Ideas para una lucha LGTBIQ antifascista

Vox experimenta con un discurso homonacionalista que busca el voto gay. ¿Cómo lo confrontamos?

Ideas para una lucha LGTBIQ antifascista
Nuria Alabao

La homofobia y las agresiones a personas LGTBI se han convertido en preocupación social. Aunque es cierto que la emergencia de los discursos de extrema derecha está relacionada con una legitimación de estas posiciones y quizás con su posible aumento, no está de más recordar que las agresiones en este país no son algo nuevo. En cualquier caso, cuando las imágenes de manifestaciones nazis en Chueca y las posiciones antiderechos u homonacionalistas de Vox asaltan los medios y las redes, las luchas LGTBIQ adquieren una nueva centralidad.

En un artículo pasado explicábamos cómo Vox está intentando imitar a otras extremas derechas de Europa occidental copiando su discurso, que culpa a los migrantes o a los musulmanes de las agresiones –y de la inseguridad en general–. En otros países, este discurso nacionalista donde los homófobos serían “de otras culturas” se está demostrando útil para conseguir aceptación social para sus ideas racistas e incluso para obtener voto gay, aunque a Vox todavía le queda mucho que pulir para que resulte creíble como partido gay-friendly.

En realidad, el término homonacionalismo no nació para describir estrategias discursivas de las nuevas extremas derechas sino del liberalismo estadounidense. En Ensamblajes terroristas, Jasbir Puar, la teórica que acuñó el término, explicó cómo en los EE.UU. post 11 de septiembre el nuevo discurso racista y patriótico justificaba una guerra librada “por el bien de los homosexuales y las mujeres” en Afganistán o Irak. De esta manera, según ella, se produjo una convergencia en los intereses del nacionalismo y de un sector de los homosexuales. Algunas figuras públicas y un sector de la comunidad LGTBI apoyaron la guerra a cambio de políticas favorables a su causa. Si el nacionalismo estadounidense se afirmaba a partir de la idea de una nación excepcional –una más avanzada capaz de llevar la libertad a los pueblos subyugados por la barbarie y el atraso– reforzar esa idea quizás daría lugar a la consecución de nuevos avances. Según Puar, estos avances incluyeron a una parte de las personas LGTBIQ al Estado nación a través del matrimonio gay y el parentesco reproductivo.

Israel, paraíso gay

Puar insiste en esta idea, homonacionalismo no sería otra manera de llamar al racismo gay, sino un término que quiere explicar cómo se ha producido un cambio histórico “donde (algunos) cuerpos homosexuales se han designado como dignos de protección por parte de los Estados-nación” y otros no. Desde que se formuló se ha utilizado, por ejemplo, para describir las políticas de relaciones públicas gay-friendly del Estado de Israel. La inversión publicitaria y la celebración de un gran Orgullo en Tel Aviv enmarcan la ocupación de Palestina en una narrativa de avance civilizatorio que se mide por la tolerancia sexual. Israel como el único paraíso gay de Oriente Próximo frente a los “retrógados musulmanes” sirve de legitimación ideológica a los abusos cometidos sobre los palestinos. No es accidental tampoco que precisamente Vox sea el partido español que con más firmeza apoye al Estado de Israel y sus políticas de guerra precisamente como la avanzadilla de Occidente en la región y con una retórica que vincula el Islam a fundamentalismo y terrorismo. De hecho, muchas activistas LGTBIQ han criticado al Orgullo oficial en Madrid por su complicidad con esta política homonacionalista del Estado israelí.

“Nuestros gays”

En muchos países de Europa occidental, lo gay (normativo) está tan aceptado que se ha incorporado a la identidad nacional. Tanto en Suecia como en España, las marchas del orgullo incluyen a dirigentes de todos los partidos, así como a funcionarios de alto rango –incluso al arzobispo en el caso de Suecia–. Para el partido de extrema derecha Demócratas Suecos, la aceptación de los homosexuales es precisamente un signo de superioridad nacional frente a otras culturas. Si este es el marco, Vox tiene que hacer esfuerzos por no parecer homófobo de forma frontal, mientras al mismo tiempo agita a la contra para tratar de quedarse con sus votantes y bases católicas y ultras.

El nacionalismo sexual se puede y se debe confrontar. En el 2010, la teórica Judith Butler rechazó un premio del Orgullo berlinés porque algunos de sus organizadores estaban relacionados con discursos y organizaciones xenófobas. “Aunque podemos encontrar homofobia en muchos lugares, también en minorías religiosas y raciales, estaríamos cometiendo un error muy grave si intentáramos luchar contra la homofobia propagando imágenes estereotipadas y degradantes de otras minorías”, dijo. Aunque por ahora parece que estas convergencias entre reivindicaciones LGTBI y la ultraderecha no están sucediendo en España, tenemos que estar alerta.

Una parte de los movimientos LGTBI –quizás no la que tiene más visibilidad– ya ha rechazado públicamente la vinculación que hace Vox entre migraciones y agresiones, algo que debería generalizarse. También es esencial tender puentes con los movimientos antirracistas y contra las fronteras, como sucede en los orgullos críticos o alternativos. Nunca hay que permitirles enfrentar unos grupos oprimidos contra otros porque eso implica dejar caer también a las personas LGTBIQ racializadas o inmigrantes.

