Manuel Azaña, el político sin miedo y sin tacha


Manuel Azaña, el político sin miedo y sin tacha
Arturo del Villar

El apelativo recibido por Pierre Terrail de Bayard de “caballero sin miedo y sin tacha” en el siglo XVI, bien puede aplicarse al político Manuel Azaña en el XX, porque entre tanta corrupción como se acumulaba en su época, durante el vergonzoso reinado dictatorial de Alfonso XIII primero, y después por parte de algunos falsos republicanos entregados a su medro personal, supo evitar cualquier tipo de contaminación. Por eso permanece en la historia como ejemplo del dirigente político entregado únicamente a la defensa de los principios que defendía, es decir, una Republica para todos los ciudadanos. Durante las etapas en las que presidió gobiernos, y después cuando fue elevado por voluntad popular a la presidencia del Estado, al ser el único idóneo para ostentar el máximo cargo, sirvió con total honradez al pueblo que lo había elegido, con firmeza, decisión y acierto.
 
A pesar de los odios que despertaba, precisamente por sus virtudes políticas, nunca nadie pudo ponerle un reparo a su gestión gubernamental. Durante el bienio negro de la República, cuando se hicieron con el poder la derecha podrida y la extrema derecha fascista, fue injustamente acusado, detenido y juzgado, pero resplandeció al final su inocencia y salió incólume de aquella situación que se volvió contra sus acusadores y acrecentó su estimación de integridad ante la opinión pública.
 
Le correspondió el papel de regenerador de la vida política, después de los años perversos de la monarquía de Alfonso XIII y sus dictadores militares. Y todavía puede ser colocado como modelo a seguir en la actualidad, cuando los principales partidos políticos, los sindicatos, los banqueros, los jueces, las asociaciones de víctimas, las grandes empresas, la Iglesia catolicorromana, en una palabra, todo lo que tiene algún poder, empezando por la llamada familia real, se encuentra sometido a acusaciones de corrupción económica. El recuerdo de los gobiernos presididos por Manuel Azaña y su programa de actuación política son un modelo histórico sobre el que meditar y en lo posible imitar.
 
Las calumnias inventaban toda clase de equívocos y fraudes, que no conseguían ser probados. Para los partidos que hicieron buenos negocios con la monarquía, a imitación del propio rey y de los jefes de los gobiernos sucesivos y de sus ministros, resultaba una anomalía el concepto de la política propugnado por Azaña, como servicio a la comunidad. Lo peor de todo era que también entre algunos republicanos ocasionales se conceptuaba la pertenencia a un partido como un medio de conseguir beneficios económicos. El escándalo llamado del estraperlo, en el que estuvieron implicados el presidente del Gobierno, Alejandro Lerroux, y sus colaboradores próximos, parece el ejemplo más significativo, pero no el único.
 
Otra política para un tiempo nuevo
 
La historia de ese período confirma que la actuación primordial de Azaña consistió en cambiar la atmósfera de la política, y lo hizo con su ejemplo y el de los correligionarios de los partidos que presidió. Verdaderamente eran republicanos auténticos, entregados con dedicación exclusiva a hacer olvidar los viejos tópicos de la antigua politiquería borbónica. Para ello hubo que desterrar los favoritismos partidistas, con el fin de dar ejemplo. No sirvió para convencer a los demás, que continuaron con las costumbres añejas, pero clarificó el panorama político, y marcó un modelo de actuación que, por desgracia para el país, no ha tenido continuidad hasta ahora, con derechas o izquierdas en el poder que se comportan con los mismos defectos.
 
En la confusión de tantos partidos políticos florecidos con la feliz apertura republicana, los presididos por Azaña se distinguieron por su honorabilidad, exigida por él a ejemplo de su actuación pública ejemplar. En ningún caso representó un sacrificio para Azaña, porque no puede serlo cumplir con el deber. No figuraba en la Constitución, pues sus autores no iban a revelar que la corrupción está injertada en la mente de la mayor parte de los políticos, cuando debiera serlo el ideal. Marcó Azaña el modelo a seguir, y lo aceptaron con agrado los afiliados a su partido; pero resultaba utópico suponer que los restantes iban a imitarlo.
 
