Una izquierda jacobina para España

Una izquierda jacobina para España. Entrevista a Guillermo del Valle / Genís Plana:

 Guillermo del Valle es licenciado en Derecho (UAM) y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012, y es abogado del Turno de Oficio Penal. Además de colaborar como analista político en diversos medios de comunicación, Guillermo es director de El Jacobino. Hablamos sobre los fundamentos filosóficos, así como las propuestas programáticas, de este proyecto político.


El Jacobino nace en julio de 2020 como un canal de YouTube. Su propósito inicial es significar la coyuntura sociopolítica española desde unos planteamientos que se reclaman continuadores de ese republicanismo jacobino que, ubicándose en las posiciones más avanzadas de la Revolución francesa, alumbró la triada “libertad, igualdad, fraternidad”. Empecemos por ahí: ¿qué entendemos por republicanismo? Para mucha gente, la República se entiende como mera oposición a la monarquía: la República sería, por consiguiente, ese sistema de gobierno en el cual resulta abolido el poder dinástico. Y la existencia de un poder hereditario supone algo que no debe pasar desapercibido: que el poder se halla privatizado, al servicio de una familia o linaje. Frente a lo cual se advierte el potencial conceptual de “res publica”: ¿es el republicanismo un pensamiento político que aspira a organizar el cuerpo social conforme al “bien común”?

—Me gustaría, en primer lugar, agradeceros encarecidamente esta entrevista. No cuento ningún secreto si digo que, para nosotros, para el equipo de El Jacobino, El Viejo Topo es una referencia indiscutible del mejor pensamiento de la izquierda española.

En cuanto a la pregunta que me formulas, no se puede sostener republicanismo alguno sin una idea clara de bien común. El republicanismo no puede limitarse a ser una forma de gobierno, esgrimido contra la monarquía parlamentaria. Hay algo más, bastante más. Lógicamente, la triada republicana que apuntas, y el cuarto principio republicano que reza en la tumba de Marat: unidad e indivisibilidad de la República. Por eso, es absolutamente inaceptable cualquier fragmentación territorial. La idea de República aparece contra los privilegios del trono y el altar, que son lo que caracterizan al Antiguo Régimen. Si algo rompe con esos privilegios de origen, es precisamente la nación política, que es constitutivamente republicana. En el territorio político todo es de todos, todo nos pertenece a todos. La propiedad colectiva sobre el territorio: la decisión conjunta y la redistribución imperativa. La soberanía reside en el conjunto de la nación, desde el primero al último de los españoles. Ninguna voz puede valer más que otra. Ese es el republicanismo por el que abogamos, un republicanismo integral: sin privilegios formales o representativos, sin privilegios territoriales y sin privilegios de clase. No se puede sostener de una manera medianamente seria una idea de República basada en los derechos históricos de los territorios forales. Es un verdadero insulto a la inteligencia de todos tamaña vindicación monárquica y feudal.

También nos reconocemos en la tradición del republicanismo cívico: creo que es importante cierta pedagogía sobre la ley y las instituciones en estos tiempos de arbitrariedad constante en el ejercicio del poder, y defender una concepción republicana de libertad frente al sálvese quien pueda imperante en nuestros días.

Intentaremos trasladar esos principios, que fundamentan el pensamiento republicano, al contexto contemporáneo. Uno de ellos, sin lugar a duda esencial, es el de libertad. Pero esta libertad dista mucho del cacareo de Ayuso en campaña electoral. A diferencia de la libertad vaporosa que los liberales conciben como ausencia de interferencia (¡que nadie me prohíba!), los republicanos apuestan por una libertad robusta y consecuente, asentada sobre condiciones sociales de posibilidad. Si la libertad, entendida en el sentido republicano, requiere de recursos materiales, ¿de qué manera garantizar y ensanchar la libertad de los ciudadanos? Si la ley no restringe la libertad, sino que la posibilita, ¿qué políticas públicas plantea El Jacobino a este respecto?

