La Segunda República y Europa
 
La Segunda República y Europa
Eduardo Montagut

La democracia llegó en el tránsito del siglo XIX al XX en Europa occidental cuando se constataron las carencias y agotamientos de los presupuestos políticos del Estado liberal. Había que incorporar a la mayoría de la población al juego político, contar con su confianza y apoyo. Por eso se amplió el derecho al voto. Los socialistas, por su parte, presionaron para que se reconocieran y garantizaran derechos y beneficios sociales a favor de las clases más desfavorecidas, para ampliar su apoyo social y frenar a las fuerzas revolucionarias, tanto de signo anarquista, como luego las comunistas, que presionaban desde su izquierda.

Después de la I Guerra Mundial parecía que se abriría un período en el que triunfarían los sistemas democráticos en toda Europa con la excepción de la Rusia soviética. Las potencias vencidas habían liquidado sus sistemas monárquicos y habían creado repúblicas democráticas inspiradas en los modelos políticos de los vencedores. Pero eso fue un espejismo porque se abrió un período de veinte años en los que la democracia entró en una crisis profunda y en el que parecía que terminaría por desaparecer.

Las enormes dificultades de la posguerra y la posterior crisis del 29 supusieron sendos golpes para la democracia en Europa. Las terribles consecuencias sociales de estas crisis, especialmente de la segunda, y las enormes dificultades de los gobiernos para enfrentarse a los nuevos problemas, especialmente en los países donde no había una tradición institucional democrática bien asentada, terminaron por desembocar en dictaduras autoritarias o en regímenes de nueva creación, los fascistas, que parecían como más eficientes para afrontar la crisis, ganándose a una parte considerable de la ciudadanía. Por su parte, las fuerzas más revolucionarias de signo comunista podían presentar ante la clase obrera la alternativa soviética frente a la democracia. El miedo a la revolución fue otro factor que movió a los sectores conservadores a abandonar la democracia y ceder a la tentación autoritaria.

En este contexto, el 14 de abril de 1931, inaugurando una década intensa, compleja, nacía la II República Española. Llegaba una nueva democracia, muy moderna, especialmente por su dimensión social, en un mundo donde la democracia estaba herida de muerte.

Los republicanos estaban muy preocupados en reformar y cambiar todos los ámbitos políticos, administrativos, económicos, sociales, educativos y culturales del país, además de intentar resolver los nuevos problemas internos que fueron surgiendo. Eran conscientes de los graves problemas internacionales del momento que les tocó vivir, pero superaban sus capacidades ante la necesidad de cambiar España. En consecuencia, prefirieron mantener una política tradicional de neutralidad y buena vecindad, especialmente con Francia, dada también una cierta mayoría francófila, para poder centrarse en los problemas interiores y evitar entrar en las crecientes tensiones europeas y, especialmente en el Mediterráneo. También hay que tener en cuenta la debilidad militar española para entender esta neutralidad.

Entre los políticos con visión general en política internacional estarían, en primer lugar, Manuel Azaña y, claro está, Salvador de Madariaga, uno de los personajes con más proyección internacional que ha tenido España en el siglo XX. También conviene destacar las figuras de Luis de Zulueta y Fernando de los Ríos, ambos ministros de Estado y embajadores. Azaña defendió siempre la neutralidad española para no entrar en conflictos, pero en línea con las posturas franco-británicas. Madariaga fue un claro defensor la Sociedad de Naciones, de la idea de que los Estados miembros debían identificar sus intereses particulares con la idea de la seguridad colectiva. Para Madariaga, España debía jugar un gran papel en la Sociedad por tener un régimen político muy avanzado. Pero era consciente de la debilidad española y abogó para que el gobierno siguiese con la política de neutralidad activa, aunque no tan dependiente de los franceses porque ambas repúblicas competían en la misma zona de intereses, ni de los británicos por el problema de Gibraltar. Pero eso no significaba que España se inclinase hacia la Italia fascista, ajena totalmente a la democracia y a los principios del derecho internacional. España debía relacionarse con otras potencias neutrales en la Sociedad de Naciones para defender la seguridad general. Otro objetivo de la política española tenía que ser crear un espíritu parecido al de Locarno en el Mediterráneo para evitar tensiones.

Así pues, el Bienio Reformista optó por una política de neutralidad, que libraba a España de compromisos, problemas y le permitía mantener buenas relaciones con las potencias de su área, además de constituir una política sin altos costes en lo relativo a la defensa, para poder centrarse en la necesaria reforma militar para modernizar las fuerzas armadas al servicio de una democracia.