Arriba las mamarrachas

Vox dice no ser homófobo, pero a sus miembros se les escapan cosas como que el Orgullo es una “caricatura denigrante” de las personas LGTBIQ “donde hay exhibiciones poco decorosas”, como dijo Rocío Monasterio. ¿Qué es poco decoroso del Orgullo? ¿La fiesta, la exhibición de cuerpos, los disfraces y los vestidos que desafían al binario de género? Las estrategias homonacionalistas también están relacionadas con el establecimiento de marcos normativos, que definen formas “correctas” o “aceptables de ser gay”. No cualquier homosexual sirve para inflar nuestro orgullo nacional. En el caso de Vox está claro: son gay-friendly siempre que los gays no se visibilicen demasiado y permanezcan en segundo plano con discreción, sin reivindicaciones ni confusiones. Algo que, a pesar de todo, puede conectar con un sector conservador de lo LGTBI que rechaza la politización de la identidad sexual –en un sentido transformador– y que piensa que el sector más radical, el queer, da mala imagen de los homosexuales.

Los gays “respetables” serán aceptables para algunas ultraderechas siempre que se adapten a un binario de género concebido de forma estática –hombres o mujeres según los roles–. Es decir, la homosexualidad se puede tolerar solo como una identidad estable, unitaria y bien definida; aquellos que pueden encajar en una idea de nación idealizada e unificada donde no caben ni las “locas” del Orgullo ni las personas queer o aquellas que desafían las casillas de sexo o género. Según Patrick Wielowiejski, todo lo que cuestiona, mezcla o hibrida las nociones de identidad, ya sea una política de fronteras abiertas o una persona queer que no se conforma a los roles de género, sigue siendo problemático a los ojos de la extrema derecha. Para este autor, “cuanto más se integra la homosexualidad en las narrativas conservadoras nacionales, más se construye un nuevo enemigo que incluye lo queer, el feminismo, las personas trans no binarias, las drag queens –y los kings–”. La política de la extrema derecha es una política de vigilancia de fronteras: las de la nación, la raza y el género. A Vox no le ha gustado la ley de autodeterminación de género, la buena noticia es que el movimiento LGTBIQ en nuestro país ha estado del lado de las personas trans y no las ha dejado caer a pesar de cierto clima reaccionario impulsado por una parte del PSOE y de la izquierda conservadora.

En este marco, romper la normatividad homosexual, la plumofobia y cualquier regla que diga cómo tenemos que ser o desear –y dar espacio a aquellos que cuestionan el binario de género– también parece una tarea política fundamental para un movimiento LBTBIQ antifascista. Como dijo, Stuart Hall, el futuro pertenece a los impuros.

La clase importa

A Vox le molesta la bandera gay porque está al servicio de los “lobbys”, argumenta. Es decir, de los colectivos LGTBIQ que luchan por derechos, aceptación social y contra la violencia. Saben que estas organizaciones están asociadas a los valores de izquierda, vínculo que tratan de quebrar para ganar votos. Pero también hay una parte del movimiento de las disidencias sexuales conformado por aquellos que piensan que sus luchas están vinculadas con un orden de género que hay que derrotar y que este es inextricable de un sistema de desigualdad, donde la heteronorma es otra línea que se entrecruza con las de capacidades, raza/origen migratorio, o género… Elementos que fragmentan las poblaciones para su mejor organización y explotación dentro del sistema productivo. Nuestra extrema derecha no oculta su apuesta por un sistema neoliberal desencarnado.

El telón de fondo que sirve de base material de las posiciones homonacionalistas se ancla en la comercialización de los movimientos feminista y LGTBIQ. Esta base material supone una barrera a la hora de generar articulaciones políticas con aquellas personas LGBTI que no pertenecen a la clase media y a quienes no llegarán los beneficios de la mayoría de demandas del movimiento mainstream. Muchos de ellos además coinciden con esos homosexuales que nunca serán aceptados por la derecha porque no encajan en la imagen de “buen gay o buena lesbiana”. Por lo tanto, y aunque la comercialización de los movimientos LGTBIQ es ambivalente porque ha conducido también a cierta aceptación social por la vía del consumo, avanzar en reivindicaciones que pongan en el centro a las de más abajo es más importante que nunca. Las agresiones a mujeres trans –muchas de ellas trabajadoras sexuales– son cotidianas y nunca aparecen en los medios ni los partidos muestran su indignación públicamente. Simplemente no existen.

Contra la agenda securitaria

Ante declaraciones que no nos gustan, incluso manifestaciones que pasean su odio por las calles, el primer impulso a menudo es pedir la intervención del Estado. Pero los delitos de odio ya sabemos que hoy se están aplicando para proteger a Guardias civiles, e incluso a los propios nazis, y que se usan para ampliar penas de gente que protesta. La activista feminista Pamela Palenciano está enfrentando una inusitada querella por delito de odio contra los hombres. Es hora de hacer una evaluación de cómo está funcionando este nuevo instrumento legal. ¿Está sirviendo para proteger a las personas LGTBIQ o racializadas? ¿Más penas van a impedir que nos agredan? Dar más mecanismos legales a jueces y fiscales conservadores no parece estar saliéndonos muy bien. Quizás lo que necesitamos son más herramientas colectivas, más organización y cuidado mutuo antes que más policía.

Eso implica afirmar que la calle también es nuestra, reclamar un espacio público para todas donde no hay espacio para las exhibiciones de odio. Evidentemente, cómo responder a una manifestación nazi como la que recientemente tuvo lugar en Chueca implica una evaluación de contexto y de las propias fuerzas de los movimientos que operan sobre el terreno. Tampoco hay recetas.

Lo que está claro es que uno de los frentes de batalla más importantes ya está establecido en el homonacionalismo. La respuesta es que ninguna libertad, ningún derecho, puede ser conseguido o defendido a costa de otros. Las personas migrantes también sufren violencia neonazi –más aún las migrantes LGTBIQ– así como identificaciones por perfil racial, lo que implica acoso policial. Las violencias que sufrimos están entrelazadas. Por tanto, no puede haber una política sexual radical que no se oponga al racismo.


Fuente → ctxt.es

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