—Uno de los grandes hitos de la hegemonía cultural del liberalismo es precisamente esa entronización de la idea de libertad negativa: la ausencia de interferencias entre individuos. Es una idea, en la formulación ayusista, bastante endeble, pero no se responde con claridad por parte de una falsa izquierda entretenida con disparatadas alertas antifascistas. Ni siquiera los derechos liberales, por así decirlo, como el propio derecho de propiedad, flotan en el vacío ni son ajenos al Estado. Es más, sin un fuerte entramado institucional, sin un marco legislativo que garantice esos derechos –y por supuesto limite, y pueda subordinarlos al interés público–, sin unos tribunales de justicia que diriman su legitimidad y sus límites, no hay propiedad. Ni mercado. Volvemos a lo mismo: la economía es política, y la garantía de todas esas instituciones liberales es el Estado. A través de una fuerte intromisión pública esos derechos tienen una concreción práctica. Obviamente no hay libertad si existe dominación, si no hay autogobierno colectivo. Si las condiciones materiales no están cubiertas ni garantizadas, la libertad es una quimera, puro idealismo, incluso una cláusula meramente nominal para legitimar la opresión, la servidumbre de la mayoría por parte de los privilegiados. Aquella libertad consistente en blindar y legitimar como justas las tinieblas de las que parten muchos en tanto que naturales –la tiranía de los orígenes, en definitiva–, es más bien una opresión inaceptable.

Las políticas públicas que propone El Jacobino van dirigidas de forma frontal a la protección del mundo del trabajo frente al desregulacionismo neoliberal que tanto ha precarizado las relaciones laborales, uberizándolas hasta el extremo, y justificando como “empoderador”, con palabras como “emprendimiento” o “voluntariado”, lo que no es sino la destrucción del marco clásico de ajenidad y dependencia del mundo del trabajo. Y generalizando condiciones vitales de pura miseria. Hay que reindustrializar el país porque nuestro actual modelo productivo es insostenible. Debemos invertir al menos el 3% del PIB en I+D, redistribuir fuertemente la riqueza a través de una reforma fiscal progresiva seria, y poner los ejes materiales en el centro del debate. El margen de maniobra puede parecer limitado, pero hay un espacio importante para el rigor y para la seriedad, evitando, desde luego, sepultar la mejor tradición materialista y socialista en el alud identitario o cediendo ante la servidumbre del nacionalismo fragmentario.

Antes de abordar esas cuestiones –el “alud identitario” y el “nacionalismo fragmentario”, ambos característicos de nuestro presente–, quisiera remarcar que, según la filosofía política a la que apelamos, se hace necesaria la intervención estatal para reducir la dependencia de unos ciudadanos sobre otros. Según la concepción generalizada, el jacobinismo se reduce a la centralización del poder político, pero esta consideración resulta rebasada: la economía, sostenía Robespierre, no puede independizarse de la política, y debe subordinarse al bien del pueblo. Los jacobinos combatían a esos ricos explotadores, negociantes y propietarios que, constituyéndose como una facción aparte de la sociedad, minaban la soberanía del pueblo. ¿Ocurre hoy algo similar con aquella clase empresarial que presiona para deteriorar la legislación social? ¿La soberanía que reside en el pueblo español se encuentra amenazada por unas élites económicas que, vinculadas a actividades transnacionales, son cada vez más apátridas? Y, de ser el caso, ¿cómo se relaciona con el despegue de los planteamientos liberal-libertarios?

—Sin duda, la soberanía española se encuentra completamente amenazada. Lo está en diferentes planos. En el monetario, lógicamente: desde la incorporación a la unión monetaria que, como sabemos, carece de su dimensión fiscal y presupuestaria, lo cual causa enormes desequilibrios en perjuicio de naciones subalternas como la nuestra. La cuestión productiva es igualmente esencial: España se encuentra, en la división internacional del trabajo, ubicada en una posición endeble, con un modelo productivo terciarizado, basado en el turismo, en la hostelería y en el sector servicios. Eso comporta una endeblez estructural indudable: el peso de la industria en el PIB nacional cada vez es menor. Fue el precio que hubo de pagarse por la inserción dentro de la UE, la reconversión industrial, esa fórmula en virtud de la cual se desmanteló de forma sistemática nuestro tejido industrial.

La liberalización de las relaciones laborales no es sino la otra cara de la misma moneda. Se ha ido abriendo el paso a una suerte de sustitución de las relaciones laborales clásicas –con su ajenidad y dependencia, su negociación colectiva, los derechos de los trabajadores que tantas huelgas costaron– por una suerte de relaciones pretendidamente mercantiles, en la que los trabajadores dejan de ser tales para convertirse en emprendedores. Se fomenta una especie de figura flotante, sin derechos, en la que la precariedad y la provisionalidad se presentan como oportunidades de mercado y retos vitales, formas de experimentar vidas diferentes, formas de escapar a la monotonía y a la rigidez. Esa rigidez estigmatizada tal vez no sea otra cosa que la existencia de un sueldo digno, un contrato estable o un convenio colectivo en el que los derechos laborales no sean mero papel mojado.

