«Indecentes y frívolas»: Aquellos antifascistas tan puritanos y censores

 «Indecentes y frívolas»: Aquellos antifascistas tan puritanos y censores

Cerraron cabarets o prohibieron las actuaciones «sicalípticas» de las cupleteras más valientes, llamadas «náufragas» por la escasa ropa que mostraban. El valenciano Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos, durante la Guerra Civil, se convirtió en el mayor enemigo del cuplé y la libertad

En ciudades como Barcelona se combatía la prostitución cerrando los prostíbulos. Pero también se decidió perseguir a las artistas «sicalípticas», las representantes del género llamado «frívolo», como el cuplé, que se enorgullecía por contar con heroínas de una libertad que, sin embargo, era rechazada por los supuestos adalides de esta. En el fondo se impuso una moralidad que, en ciertos casos, cayó en la homofobia y el sexismo. La revista Crónica, en su edición del 13 de diciembre de 1936, ilustraba aquella cruzada contra la sicalipsis, los cabarets y music halls de la manera más gráfica posible: uno de los cartelones que se exhibían a las puertas de los teatros y locales nocturno por orden de las autoridades republicanas y antifascistas, y que prohibía los espectáculos sicalípticos. El órgano central del control sobre el teatro fue el Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos (UGT y CNT), con sede en Valencia, adonde se había trasladado el gobierno republicano en el mes de noviembre de 1936 mientras Madrid se batía con el fascismo a sus mismas puertas.

En Barcelona se creó Comitè Econòmic del Músic Hall. Todos los cines y teatros estaban en sus manos e imitaba a otro organismo un poco anterior, el Comité de Espectáculos Públicos de Madrid. El ambiente de «relajación» de cabarets y tabernas era visto como contrario y ofensivo al momento histórico que se vivía. Se les acusó de diversiones «burguesas» e incluso se hicieron concentraciones y boicots por grupos juveniles izquierdistas y anarquistas a las puertas de muchos de estos, cuando no amanecieron con pintadas o directamente irrumpían grupos de agitación que destrozaban el mobiliario y presionaban para su cierre. Uno de los lemas del Comité censor en Valencia era el de «Seamos alegres, sanos de alma y cuerpo y así seremos fuertes para la lucha y para el triunfo».

A la izquierda, en lo alto, cartel prohibiendo el género sicalíptico (Crónica, 13 de diciembre de 1936)

El periódico revolucionario Fragua Social, en febrero de 1937, criticaba la existencia de «demasiados espectáculos públicos. Basta ya con tantos cines y teatros como absorben la atención de nuestras principales poblaciones de la retaguardia. Con menos, habría bastantes. La propaganda publicitaria que para los espectáculos se hace, nubla a la otra propaganda de la guerra. Ella hace que se preste más atención a un cantante cualquiera que al peligro que a diario nos acecha por el mar o por el aire. Y eso, francamente, no puede ser, no debe ser». Muchos espectáculos nocturnos se desarrollaban en medio de los bombardeos. Los sacos de arena se hallaban a las puertas de los locales, donde en ocasiones, en el descanso de alguna obra, se subían varios militantes al escenario y pronunciaban algún discurso político. En realidad, el público apoyaba la sicalipsis. Incluso los soldados que regresaban del frente, que buscaban distracción y descanso. Se trataba de arte popular desenfadado que contaba con una gran trayectoria y cuyas protagonistas solían ser mujeres valientes y libres, pero no militantes.

Pasquín con el programa del Salón Novedades. Espectáculo en Cooperativa, controlado por el Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos, U.G.T.-C.N.T. Universidad de Navarra

Igualmente, la actitud de los anarquistas en relación con el jazz o el cuplé no dejó de ser ambigua. Lo relacionaban con la explotación sexual (solamente algunos music halls eran tapaderas de prostíbulos o relacionaban la sicalípsis con las llamadas «taxi girls», chicas de compañía sexual) y el atraso cultural. El periódico Solidaridad Obrera, por ejemplo, el 2 de agosto de 1936, lanzó un «un ruego a la radio», en el que indicaba que los «discos que oímos […] responden a la música negroide o a la decadente Argentina./ En esto nos parecemos […] a Radio Tenerife o a Radio Sevilla», citando los lugares ya bajo dominio fascista.