Se le ofreció la representación de Acción Republicana al fundarse el partido en 1925, por elección de sus correligionarios, que confiaban en él porque le reconocían con la aptitud precisa para dirigirlos. Por su parte, aceptó el compromiso con vocación de servicio, como siempre. No supuso que constituía un premio, sino una obligación. Al ejercitarla sabía que beneficiaba a la implantación de la República, porque era perentorio poner fin a las chulerías de Alfonso XIII, dedicado a la práctica del deporte, con especial afición a las cacerías, más el mantenimiento de barraganas pagadas con cargo a los Presupuestos del reino, y al enriquecimiento personal con sus negocios ilícitos. De haber poseído alguna formación intelectual habría sabido que la corrupción en las costumbres reales le había costado el trono a su abuela Isabel II, expulsada por los militares y los civiles en 1868 al grito de “¡Viva España con honra!” A él tenía que ocurrirle lo mismo.
 
La República llegó tranquilamente, en unas elecciones municipales, porque el pueblo español estaba harto de la corrupción de los gobernantes, a imitación del mal ejemplo dado por el rey. La degradación de la monarquía era debida a aquel ridículo personaje apodado popularmente Gutiérrez, objeto de innumerables chistes y chascarrillos acerca de sus tres únicas ocupaciones reales: intervenir en actividades deportivas en las que siempre vencía, estuprar a las vasallas más atractivas y aumentar su colosal fortuna colocada en entidades bancarias extranjeras
 
Una Acción para la República
 
“No se ha marchado, que lo hemos echado”, cantaba gozoso el pueblo madrileño el 14 de abril de 1931, como era cierto. Expulsado, pues, el mal monarca por la voluntad del pueblo, la República estaba necesitada continuamente de ciudadanos que sólo tuvieran como objetivo y decisión asegurar el nuevo régimen. Otros partidos de izquierdas anteponían legítimos intereses, como por ejemplo la implantación del socialismo, o bien de una sociedad sin clases, o alcanzar la independencia para sus nacionalidades: la República representaba para ellos un medio encaminado a conseguir sus fines propios caracterizadores, gracias a la libertad conquistada.
 
Acción Republicana, por su parte, no sentía otro interés o fin que no fuese mantener la perdurabilidad del sistema. Por ser un partido altruista no conseguía reunir tantos afiliados como esos otros partidos de inspiración social, a la derecha o a la izquierda; los afiliados de Acción Republicana eran personas con un ideal, que no cuidaban su medro particular, sino el colectivo de la sociedad: bien conocían la disposición de ánimo de su líder, exageradamente honrado, que exigía a sus correligionarios la misma actitud adoptada por él como divisa: apuntalar firmemente la República.
 
En 1934 este grupo se unió a otros dos para integrar el nuevo partido Izquierda Republicana, que fue el mayor defensor de la identidad del nuevo régimen. Asimismo, durante la mal llamada guerra civil, puesto que intervinieron en ella ejércitos nazifascistas europeos, los afiliados a Izquierda Republicana siguieron con exactitud las instrucciones gubernamentales, mientras que otros partidos de la izquierda parlamentaria se dedicaron a actuar por su cuenta, especialmente los nacionalistas, porque parecía el momento adecuado para poner en práctica la consecución de sus intereses particulares en medio del caos generalizado.
 
