Le llaman monarquía parlamentaria y no lo es

Como la encuesta de la Plataforma de Medios Independientes muestra, una parte cada vez mayor de la población tiene claro que el Emperador va desnudo. Que España es todo menos una monarquía parlamentaria y que el llamado juancarlismo ha acabado siendo un factor claro de descomposición del régimen político
 
Le llaman monarquía parlamentaria y no lo es
Gerardo Pisarello

Más de un año después de la huida/exilio de Juan Carlos de Borbón en Abu Dhabi, la monarquía atraviesa su crisis más profunda desde su reinstauración por Franco. Así lo refleja la reciente encuesta de la Plataforma de Medios Independientes publicada el pasado 12 de octubre. Los datos no dejan margen de duda: el 39,4% de la población votaría hoy por la República, en contraposición a un 31% que apostaría por mantener la actual jefatura monárquica.

Entre las múltiples razones que explican este declive, único desde la Transición, hay una que no es menor: la constatación de que España no tiene, ni ha tenido nunca, una monarquía realmente parlamentaria, a pesar de lo que diga el artículo 1.3 de la Constitución de 1978. En él, la monarquía parlamentaria se asume como forma política de la Jefatura del Estado. Sin embargo, no existe ninguna otra disposición constitucional ni se ha desarrollado ley alguna que evite que la Corona pueda desviarse de su función constitucional incurriendo en casos de corrupción.

Las razones de fondo, materiales de todo esto van más allá del formalismo jurídico. A diferencia de países como Inglaterra, Noruega, o Bélgica, no ha habido nunca en España una revolución o un cambio de fondo capaz de disciplinar de manera duradera, en términos parlamentarios, a la monarquía y a sus aliados económicos. Ocurrió en Francia o en Portugal, donde esas convulsiones dieron paso a repúblicas y cerraron el paso a las operaciones restauradoras. En España no. La monarquía, y de manera señalada, la encarnada en la dinastía borbónica, ha sido siempre, salvo brevísimas excepciones, una monarquía reacia a los límites parlamentarios.

El juancarlismo no ha sido ajena a esta tendencia de la monarquía borbónica a comportarse como una monarquía disoluta. Prueba de ello es que, contra lo que sostiene el presidente Pedro Sánchez, no parece que Hacienda o Fiscalía hayan actuado con “libertad” a la hora de investigar al Rey Emérito. Por el contrario, el principio monárquico se ha colocado por encima del principio de igualdad ante la ley y ha degradado, a ojos de la sociedad, el alcance del Estado de derecho.

Otro tanto ha ocurrido con el principio democrático. Ya no es solo que el principio monárquico impida que en España pueda celebrarse algo semejante al referéndum que sí tuvo lugar en Italia, en 1946, y que acabó definitivamente con la monarquía en aquel país. A pesar de las escandalosas revelaciones sobre los comportamientos de Juan Carlos I, ha sido imposible que el Congreso pueda investigarlas. Más de 17 peticiones de Comisiones han sido bloqueadas en la Mesa, impidiendo que esa sujeción del principio monárquico al control parlamentario tenga una mínima concreción.

Ni investigación judicial, ni investigación parlamentaria. Ni siquiera el impulso de una ley sobre la Corona como la prevista en el artículo 57.5 de la Constitución para asegurar transparencia y para impedir que la inviolabilidad se convierta en una carta blanca para delinquir. Nada. Y mientras, constantes revelaciones periodísticas que muestran que Juan Carlos I no solo reinaba, también gobernaba y realizaba suculentos negocios para su enriquecimiento personal.

En una monarquía realmente parlamentaria, todo esto hubiera generado un terremoto político y social mayúsculo. En España no, pero el precio de esta impunidad comienza a ser elevado. Como la encuesta de la Plataforma de Medios Independientes muestra, una parte cada vez mayor de la población tiene claro que el Emperador va desnudo. Que España es todo menos una monarquía parlamentaria y que el llamado juancarlismo ha acabado siendo un factor claro de descomposición del régimen político.

Hoy son cada vez más quienes piensan que la Monarquía es un elemento de degradación del Estado de derecho, del principio democrático, e incluso del Estado social. Después de todo, a nadie se le escapa que la impunidad de las defraudaciones millonarias atribuidas al exmonarca es un mensaje a todos los grandes defraudadores. Y que esa impunidad es un obstáculo clarísimo para la financiación de servicios públicos y de derechos sociales robustos como los que el escenario de pospandemia requiere.

Es casi imposible que la impunidad con la que se pretende saldar las actuaciones de Juan Carlos de Borbón no afecte a Felipe VI. Es más, tras cincuenta años de su reinstauración por el franquismo, la actual monarquía, falsamente parlamentaria, aparece como una institución incapaz de resolver los grandes problemas de futuro. Desde la corrupción a la necesidad de profundizar la democracia. Desde la modernización económica a la reversión de las grandes desigualdades sociales. Desde la articulación estable, libremente acordada, de la realidad plurinacional del Estado, al reconocimiento de la multiculturalidad.

Solo reivindicada por las derechas ultras y por los sectores más reaccionarios del poder judicial, económico o militar, la monarquía se está convirtiendo en una institución excesivamente de parte, lo que compromete su futuro. Ello no augura su final inminente. Pero conviene no olvidar que ya 1868, la prensa y las “encuestas” de la época afirmaban que Isabel de Borbón era la reina más querida de España. Poco después, de manera sorpresiva, la paciencia popular se vio colmada por sus desmanes y la Reina se vio forzada a abandonar el trono y a marchar al exilio. Y no solo eso. Al cabo de un tiempo breve, resonaban en el Congreso las célebres palabras de Joan Prim, figura ascendente de la revolución gloriosa, que unas semanas antes parecían imposibles: “¡Jamás, jamás, jamás, los Borbones!”.


Fuente → catalunyaplural.cat

banner distribuidora