Este es el artículo, escrito por el periodista J. Fernández «Caireles» (seudónimo de un abogado y crítico taurino llamado José Fernandez Serrano), publicado el 13 de diciembre de 1936 en Crónica que califica a la sicalipsis como algo «maloliente»:

«Poco a poco, en ciertos géneros teatrales, se había ido pasando de lo alegre a lo atrevido, de lo atrevido, a lo chabacano, y de lo chabacano, a lo indecoroso. Y ya en los términos de lo malsonante —a veces basta casi maloliente—, surgieron algunos empresarios que se encargaron de seleccionar elementos apropiados para el caso —la pobre muchacha explotable, alucinada por oírse llamar “artista”; el cómico que le sirviese de complemento; el autor que si no estaba dispuesto a todo en materia de escribir en “verde audaz”, no estrenaba—, se iba moldeando un público especial, rijoso y decadente, que parecía despreocupado de todo problema que no fuese el sexual, como exponente de un pueblo venido a menos. Así, lo mismo que una central de mal gusto, fue creciendo sobre el arte escénico esa modalidad sucia que se llamaba pomposamente “teatro sicalíptico” (y se le llamaba así como si por un insospechado resto de pudor se hubiese querido escamotearle su más adecuado calificativo, el que había de recordar la ausencia de lo decente).

Los integrantes del Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos de Valencia junto a Jacinto Benavente (Crónica, febrero de 1937)

«Gracias a las nuevas normas, desaparece de los escenarios el tipo lamentable de la “náufraga”. (Así, con ese humorístico calificativo, eran conocidas las muchachas que en escena comparecían en «paños menores), como si acabasen de ser salvadas de un naufragio»

Claro está que las gentes ingenuas pensaban que si bajo el mando —y a veces la protección— de aquellos señores con autoridad revestida de ínfulas “de orden” languidecía el teatro, abrumado, entre otras pesadumbres, por la de la sicalipsis con “derecho preferente”, ¿qué ocurriría el día que las orientaciones políticas y sociales estuviesen en poder del pueblo? Y ha sucedido todo lo contrario de lo que aquellas gentes ingenuas sospechaban. Precisamente una de las múltiples facetas de depuración en que se vienen manifestando los poderes del pueblo en esta retaguardia valenciana ha hecho referencia al arte teatral. Se creó el Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos, y este, entre otras tareas (como la de encauzar las primeras manifestaciones de teatro revolucionario), se impuso la de extirpar lo sicalíptico y lo indecoroso, que medraba en la escena como uno de los tóxicos que parecían creados para embrutecer al pueblo y apartarle de otras aspiraciones. De ese modo, el teatro ha iniciado una era de superación artística, y los artistas —aquellos artistas a los que las circunstancias llevaban a representar escenas de obscenidad— han surgido a su propia dignificación y respeto. Una muchacha de aquellas que por ser artista —y de concesión en concesión por conseguirlo— se hallaba ya hundida en el “teatro sicalíptico” y en la escena tenía que hacer dejación de su propia estimación como mujer, nos ha hablado de las nuevas normas en un alborozo que, la verdad, no esperábamos.

Aspecto de La Criolla, uno de los cabarets más conocidos del país. Fotografía: Josep Maria de Sagarra i Plana

—¿De modo que a usted no le han molestado las órdenes del Comité?

—¡Al contrario! ¡Encantada! Y lo dice con expresión de gozosa espontaneidad.

—¿Y a sus compañeras —insistimos— tampoco les ha parecido mal?

—Tampoco, ¡qué va! —Y sus explicaciones, breves, rápidas, tienen indudable fuerza de expresión. —Sí. ¿Por qué las ha de molestar a ellas que se las haya investido otra vez de la condición de artistas? Por el contrario, ¡muy contentas! Porque la que sirva para cantar, o interpretar danzas, o recitar poesías, o representar comedias, encontrará, sin duda, ocasión para mostrar su arte. En cambio, antes, como los vodeviles y espectáculos casi pornográficos, o pornográficos del todo, iban acaparando teatros, se llevaban a remolque a muchas artistas, a menos que estas se decidiesen a cambiar de oficio, y la cosa no era tan sencilla.

—Bien, muchacha. Pero ¿y la titulada artista que no servía para otra cosa que para exhibirse en el teatro sicalíptico?

—Pues esa, en las circunstancias actuales, encontrará otro trabajo digno. ¡Y eso saldrá ganando!

En fin: que, gracias a las nuevas normas, desaparece de los escenarios el tipo lamentable de la «náufraga». (Así, con ese humorístico calificativo, eran conocidas las muchachas que en escena comparecían en «paños menores, como si acabasen de ser salvadas de un naufragio). Con ella habrá desaparecido también una de las maneras más deplorables de explotar a una mujer que por necesidad, por inconsciencia, por ilusión de pasar como artista —o por los tres motivos a la vez— se prestaba a abdicar en público de sus derechos a ser respetada por su propia condición de feminidad. Y habrá pasado también a la historia—como una anécdota de humorismo triste—aquella época invariable en la que la artista, cuando acudía a pedir trabajo ante ciertos empresarios, era interrogada por estos: “¿Pero tú tienes facultades para el teatro?”. Y ella se limitaba a decir que sí. Y para demostrarlo enseñaba las pantorrillas. Como si en vez de pedir un contrato para artista teatral se ofreciese para participar en un campeonato de carreras en bicicleta. En la Vuelta a Francia, por ejemplo».


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