El prestigio personal de Azaña atraía a muchos ciudadanos para afiliarse tanto a Acción como a Izquierda Republicana, animados por el carisma de su jefe político. De hecho ambas agrupaciones eran conocidas como “el partido de Azaña” con propiedad, porque todo el mundo sabía que él era su valor más firme. Por el contrario, Azaña nunca aceptó que el partido fuera suyo, sino que pretendió independizarlo de su persona. No le resultaba fácil hacérselo entender ni siquiera a los mismos afiliados. El partido tenía que ser únicamente de la República. La cuestión radicaba en que el propio Azaña estaba considerado como la representación encarnada de la República.
 
En realidad Azaña no era un hombre de partido, porque de hecho era un hombre de Estado. Por ese motivo lideraba un partido político, pero no quería hacer política de partido. Sus consignas iban más allá de la simple formación agrupada en torno a un pensamiento común, para fijarse en el beneficio del Estado. Se lo explicó reiteradamente a sus correligionarios, quienes lo elegían para que fuese su representante y portavoz: ellos lo comprendían, porque pensaban igualmente que la defensa de la República constituía el primer deber de todos los republicanos.
 
Lo que era aquello
 
Se diferenciaba de los conversos de última hora, como el mismo presidente Niceto Alcalá—Zamora, antiguo ministro de Alfonso XIII, de Fomento y también precisamente de la Guerra. Durante la monarquía lo que hizo Azaña fue conspirar para derribarla por medios democráticos. Lo curioso es que muchos políticos, o más bien politiqueros, por utilizar una denominación clasificatoria usada por Azaña, se presentaban como los salvadores de la República, después de proclamar una larga lista de problemas entorpecedores de su marcha. Incluso se constituyó apresuradamente una Agrupación al Servicio de la República a los nueve días de su proclamación, que no hizo más que entorpecerla.
 
Uno de sus promotores, el sociólogo José Ortega y Gasset, en fecha tan temprana como el 9 de setiembre de 1931 publicó un artículo en el periódico madrileño Crisol, en el que consignaba una frase que enseguida se hizo popular: “¡No es esto, no es esto!”, refiriéndose a la actualidad de la vida republicana. Y menos de tres meses después dictaba una conferencia pública con el pomposo título nada menos de Rectificación de la República: en su opinión de espectador, así decía, de la vida española, era preciso rectificarla porque no se ajustaba a su criterio. La rectificación debía ser hecha conforme a sus instrucciones, por supuesto, ya que él era catedrático universitario capacitado para dictar lecciones magistrales. Tanto él como sus dos compañeros en el supuesto servicio republicano, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, acabaron sirviendo a la dictadura fascista después de la guerra, y murieron en Madrid cargados de honores.
 
Por el contrario Azaña, que en 1924 desafió a la dictadura del general Primo haciendo imprimir clandestinamente el folleto Apelación a la República, perseguía la consolidación de la República. Para ello buscaba la unidad de los partidos republicanos, a fin de coordinar actuaciones comunes. Así procuraba la manera de terminar con la tarea desintegradora puesta en práctica desde el primer momento por la derecha anticonstitucional y sus acólitos. La fragmentación de grupos en la izquierda favorecía a la derecha, siempre dispuesta a unirse para mantener sus privilegios: por eso es conservadora, naturalmente.
 
Es claro que para practicar la alta política de Estado es forzoso poseer un alto sentido del deber. Tal era el caso de Azaña, y supo inculcárselo a los afiliados de Acción Republicana primero, y después de Izquierda Republicana. En las dos agrupaciones el adjetivo destacaba sobre el sustantivo: por eso a los militantes, siguiendo el ejemplo de su líder, no les atraía la política de partido, sino el apuntalamiento de la República.
 
La democracia política
 
Un dramaturgo clásico griego opinaría que el destino de Azaña le obligaba a ponerse de manera inevitable al frente de la política de su tiempo, con objeto de preservar la democracia. A causa o no del destino, tuvo que someterse ineludiblemente. Un político que rechazaba hacer política de partido, y que ni siquiera deseaba ocuparse de la pequeña política de cada día, reservándose el modesto trabajo de un técnico gubernamental, debía sentir como una excesiva carga verse colocado por necesidad a la manera de núcleo integrador de un grupo homogéneo.
 
