber: el riesgo que corría la Unión Soviética, la merma que imponían a sus recursos bélicos y la zozobra diplomática en que por ayudarnos vivía. Aludiendo a su ayuda a los rebeldes, Alemania ha dicho que «arriesgó la guerra».

La de julio de 1936 fue una guerra grande, porque la alimentaron Alemania e Italia. Después de sofocada la insurrección en Madrid, en Barcelona, en Valencia y en las Vascongadas, Franco no hubiese tenido alientos para llegar más lejos.

Nuestros esfuerzos tenían por aspiración un objetivo difícil: recuperar plenamente para el Gobierno toda la autoridad del Estado. En esta materia, Negrín estimulaba a todos los ministros, predicando con el ejemplo. Como titular de la cartera de Hacienda, lo que más le importaba era estar en condiciones de hacer cara a las exigencias económicas, siempre exorbitantes, de la guerra. Estaba persuadido de que la victoria dependía, en gran parte, de las posibilidades que su Ministerio pudiese ofrecer, en todo momento, al de Defensa Nacional.

Juzgando por peticiones de divisas, para adquisiciones de material, que le eran diferidas o regateadas, Prieto calculaba que nuestra penuria bordeaba la ruina. Estos vaticinios suyos no alcanzaron a tener confirmación y sus peticiones, retrasadas o disminuidas, acababan por ser satisfechas. El volumen de esas peticiones solía ser considerable y no era menor el de las que formulaban otros servicios para la adquisición de víveres y materias primas. Razón tenía Prieto para presumir nuestro hundimiento financiero; pero, no solamente no se produjo en el año de nuestra presencia en el Gobierno, sino que la Hacienda pudo sostener los gastos de la guerra durante otro año más, sin que su pérdida deba atribuirse a falta de recursos.

El oro del Banco de España, transportado a Rusia, como país de seguridad, a título de depósito, no me da plenamente la explicación que he buscado en esta materia delicada. Esa operación, de la que tanto se habló, la inició, con una gestión de consulta, Negrín, y la aprobó, como conveniente, el Gobierno de Largo Caballero. Cuando se pudo concertar, por haber dado Moscú su aprobación, el envío se hizo, según mis informes, con las más escrupulosas formalidades administrativas, reseñándose el peso y las características de cada caja, detalles que menospreciaba, como estorbosos, el presidente del Consejo, y que hubieron de ser impuestos por el ministro de Hacienda, al que no se le escapaba la responsabilidad que asumía al consentir que semejante cargamento saliera del territorio nacional. El oro se extrajo de los depósitos del Banco de España, donde se guardaba, la noche del 7 de noviembre, cuando la caída de Madrid se reputaba inminente. La orden de evacuación no pudo ser dada por el ministro de Hacienda, que se encontraba en París, de regreso de un viaje a Londres. La dio otro ministro que supuso que la pérdida de la capital y con ella la reserva de oro del Banco de España era, por manera inevitable, la derrota.

El tesoro encontró refugio provisional en Cartagena. El definitivo estaba en Rusia, que, en concepto equivocado de los más, se quedó con el cargamento por nada. Esa sospecha tiene que parecer demasiado pueril a cuantos saben lo que, mensualmente, costaba la guerra. Ese costo, verdaderamente monstruoso, no se explica, ciertamente, ni aun con el oro del Banco de España. Misterio. Es decir, magnífica coyuntura para que los mal pensados alimenten todas las suposiciones y construyan, a favor de la colectiva credulidad, las hipótesis más implacables.

En materia de armamento estábamos persuadidos de que no conseguiríamos nunca salir de la penuria en que nos debatíamos desde el comienzo de la guerra, a menos que Francia, Inglaterra o los Estados Unidos se decidiesen a vendérnoslo. Y de esta esperanza hacía tiempo que nos habíamos despedido. Ni podíamos comprar libremente el material que necesitábamos, ni teníamos posibilidades de crear la red de colaboradores eficaces que necesitaba el mando.

-Fuente: Guerra y vicisitudes de los españoles, de Julián Zugazagoitia.


banner distribuidora