Delatores: el envilecimiento moral en la dictadura española

Las delaciones fueron un instrumento para extender el interés en la consolidación de un régimen entre los que habían cooperado con la represión.

Delatores: el envilecimiento moral en la dictadura española / Lucio Martínez Pereda

Los informes enviados a los servicios de vigilancia e información del estado franquista con datos de toda la ciudadanía no resultaron suficientes para investigar los antecedentes políticos y religiosos de la población. La denuncia anónima se convirtió en un instrumento ampliamente empleado para asegurar un castigo y depuración social completos.

La delación, durante la Guerra Civil y la dictadura, fue estimulada públicamente como una obligación moral que la población de la retaguardia tenía para con los soldados que estaban luchando en los frentes de batalla contra los enemigos de la Patria. Los antipatriotas no combatían solo con fusiles. Algunos de esos enemigos estaban lejos de los campos de batalla, ocultos, y resultaba imprescindible “desenmascararlos” para que la victoria en el frente no se convirtiera en una derrota en la retaguardia.

Durante la guerra, la retaguardia fue empleada como un espacio propicio para la creación de un constructo propagandístico: el “Enemigo emboscado”. Cualquier sospecha infundada, cualquier detalle que podía parecer insignificante en época de paz, cobraba bajo la luz de esta machacona imagen propagandística una nueva dimensión que servía de estímulo para las denuncias. Ningún exceso informativo, ningún error a la hora de delatar iba a ser castigado. El delator- falso o no- podía ocultar la vileza de su acción bajo la cobertura justificativa de una cultura bélica que alimentaba la sospecha y la presentaba como una señal de patriotismo. Esta cultura hiperbólica de la sospecha eximia al acusador del suministro de pruebas: cualquier gesto se hacía indicio y cualquier indicio se transformaba en prueba.

Las denuncias no fueron únicamente una fuente de información para llevar a cabo todos los castigos, sino también la forma más rápida de implicar a la sociedad civil en la represión, y reforzar sus lazos con la dictadura. Las delaciones fueron un instrumento para extender el interés en la consolidación de un régimen entre los que habían cooperado con la represión. Los delatores, denunciando a compañeros, vecinos o familiares, ligaban su futuro a la suerte del régimen. Eran conscientes de que con su actitud fraguaban una relación de dependencia unida a la supervivencia del Nuevo Estado. Los expedientes contenidos en los archivos están llenos de miles de estas denuncias. Entrar en contacto con ellas es entrar en contacto con toda la miseria moral de una sociedad construida y articulada entorno al miedo.

El miedo como disolvente de resortes éticos creó un ambiente social irrespirable y un encanallamiento moral de las relaciones sociales que quebró los lazos afectivos, laborales y de solidaridad más básicos. La denuncia se configuró como inclusor social, pero también, como se ha repetido en alguna que otra ocasión, en un elemento constitutivo del propio régimen. La delación se normalizó, transformándose en uno de los pilares sobre los que se asentaron las relaciones profesionales, e incluso en un recurso para resolver los conflictos de competencia surgidos entre las distintas familias políticas a la hora de distribuir los cargos del aparato administrativo del Nuevo Estado. En ese sentido fue frecuente la circulación de dosieres de masonería “fabricados” ad hoc cuando aparecía algún conflicto en las estructuras de poder provincial, conflictos frecuentes, cuando a raíz del nombramiento de un gobernador civil, los jefes provinciales de falange- que consideraban el acceso a este cargo como una prerrogativa ligada a su poder – comprobaban con disgusto que sus expectativas no se veían cumplidas.

Poco importaba que la denuncia fuese falsa, el delator nada pagaba por ello, si acaso un cierto desprestigio motivado por el incordio que suponía la apertura e instrucción de expedientes que no conducían a ninguna parte. En rarísimas ocasiones la falsa acusación tuvo consecuencias legales; no se podía asumir el riesgo de que esta ingente masa de delatores dejase de proporcionar un volumen de información que ponía a los distintos organismos depuradores sobre la pista para atrapar al izquierdista enmascarado. Algunas profesiones fueron especialmente requeridas por los servicios de información para aprovisionarse de denunciantes. Así sucede con propietarios de bares y cafeterías. Informadores y delatores incluso se repartieron por estadios de fútbol y plazas de abastos, para vigilar cualquier conversación sospechosa que se produjese en los actos de masas. Algunas profesiones condenadas a convertirse en informadores, tal fue el caso de porteros y alcaldes de barrio. Los primeros llegaron a disponer de un formulario propio donde debían trasladar los datos recogidos sobre la vida y conducta de todos los vecinos del inmueble.

Las campañas de prensa orientando a la población sobre las pautas a seguir en la detección del enemigo interior alimentaron una presencia constante de la sospecha. Algunas denuncias fueron efectuadas por personas que no escuchaban sonar la radio del vecino cuando se emitía el himno nacional, o ante la ausencia de un brazo levantado en saludo a la romana durante la celebración de una manifestación patriótica. El hecho de que la petición de denuncias se hiciera pública en los boletines oficiales y fuera propagada por la prensa como una obligación moral y patriótica que se esperaba fuera cumplida por toda la población, creó una cultura de general aceptación que sirvió de coartada y auto exculpación para hacer desaparecer cualquier escrúpulo o contención moral. La incitación a la delación en la prensa fue constante. En el periódico La Vanguardia Española, tras la entrada de las tropas franquistas en Cataluña, se inauguró una sección titulada “Justicia Nacional”; publicando la calle y número de los edificios habilitados en cada distrito donde se podía delatar a los desafectos.