Le molestaba la identificación de su persona con el partido, porque ello permitía a los políticos y a los periodistas de derechas caricaturizarlo como un dictador. Eso no estaba conforme con su temperamento, decididamente democrático, así que evitaba cualquier asomo de concordancia. Claro es que no lo conseguía, ya que su figura permanecía en primer plano de la actividad política, en el Congreso, en los mítines, en los viajes, en cualquier sitio, para resumir. Sucedía así por sus méritos, por su oratoria convincente y por sus decisiones acertadas.
 
Su destino le empujó a liderar un partido identificado con su persona para las masas, lo que de todos modos no alteraba su composición democrática, puesto que siempre desempeñó los cargos por elección. Es fácil de comprender. Si él era la encarnación de la República para un gran número de españoles, con mayor motivo tenían que ver en él la personalización del partido que lideraba. Su autoridad resultaba indiscutida e indiscutible, y dentro de la organización no se le ocurría a nadie poner en duda su jefatura: todos sabían que sin Azaña el partido terminaría como un residuo de lo que fue bajo su mandato.
 
Las perspectivas del futuro político en España pasaban todas por la figura de Azaña, lo sabían tanto sus partidarios como sus opositores. Los días de elecciones a algunos votantes se les escuchaba decir que su papeleta era para Azaña, identificándole con su partido. Quizá muchos desconocían su programa electoral, pero eso no importaba: la presencia de Azaña garantizaba la honradez, laboriosidad y fidelidad a la ideología republicana que sustentaba el nuevo régimen. Con Azaña era seguro que la función pública se mantendría a favor de la ciudadanía, y que no serían conculcadas las libertades que el Estado aseguraba incluso a sus enemigos. Nunca se le consiguió poner una tacha, pese a la insistencia de sus adversarios políticos en buscarla. Cuando lograron acusarlo falsamente para lograr encarcelarlo se demostró fehacientemente su inocencia.
 
Acción Republicana era un partido de personalidades. Entre sus militantes se distinguían intelectuales tan prestigiosos como José Giral, Claudio Sánchez Albornoz, Cándido Bolívar, Luis Bello, Juan José Domenchina, Carlos Esplá, Roberto Castrovido, y muchos más, notables como escritores, profesores, oradores, periodistas, etcétera. Sin embargo, la figura principal en la estimación de la gente era Manuel Azaña, hasta el punto de parecer el único cargo existente en el partido. Esto es exactamente lo que se conoce como carisma.
 
El protagonista a su pesar
 
Entre tantas personalidades prestigiosas y populares, la fuerte personalidad de Azaña se superponía destacada sobre las restantes, disminuidas por comparación con la suya. Gran parte de los afiliados pertenecía a Acción Republicana únicamente por la índole de su líder, y lo mismo sucedía después en Izquierda Republicana. Solamente él era capaz de reunir a medio millón de personas para asistir a un mitin, como lo consiguió en 1935 en el Campo de Comillas, en las afueras entonces de Madrid, adonde confluían ciudadanos venidos hasta de las provincias cercanas, para escuchar sus palabras de manera presencial, aunque se transmitían por radio.
 
Era así, debía ser así, no podía cambiarse el destino o lo que fuera, pero al protagonista le disgustaba esa superioridad. Como es natural, comprendía que él era el más indicado para estar al frente del partido, aunque procuraba impulsar a los demás para que ocupasen las responsabilidades del mando, y pretendía separar sus decisiones gubernamentales de las actuaciones propias del partido. El 25 de agosto de 1931 escribió en su diario la crónica de una sesión celebrada por el Consejo de Acción Republicana, y relató una conversación mantenida con José Giral de esta manera:
 
Giral, a quien nombramos jefe del grupo parlamentario, no quiere continuar en su puesto, porque no le obedecen. Asegura que cuando yo asisto a las reuniones del grupo parlamentario, todos aceptan mi autoridad. Pero en faltando yo, es otra cosa. Giral explica esto diciendo que muchos de los diputados del partido han ingresado en él recientemente y no tienen la misma disciplina que los antiguos. A Giral le han dicho algunos que están en el partido por consideración o “admiración” hacia mí, pero que no comparten las ideas del partido.
 
