El siniestro Franco frente a don Manuel Azaña
 
El siniestro Franco frente a don Manuel Azaña
Javier Morales

En Área de Descanso nos detenemos hoy en una serie documental alemana, ‘La dura verdad sobre la dictadura de Franco’, que retrata a un tipo sanguinario, frío, taimado, calculador, acomplejado y amoral, del que la derecha más ultra de ahora no quiere desligarse; y en un libro: ‘Azaña. Los que le llamábamos don Manuel’, de Josefina Carabias, que retrata a un hombre con sus sombras y contradicciones, pero por encima de todo honesto, inteligente, con exquisito sentido del humor, del Estado y de la libertad (ay, la libertad, palabra ahora tan devaluada por culpa de la presidenta madrileña). Uno frente a otro. A buen entendedor, y si de verdad queremos conocer nuestra historia, pocas palabras más.

A la derecha franquista no le ha gustado nada la serie documental alemana La dura verdad sobre la dictadura de Franco. Es normal, por otro lado. Estamos hablando de un país en el que dos partidos que gobiernan en Madrid y podrían hacerlo a nivel estatal, PP y Vox, son contrarios a enterrar a los muertos tirados en las cunetas y a retirar la simbología franquista de las calles. El documental les recuerda demasiado bien quiénes son.

Les ocurre como a la madrastra de Blancanieves. Se mira al espejo y no le gusta lo que ve. En lugar de cambiar, o al menos de aceptar lo que es, decide romper el espejo. ¿Pero qué es lo que les molesta tanto de la serie? Los historiadores a los que entrevistan, todos ellos moderados y muy solventes (de España, Alemania e Inglaterra fundamentalmente), lo tienen muy claro y, en realidad, no cuentan nada que cualquier buen español informado y de buena fe no supiera ya. Que Franco era un sanguinario, un tipo frío, taimado, calculador, acomplejado y amoral. Que ganó la Guerra Civil no por sus habilidades tácticas sino por la ayuda de los nazis. Que su único mérito fue el oportunismo, saber jugar varias bazas a la vez. Y quizás lo más triste de todo, que los aliados nos traicionaron y nos abandonaron a nuestra suerte. Una mala suerte en realidad cuya sombra se extiende hasta hoy, como la de un ciprés en un cementerio.

El nepotismo, el chalaneo y la mentira estaban en los genes del Franquismo y ha impregnado la forma de hacer política hoy (cómo, si no, se explica que un partido condenado por su caja B gobierne en varias comunidades, aspire a gobernar el país, proponga a un magistrado corrupto para el Tribunal Constitucional y que la oposición lo acepte). También el milagro económico de los años sesenta persiste: turismo y construcción como motores del desarrollo. Un modelo que por desgracia ha guiado las actuaciones de los distintos gobiernos PSOE/PP en la democracia y que, con la que tenemos encima, siguen reivindicando en sus programas la derecha y la ultraderecha (nominalmente la izquierda lo rechaza, pero en la práctica no es así, como lo demuestra el proyecto del aeropuerto del Prat).

Ya digo que el documental no cuenta nada que no supiéramos en realidad, pero vale la pena verlo. Estaría bien que se proyectara en los institutos, aunque la carcundia mediática pusiera el grito en el cielo.

A quien desee profundizar en los momentos previos a la Guerra Civil, conocer de primera mano algunos detalles de esa época, le recomiendo encarecidamente que lea Azaña. Los que le llamábamos don Manuel (Seix Barral), de Josefina Carabias. Esta periodista, una de las primeras mujeres en ejercer el oficio, escribe este libro en 1980, en los albores de la democracia y poco antes de otro golpe de Estado, el de Tejero. Elvira Lindo reivindica y resitúa su figura en un prólogo espléndido, Josefina Carabias lo hizo antes.

Como Manuel Chaves Nogales, Gatziel o Josep Pla, Josefina Carabias hizo periodismo narrativo antes de que existiera el término. Pero en su caso, además, tuvo que pelear a la contra por su condición de mujer. Una mujer de fuertes convicciones, con una mirada exquisita para captar la realidad del momento. La figura de Carabias bien merece una biografía, como señala Lindo. Aunque a pesar de los progresos de los últimos años, lo cierto es que los buenos biógrafos en España se prodigan poco, esa sigue siendo la triste verdad, quizás por ese narcisismo y papanatismo que rodea a veces al mundo de las letras en España, más atento a lo que ocurre fuera que a lo que ocurre dentro.

Como excelente cronista y escritora que era, Carabias tenía muy claro que el protagonista del libro era Azaña y, como trasfondo, la España en la que le tocó vivir. Parece una obviedad que así sea, pero ese segundo plano del periodista que tan claro tenía la autora, ese modesto y necesario narrador testigo, se ha ido perdiendo en gran parte de la crónica actual y de la novela de no ficción, aquejados como estamos de un narcisismo y ombliguismo feisbuquero.

La crónica abarca más o menos desde 1930 y la posterior proclamación de la Segunda República hasta la muerte de Azaña. Aunque la admiración que profesa hacia este político e intelectual es evidente, en ningún caso se trata de una hagiografía. La propia autora señala las zonas de sombra de Azaña, que también las tenía, pero lo cierto es que prevalece muy por encima la idea de un hombre honesto, inteligente, con un exquisito sentido del humor, un intelectual con un gran sentido del Estado, de la libertad que, con sus errores y aciertos, hizo lo posible por sacar a España de su atraso proverbial y de una rancia identidad carpetovetónica.

Azaña era un hombre que intimidaba a mucha gente, escribe la autora, pero fuera de los focos era afable, cariñoso y siempre respetuoso, dotado de una gran ironía y una capacidad para la improvisación que le convirtieron en uno de los grandes oradores de su época. “Es la cabeza mejor amueblada de la República”, le dijo confidencialmente don Ramón (Valle-Inclán). Don Ramón. Don Manuel. Personas que en opinión de la autora merecían ese don, como signo de respeto hacia su enorme figura y su talla humana, por contradictoria que fuera. ¿Quién no lo es? De todos los personajes que aparecen en la crónica de Carabias (numerosos escritores y políticos de la época), el retrato que más me ha enternecido ha sido precisamente el de Valle-Inclán, un autor que por desgracia pocos leen ya.

Uno lee Azaña. Los que le llamábamos don Manuel con la tensión narrativa de una novela en la que ya conocemos el final. Sorprende la agilidad de su prosa, pero sobre todo la mirada de Carabias, capaz de ver lo que otros no eran capaces de ver, y eso es lo que convierte a uno en un gran escritor, ¿no? La técnica la puede llegar a tener casi cualquiera con un poco de oficio, pero esa mirada no. Sorprende el arrojo de esta mujer. Uno se la imagina en los años treinta, cuando frecuentaba el Ateneo, rodeada de hombres. A través de sus palabras y recuerdos vivimos con ella lo que sintió la primera vez que habló con Azaña, los siguientes encuentros, la amistad que se fue forjando, cómo supo valorar esa relación que tenían por encima de los intereses profesionales, aunque eso la podría haber ayudado a contar con el reconocimiento de sus jefes y lectores. Los tuvo igualmente gracias a su talento.

Azaña. Los que le llamábamos don Manuel debería ser un libro de lectura obligatoria en las facultades de Periodismo, imprescindible para cualquier español que desee saber quiénes éramos, quiénes somos, sin necesidad de que tenga que ser un documental alemán el que nos lo recuerde.


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