La iglesia que, como es sabido, desde los inicios del alzamiento contra la República aportó argumentos religiosos para justificar la rebelión militar, no quiso mantenerse al margen de este proceso de denuncias y ofreció su prensa para legitimar las delaciones. La denuncia era una obligación de “buenos” españoles, pero también una obligación religiosa de los “buenos” católicos, hasta tal extremo que esta identificación mutua hizo que algunas organizaciones eclesiásticas hicieron llamadas a la delación colocándola bajo el patrocinio histórico de la Inquisición. En el editorial de la revista Ecclesia – el semanario de Acción Católica- se explicaba en los siguientes términos:” A la acción vigilante del estado hay que añadir la colaboración y vigilancia de los buenos españoles (…) junto a la vigilancia, la delación inmediata y enérgica. ¿Habéis dicho inquisición? Creíamos que yacía sepultado entre escombros el miedo a muchas palabras que asustaron a nuestros abuelos. Porque la Inquisición es una forma de defensa que practicaban desde hace mucho tiempo todas las naciones del mundo.”

La delación se extendió por un campo de acción tan amplio que acabó formando parte del conjunto de elementos constitutivo de lo que algunos autores han llamado cultura de guerra civil: una cultura en la que se socializó una parte de la población, pero también una especie de tácito “servicio patriótico” al que estaban obligados todos los “buenos españoles”. En palabras del Caudillo; lo mismo se servía a la patria “dando la vida en los frentes que desenmascarando a un traidor.”

“son numerosísimas las denuncias anónimas que se están recibiendo en este gobierno civil. Es muy plausible y la autoridad incluso la ha solicitado, la cooperación de los ciudadanos para resolver de raíz los problemas que a España vienen preocupando, más es preciso también que al ayudar los ciudadanos a su resolución lo hagan con toda entereza y gallardía y facilitando también las gestiones necesarias para dar efectividad a tales denuncias. Para ello, se ruega a todos los que quieran colaborar, lo hagan sin ocultar su nombre”.

En una situación en la que la mitad de la población vigilaba a la otra mitad, los alcaldes de barrio se convirtieron en agentes de vigilancia que escribían detallados informes sobre la conducta del vecindario: una gigantesca empresa de control social se fraguó al amparo de las delaciones. El volumen de delaciones fue tan grande que incluso se hizo necesario, para archivar las que se efectuaron en algunas provincias, escribir un código de clasificación letra numérico de su distribución geográfica por comarcas. El funcionamiento de estas redes distribuidas homogéneamente por el territorio informa de la creación de aparatos de investigación específicamente destinados a cumplir una función delatora. Hubo personas encargadas de proporcionar información sobre la población total de algunas localidades. Se consiguió crear una red homogénea que cubriera con regularidad el territorio con delatores muy implicados en la vida local que tenían la ventaja de conocer bien el ambiente. Esas redes establecieron protocolos de actuación para clasificar la información recibida por canales de denuncia extra judiciales.

La Justicia franquista valoró positivamente el uso de la delación como herramienta para la obtención de información. No la consideró una herramienta excepcional con reprochables atributos –secretismo y anonimato- únicamente tolerable en circunstancias especiales y sólo justificados en casos extremos. Además, el delator ni comparecía al juicio ni declaraba en presencia del juez, afectando el principio de inmediación, fundamental en el Derecho Penal, y que consiste en que el juez tenía la obligación de recibir las pruebas de manera directa. La existencia de esta figura contra legem violentaba gravemente el derecho a la defensa de los acusados. La admisión de estos testimonios mermó las garantías del acusado y aumento el poder discrecional de los jueces. A estas mermas de derecho hay que añadir que el acusado nunca sabe quién lo delata, ni quiénes apoyan la delación. La acusación normal implicaba la carga de la prueba por parte del acusador: la delación no.

La delación también es un regulador de poder. El despojo de puestos de trabajo y empleos públicos fue la compensación que esperaban recibir los partidarios de los vencedores a cambio de la cooperación en la depuración que se llevó a cabo con todos los funcionarios del antiguo estado republicano, pero también el inevitable peaje al que quedaban obligados los detentadores del nuevo poder para poder contar con el apoyo de la población civil. La situación de impunidad respecto a las falsas denuncias era un atractivo para que la delación funcionase como una práctica que garantizaba el saqueo de plazas de trabajos de funcionario sin tener que pagar nada a cambio.

Este marco general de estimulación delatora inducido por la propaganda franquista y las instituciones represivas naturalizó una cultura política de la delación, que, dio pie a que a las motivaciones políticas e ideológicas se añadieran todo tipo de razones extrapolíticas. Numerosos son los motivos no políticos, que amparándose en esta cultura política favorable a la delación están detrás de estas acusaciones: los pleitos antiguos por la posesión o arrendamientos de fincas y locales, la resolución de una rencilla laboral, el ansia de rapiña, la satisfacción de una venganza, garantizarse un currículo de fidelidad, salvar un trabajo que peligra por la concurrencia de un competidor, conseguir en pública subasta la adquisición de un bien incautado. La denuncia se transformó en un instrumento con el que resolver pasadas relaciones conflictivas, políticas, económicas, familiares e incluso sentimentales. El pasado había encontrado el momento adecuado para liberar la carga de odios sociales e individuales no desaparecidos por el paso del tiempo. Los delatores no eran todos contrarrevolucionarios convencidos y comprometidos políticamente con el nuevo poder.


Fuente → nuevarevolucion.es

banner distribuidora