Pero esta posición cómoda empezó a presentar problemas a medida que avanzaba la década. La neutralidad era muy difícil en un mundo cada vez más complejo. La Sociedad de Naciones estaba en crisis porque era incapaz de mantener la seguridad internacional. Ya no podía ofrecer garantías a las pequeñas potencias ante las apetencias del nazismo y del fascismo. A partir de mediados de la década se tendió a buscar la concertación entre las grandes potencias, pero en función de sus intereses no de la garantía de seguridad para todos.

Los gobiernos del Bienio Reformista y del Frente Popular sentían más cercanía con las dos grandes democracias europeas por evidentes razones ideológicas, pero, como ha quedado expresado, la diplomacia española evitó contraer compromisos importantes para no verse implicada en conflictos, en los denominados “avisperos europeos”, según expresión de Alcalá-Zamora. La posición geográfica española en la zona del Estrecho era un factor claro para convertir al país en un protagonista internacional, pero por la misma razón también podía ser adversaria de todas las potencias. Ni Francia ni el Reino Unido querían que España se convirtiera en una potencia regional.

Con el Reino Unido se procuró tener siempre una buena relación, ya que el problema de Gibraltar quedó muy relegado si lo comparamos tanto con la etapa anterior como con el franquismo, tanto en la Segunda Guerra Mundial como posteriormente. Curiosamente, con la República Francesa los contenciosos fueron mayores: el problema del Estatuto de Tánger y las restricciones al comercio español.

Con Italia siempre hubo recelos. Roma consideró que la República española terminaría creando una estrecha alianza con la III República francesa, aunque nunca se produjo tal entente, ni tan siquiera cuando Herriot visitó España en 1932. Al no firmarse ningún pacto militar se consiguió un cierto acercamiento con Italia con el fin de renovar el tratado de amistad que había firmado Primo de Rivera en su día. Pero el fascismo italiano siguió con sus recelos hacia España, incluso con los gobiernos de centro-derecha. Mussolini optó por firmar un acuerdo con la extrema derecha española en 1934 con el fin de derribar la democracia española.

Las conversaciones y acuerdos entre Francia e Italia para buscar la seguridad en el Mediterráneo excluyeron deliberadamente a España, como ocurrió con las negociaciones entre Laval y Mussolini en Roma en el año 1935, que arreglaban el contencioso tunecino a favor de Francia a cambio de compensaciones territoriales. El gobierno se sintió humillado y, a la vez, temió que italianos, franceses y británicos arreglasen la cuestión de Tánger sin contar con los intereses españoles. Esta situación provocó el debate parlamentario de política internacional más importante de la historia de la II República, y que puso de manifiesto la débil posición española en este ámbito y de la dependencia de la seguridad nacional con el equilibrio europeo.

En ese año, el centro-derecha español intentó un cierto cambio de posiciones. Se procuró un acercamiento a Italia, promovido por la CEDA, pero también hacia el Reino Unido, más receptivo a las pretensiones españoles sobre Tánger que Francia. También se procuró un cierto acercamiento hacia Alemania con el fin de comprar armas y para que la Gestapo asesora a la policía española.

La crisis de Abisinia tuvo evidentes repercusiones en la política exterior española. El gobierno optó por la neutralidad, pero siguiendo fiel a su defensa de la SDN se unió a la política de sanciones.

En relación con la política exterior del Frente Popular destacaría la apertura de una legación diplomática soviética, aunque el establecimiento de las relaciones diplomáticas se había dado en la época del Bienio Reformista. Se enfriaron los acercamientos a Italia y Alemania, pero sin que esto significara una mayor cercanía hacia Francia y el Reino Unido.

En cuanto a Portugal, las relaciones entre ambos Estados fueron complejas, tanto por los tradicionales recelos portugueses hacia España como por la postura hostil del salazarismo hacia la República española, solamente mitigado en la época del Bienio del centro-derecha. En la primera etapa de la República resucitó el iberismo en España, al calor del debate constitucional sobre la organización territorial del Estado, visto con recelo por las autoridades portuguesas. Por otro lado, el gobierno español acogió a los exiliados que huían de la dictadura salazarista y hasta se entregaron armas a grupos que pretendían terminar con dicho régimen en Portugal. Lisboa acogió por su parte a los políticos monárquicos. Con los gobiernos de centro-derecha se recompusieron las relaciones y comenzaron unas negociaciones para firmar sendos tratados de no agresión y comerciales pero todo quedó en nada cuando triunfó el Frente Popular. Salazar se alinearía claramente con los sublevados en 1936.


Fuente → elobrero.es

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