A esto le he dicho que no estoy dispuesto a que haya diputados azañistas, y que el único azañista soy yo.
 
Las citas se toman de las mal llamadas Obras completas editadas en Madrid en 2007 a cuenta del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, indicando el volumen en números romanos y la página en arábigos. En este caso, III, 691.
 
Se equivocaba en esa apreciación: él podría ser más azañista que los demás, pero de ninguna manera el único. Tenía que resignarse a ponerse al frente de aquella tropa fervorosa. No era posible eludirlo. Muchísimos republicanos se confesaban azañistas, lo que para ellos equivalía a ser republicanos, porque equiparaban los dos nombres en igualdad de conceptos, Azaña y República. Aunque parezca una paradoja, si había azañistas era porque Azaña no aceptaba que los hubiese: este detalle demuestra la amplitud de miras políticas que poseía, y su condición de gobernante insobornable. Resultaba insólito en la historia política de España, porque no se conocía más precedente que el de Pi y Margall en tiempos de la I República. Los medios de comunicación declaraban con unanimidad que era el primer orador de la República. Las multitudes acudían a escuchar sus discursos y vitorearle, aunque no se afiliasen al partido en la misma proporción.
 
El estadista imprescindible
 
La historia de España experimentó la mayor transformación en su proceso evolutivo el 14 de abril de 1931. Ese día significó un cambio inmenso en la vida española, un cambio que marcaba el origen de una etapa distinta de todas las anteriores. Al modificarse la historia, repercutía sobre la simple vida cotidiana de las gentes. El nuevo sistema político imponía nuevas estructuras y nuevas costumbres. Así, todo empezaba por primera vez. Los españoles se levantaron diferentes de como se habían acostado la noche anterior: lo dijo el hasta entonces jefe del Gobierno, el almirante Aznar, y en eso es en lo único que acertó, si valoramos en conjunto su gestión política.
 
La nueva política requería un político nuevo. Para ese nuevo estilo de vida se necesitaba un político que no hubiera ocupado cargos públicos con la monarquía envilecida, que presentase una ejecutoria limpia, y que se le supiera entregado a los ideales defendidos por el nuevo régimen. Hubiera habido que descartar, en consecuencia, a Alcalá–Zamora, Lerroux, Maura, Largo Caballero, y otros. De los posibles, el mejor situado era Manuel Azaña, y el tiempo confirmó que resultaba imprescindible, hasta hacer de él la encarnación de la República. Así ha pasado a la historia de España.
 
Sin embargo, en un primer momento pesaron diversas consideraciones históricas, y los políticos aceptaron someterse a unas componendas erróneas. En consecuencia, el nuevo régimen no estuvo dirigido desde sus comienzos por nuevos políticos no contaminados por las formas rechazadas. Al final se impuso la necesidad de prescindir de los inhábiles y elegir al mejor, pero se había perdido un tiempo irrecuperable.
 
Interesado únicamente por la alta política de Estado, Azaña siempre despreció la politiquería al uso, y a cuantos la hacían en busca de su promoción y de la de sus partidarios. Procuró ser un ministro técnico, para resolver los problemas específicos de cada situación. Cuando solamente era ministro, antes de presidir el Gobierno, ya se vio obligado a colaborar activamente con sus compañeros, para solventarles las dificultades que se les presentaban en el desempeño de unas funciones oficiales para las que todos se suponía estaban capacitados; después entraba dentro de su papel arbitrar las soluciones requeridas por el Gabinete. En su diario anotaba las sorpresas proporcionadas por la falta de adaptación al cargo mostrada por algunos ministros.
 