Lógicamente esa destrucción de un modelo laboral estable, del propio concepto de trabajador y trabajo, la desaparición de las grandes centros de trabajo y su presencia sindical, la proliferación de falsos emprendedores que soportan sobre sus espaldas el peso de la precariedad y la explotación, la destrucción de puestos de trabajo con la entronización del voluntariado… son todas ellas manifestaciones de una forma ideológica predominante: la de un liberalismo económico profundamente individualista, propio de la globalización financiera, dirigido por unos grandes capitales transnacionales que, con frecuencia, someten a determinados Estados. El nuestro es un caso paradigmático: el precio de la modernidad –se nos dijo– pasaba por la desregulación de las relaciones laborales y los mercados financieros. Eran dos imperativos liberales cuyo precio oneroso sufrimos hoy.

En la extensión de los derechos y los deberes al ámbito privado encontraríamos uno de los vínculos entre el republicanismo y el socialismo. En ambos existe la ambición de organizar la sociedad conforme a un buen orden público. No obstante, el proceso actual es inverso: la degradación de las condiciones de trabajo sería el resultado de concebir el derecho laboral como simples relaciones contractuales entre particulares. 

—La situación de degradación social es especialmente ilustrativa en el ámbito laboral. Hemos experimentado un proceso de desplazamiento del derecho laboral al ámbito de las relaciones mercantiles o privadas. Esto es extraordinariamente grave. Significa subvertir un ámbito legislativo que nace con el objetivo de proteger al trabajador –una dimensión que solemos llamar tuitiva– a un ámbito de libre pacto entre las partes. Es una gran estafa intelectual y práctica. Toda la retórica engolada de emprendedores, de personas que trabajan para sí mismas (aunque desempeñen funciones donde normalmente deberían regir los principios clásicos de ajenidad y dependencia, de protección laboral en definitiva), responde a esos parámetros: la erosión de las relaciones laborales y su dilución justificada en términos de emprendimiento y mercado. Tras este ejercicio ideológico hay un reguero de fraudes, falsos autónomos, destrucción del propio concepto de centro de trabajo, de la propia idea de negociación colectiva, huelga o acción coordinada en defensa de los derechos laborales. El modelo Uber, Glovo… avanza imparable. Y con él un modelo de vida de precariedad extrema, de condiciones materiales sin cubrir, de falta de libertad clamorosa. Y es que, en la necesidad extrema, en el hambre y la inestabilidad más absoluta, no hay más que opresión y violencia.

Tal vez la rasante de las políticas liberales va en contra de un principio republicano procedente del derecho romano: “Quod omnes tangit”, lo que significa “lo que atañe a todos debe ser decidido por todos”. Y ese todos corresponde al conjunto de ciudadanos, al cuerpo soberano, quienes deciden sobre lo que les compete en conformidad con unos procedimientos legales. La negación de este axioma por parte del neoliberalismo no remite únicamente a la estructura económica, pues –según ha señalado El Jacobino– se relacionaría con la organización territorial del Estado. Aclaremos esto: ¿Qué relación se observa entre el neoliberalismo y la fragmentación del territorio político? ¿Qué papel juega la descentralización política en la agenda neoliberal?

—Percibimos una relación clara entre el neoliberalismo y el debilitamiento del poder político. Cuanto más erosionada esté la soberanía, mayores son las facilidades dentro de los mercados financieros para la deslocalización, para la desregulación. Son los tiempos que corren en el capitalismo: un modo de producción en un estadio concreto, con un fuerte componente de financiarización y desregulación. Si bien economía y política son inescindibles –la economía no flota en el vacío, sino que está determinada por los Estados–, es cierto que un poder político endeble y fragmentario permite que las deslocalizaciones fiscales y productivas estén a la orden del día y sean factibles. En esos términos, un poder político endeble es algo idóneo para el neoliberalismo. En la Unión Europea se observa con claridad: ¿por qué no interesa una unión fiscal y presupuestaria? Porque implicaría grandes transferencias entre el norte y el sur, y esas transferencias no les interesan a determinados Estados que hegemonizan la Unión. La competencia fiscal entre Estados, incluso la existencia de paraísos fiscales de facto dentro de la UE, no solo interesa al neoliberalismo, sino que constituye la piedra angular de las políticas comunitarias. Dentro de España, ocurre algo similar con las Comunidades Autónomas. La descentralización fiscal interesa a las regiones más ricas, es la dinámica del dumping fiscal y las deslocalizaciones internas. Un poder político robusto no interesa al gran capital transnacional porque supondría límites a esas inercias especulativas.

No es casualidad que el modelo de Estado de teóricos de la Escuela Austriaca como Rothbard o Hoppe sea el de los Estados pequeños. Luxemburgo como modelo. El modelo tendencial es la isla-Estado, la permanente posibilidad de deslocalización frente a un poder político centralizado, fuerte y robusto. Siempre más cerca de San Marino que de Francia. La descentralización multiplica los centros de poder, por minúsculos que sean, y dentro de un modo de producción capitalista, potencia la competencia y rivalidad entre los mismos, y facilita las dinámicas especulativas del propio capital. La descentralización es un paso intermedio para la centrifugación completa del poder político, es plenamente funcional al capitalismo neoliberal.

Sin embargo, no son pocos los catalanes que, a lo largo de los últimos años, se han aproximado al independentismo a partir de lógicas cimentadas en una supuesta racionalidad económica: “Si Cataluña tuviera un Estado propio gestionaría mejor los recursos”. Estos planteamientos suelen ser persuasivos para personas de izquierdas que, rechazando el nacionalismo, niegan que sus aspiraciones se encuentren articuladas a partir de una identidad excluyente.

—Sí, pero ello no puede deslindarse de un sostenido proceso de manipulación, que tiene como pivotes la escuela y la televisión. Negar lo anterior es obviar el principio de realidad. Por supuesto que hay mucha gente adoctrinada en las bondades de una Cataluña independiente, a la hora de la gestión. Pero el alud de pruebas para desmentir lo anterior es abrumador. Ya se ha visto con el rico margen competencial de los gobiernos autonómicos: corrupción, recortes sociales, una gestión pésima, etc. No existe evidencia empírica alguna que nos permita sostener, con un mínimo de seriedad, tales bondades en la gestión de un Estado independiente. Y de nuevo volvemos al principio, ¿existe fundamento para esa secesión o no? Eso es lo que hay que preguntarse. Y francamente no hay fundamento alguno para la privatización del territorio político, para la decisión de unos pocos sobre lo que nos corresponde a todos.

Tampoco los argumentos identitarios o etnolingüísticos son válidos, porque identidades colectivas hay muchas, y no por participar de una te conviertes en un demos aparte, con capacidad de decisión propia y exclusiva. Además, no se puede obviar lo ilógico que resulta, en un contexto de capitalismo global transnacional, el debilitamiento de los centros de poder político, que es a lo que conducen tanto la descentralización competitiva como la secesión.

Teniendo claro el diagnóstico, veamos la prescripción o disposición normativa. Según los principios que se encuentran en la web de El Jacobino, “España debe ser un Estado unitario, centralizado políticamente, formado por provincias o departamentos, unidades administrativas racionales que no respondan a otro interés que al bien común”. No obstante, una proposición como la anterior fácilmente podría ser vista desde una óptica culturalista: no pocos ciudadanos, sensibles con la idea de que la diversidad tiene valor por sí misma, podrían considerar que El Jacobino apuesta por un proyecto culturalmente uniformador. Ahora bien, ¿el abandono del Estado de las autonomías compromete la pluralidad de España?

—Para nada, la pluralidad de España no puede estar comprometida, es inherente a la existencia de cualquier Estado, máxime un Estado democrático. Ir contra la pluralidad es como arremeter contra la ley de la gravedad. Además, en El Jacobino somos perfectamente defensores de la pluralidad cultural y lingüística de España. Ésta existe en todos los Estados, no es privativa de España, que, por cierto, no es un país especialmente heterogéneo desde un punto de vista cultural.