Un estilo de vivir la política
 
Por mucho que se opusiera a que hubiese otro azañista distinto del poseedor del apellido, los ciudadanos ansiaban serlo y una gran parte de los españoles se declaraba azañista de convicción. Ese nombre era el más respetable para los republicanos, a la vez que el más odiado por los enemigos de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ser azañista significaba identificarse con el ideal republicano en la pureza de su concepción teórica y de su aplicación práctica.
 
El azañismo no tiene que ser entendido como una forma de gobernar, sino como una manera de ser, un estilo de vivir, de modo que sigue y seguirá habiendo azañistas, dispuestos a imitar el ejemplo marcado por quien llegó a identificarse tanto con el ideario republicano que su nombre es sinónimo de la República. Esto fue posible por su concepción realista (de realidad, no de realeza, claro está) de lo que representa la República para España, una renovación del ser español en su totalidad.
 
Por eso él, nunca domesticado durante la monarquía, estaba en condiciones de encarnar la expresión realista del nuevo régimen. En el discurso pronunciado el 14 de julio de 1935 en el campo de Lasesarre, en Barakaldo, expuso una completa definición de lo que debía ser la República, ajustada a su personalidad política, plenamente aplicable ahora mismo, por lo que debemos meditar sobre estos conceptos desarrollados antiguamente, pero tan actuales ahora como entonces. Repárese en que fue rechazando lo que no debe ser la República para los republicanos, un método dialéctico eficaz, porque al final quedó el concepto despojado de las falsedades añadidas por la costumbre, simple y puro:
 
Para nosotros, la República no es un ideal, en el sentido que el lenguaje vulgar da a esta palabra, como el de un bien remoto, casi inasequible, al cual hay que contentarse con dedicar amatorias endechas de un estilo romántico y casi desesperado; para nosotros, la República es la más terminante y rigurosa expresión de realismo político español de nuestros días; la República no es un mal menor, en vista de la imposibilidad de una dinastía, sino el único medio de nacionalizar la política y el gobierno de España, con un valor sustancial y propio, no para suplir una ausencia (Muy bien); la República no es un cambio en la persona del jefe del Estado, sino una renovación en las costumbres y en los modos políticos y de gobierno del país; la República no es una mera enunciación de principios políticos o de doctrina política, que luego se archivan para hacer delante de ellos profundas reverencias de respeto, sin perjuicio de pisotearlos y de machacarlos descaradamente cuando el interés egoísta lo aconseja, sino un instrumento de reforma sustancial del Estado y de la sociedad española; la República no es el fin de una evolución, sino el comienzo de otra; la República no es un aparato legal para crear un sistema de tutelar al pueblo español a través de una red de intereses egoístas, o de partido, o caciquiles, o de oligarquías, sino la emancipación definitiva de la democracia española, de tal suerte, que si fuese menester, en la estructura de la República y en virtud de las experiencias adquiridas –porque también nosotros tenemos experiencia— hacer una rectificación en las líneas fundamentales del régimen, no sería, ciertamente, para apartar más de los poderes públicos el poder de la democracia, sino para hacer que la presencia directa, inmediata y potente de la democracia misma fuese más real y efectiva en los poderes públicos, identificando todo lo posible, mientras lo consienta una estructura legal, el poder nacional con el poder representativo de la unidad del Estado. (V, 425.)
 
No lo pretendió nunca ni quiso aceptarlo, pero la realidad se impuso sobre sus deseos: igual que la bandera tricolor y que la matrona con el gorro frigio, la figura de Manuel Azaña es símbolo y representación del ideario republicano, tanto para sus seguidores como para sus detractores: los tiene todavía precisamente por esa circunstancia, por haberse convertido en la encarnación de la República. Debido a ello continúa habiendo azañistas, y así continuará sucediendo por mucho tiempo, cuando organicen la III República.


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