Sin embargo, esa diversidad cultural no puede convertirse en una autopista para los privilegios y la desigualdad de derechos. Esa es la clave: no se trata de violentar ninguna lengua, ni cancelar fiestas populares, eso suena hasta ridículo. Curiosamente quien nos critica que buscamos el monolitismo identitario o cultural, son los mismos que defienden la idea de un “sol poble”, que camina como un solo hombre y editorializa en conjunto, al unísono. Como si España fuera un enjambre de pluralidades, pero Cataluña una nación uniforme. Eso es insostenible, en tanto que ridículo. Cualquier Estado es plural, lógicamente, como plurales son las unidades administrativas que lo conforman. De lo que se trata es de garantizar que todos decidamos en pie de igualdad dentro del territorio político, sin mejores derechos para unos en detrimento de otros. Y que se respete el abc del comunismo dentro del territorio político: todo es de todos, la redistribución es imperativa, y dentro de la comunidad política los derechos de cada uno rigen en plenitud sea cual fuere el punto de la misma donde se encuentre.

Lejos de estar comprometida la pluralidad cultural de España, si seguimos con los desequilibrios en educación, sanidad, fiscalidad o con parte del territorio político vedado al acceso de millones de compatriotas al utilizarse una lengua cooficial como barrera de entrada a parte del mercado laboral, lo que estará en peligro será la igualdad de derechos y la propia idea de ciudadanía.

Entonces, ¿consideras infundada la creencia de que la riqueza cultural y lingüística existente en el territorio nacional estaría amenazada de no reflejarse en unidades administrativas autónomas?

—Absolutamente infundada, como te apuntaba en la respuesta anterior. La diversidad cultural o lingüística está más amenaza de continuarse con la centrifugadora nacionalista. Me explico: lo que pone en tela de juicio la diversidad cultural de un país es aceptar que en determinadas partes del mismo rige la ley de la uniformidad etno-nacionalista. Por ejemplo, considerar que hay una lengua propia y otra impropia, o estar constantemente manoseando conceptos tan insolidarios como los de las balanzas fiscales para poner en cuestión las más elementales nociones redistributivas. Cuando se predica de una región una uniformidad por otro lado inexistente, se están invisibilizando además las brechas y los conflictos de clase. Es obvio señalar que un barrio obrero de Barcelona está más cerca de uno de Madrid o de Sevilla que de cualquier urbanización de lujo, por mucho que también ésta se encuentre radicada en Cataluña. No es una novedad sostener que las artificiales construcciones identitarias pasan por alto el conflicto capital-trabajo, están diseñadas para emborronar la propia idea de clase social.

La pluralidad cultural de un Estado no se cuestiona de ninguna manera porque tengamos un mismo Impuesto de Patrimonio o un mismo Impuesto de Sucesiones y Donaciones. ¿A quién puede molestar esto? Pues a un insolidario, sea su máscara neoliberal o nacionalista. Otro tanto podría decirse con la existencia de un historial clínico centralizado, un mismo calendario vacunal en todo el territorio nacional, una educación pública, laica y republicana que no admita singularidades ni clerecías que quiebren precisamente ese carácter republicano que debiera vertebrarla. La riqueza cultural y lingüística no están en peligro en España, más allá de las agresiones que también sufren cuando se atenta contra la lengua común, que por cierto es una riqueza política inmensa: un instrumento de comunicación y de igualdad, que nos une con millones de personas dentro y fuera de España. Levantar barreras que privaticen parte del territorio, que lo segreguen, es lo más reaccionario que uno se puede echar a la cara y, sin duda, es una política que tiene como víctimas principales a los trabajadores, a los más débiles, a los que más dificultades socioeconómicas tienen para la integración.

Las “construcciones identitarias que pasan por alto el conflicto capital-trabajo”, por decirlo con tus palabras, se encuentran en plena efervescencia. Y no solo las etnolingüísticas. Cualquier característica, pese a ser escasamente compartida (o, precisamente, a causa de ello), es susceptible de convertirse en el eje axial de un nuevo colectivo identitario al cual ofrecerle un grado mayor de lealtad que al perímetro de la comunidad política. Ante lo cual, ¿crees que resulta cada vez más difícil discutir al respecto de políticas que regulen la convivencia pública?

Desde luego que resulta cada vez más complicado. Y se debe a las causas que apuntas en la pregunta. Tiene que ver con esa deriva identitaria generalizada en la que se ha sumido el debate público. Se ha ido agrietando de forma peligrosa el concepto de ciudadanía, que por cierto es una de las grandes herencias transformadoras de la izquierda. No debía ser la identidad la que filtrara el acceso a los derechos de ciudadanía. Dentro de esos rangos identitarios, de esa sociedad cada vez más tribal, se esconde por cierto un atroz individualismo. Todo se ha convertido en una experiencia personal, sentida. De manera que los lazos colectivos se van disolviendo progresivamente y, con ellos, la perspectiva de transformación colectiva. La idea de ciudadanía tenía ese poso universalista que está en la génesis de la izquierda. No es el sentimiento, la identidad o la religión lo que te confiere el acceso a la misma, sino las leyes que ahorman la pertenencia a la comunidad política. La otra gran herencia, igualmente ilustrada, igualmente racionalista de la izquierda, era la idea de clase social. La clase obrera ocupaba un papel central en el marxismo, pues de la clase dependía la transformación colectiva. No había atisbo de parcialización. La deriva identitaria ha quebrado los grandes horizontes de transformación colectiva, de emancipación humana, porque ha sido absorbida, neutralizada y controlada por el modo de producción capitalista. Y en paralelo, la sentimentalización de la política y la sociedad ha contaminada el debate público: espacios seguros, culturas de la cancelación, censuras preventivas, juicios paralelos, etc.

Como resultado de lo anterior, los ciudadanos se inhiben del compromiso cívico para con la comunidad política y se vuelven consumidores de atributos que dan respuesta a su estilo de vida particular… Por ejemplo, en cierto debate televisivo te exhortaron a no opinar sobre la Ley Trans por no ser transexual.

—Sí, fue bastante ilustrativo de lo que te comentaba antes. En una televisión pública, además, lo cual dota de mayor gravedad al asunto. Es irrelevante individualmente, en cuanto a lo que yo sintiera. No es una cuestión personal. Es una cuestión colectiva y de época. Según estos nuevos censores del pensamiento, debes participar de una determinada identidad para poder hablar en el debate. Hubo una apelación directa a abandonar la razón, a entronizar la superchería. Una suerte de pensamiento mágico completamente disparatado. Y la vivencia victimizadora por encima de todo. Es curioso porque buena parte de estos censores viven insertos dentro de una nueva ortodoxia, dentro de un mainstream indiscutible. Facturan importantes sumas de dinero, están insertos en el modo de producción capitalista y, de forma indudable, en sus cadenas de negocio. Sería legítimo si no fuera una estafa, cuando se pretende hacer pasar por desheredado lo que es un privilegio en el eje de clase social, que olvidan a conveniencia.

Pero lo relevante es que se quiera acallar el debate o apartarlo de los ejes racionales. Citar a Hobsbawm te convierte en un fascista, hombre blanco en una situación de privilegio. Ya digo, es la entronización de la superstición, la superstición en marcha. Una enmienda a la totalidad a la mejor tradición del pensamiento de izquierdas. ¿Cómo no vamos a poder criticar la “autodeterminación del sexo” sin otro filtro que la voluntad individual? Es una idea profundamente neoliberal que podrá ser discutida, a no ser que pretendamos volver al dogma religioso y a la sacristía, con nuevos ropajes retóricos.

Aquellas discusiones sobre el sexo de los ángeles… ¿se actualizan en la escolástica posmoderna?

—El posmodernismo ha causado estragos, desde luego. Se rechaza la biología de los seres humanos. ¿Para qué? Para adentrarse en la espesura de especulaciones en las que se confunden conceptos a conveniencia.

Se supone que la izquierda debía representar a las mayorías sociales, para lo cual su labor política radicaba en la concertación de amplios agregados sociales. Por el contrario, la contemporánea “izquierda mainstream” enfatiza lo que tenemos de particular y de diferente en detrimento de aquello que tenemos en común. Da la impresión de que su cometido sea caleidoscópico. ¿Consideras que estas formaciones políticas, supuestamente de izquierdas, se apartan del proyecto histórico de la izquierda?

—Totalmente. Ahí está el posmodernismo, con un indudable componente relativista. La actitud hacia la religión, pensemos en ello. La consideración del hiyab como un símbolo de empoderamiento de la mujer, de emancipación. La persecución de la crítica al fundamentalismo islámico, motejada como ejercicio de etnocentrismo occidentalista. Es un disparate. ¿Se aparta o no del desarrollo histórico de la izquierda? Es la deriva reaccionaria, que diría Ovejero. Y es verdad: una suerte de inquietante comprensión hacia la sinrazón religiosa.

Otro tanto podríamos decir acerca de cierta actitud de desprecio hacia el progreso científico, el abrazo a determinadas metafísicas profundamente irracionales, la quiebra con la idea de ciudadanía en el altar de las identidades. Y especialmente grave me parece la pérdida de un norte universalista, igualitario, de emancipación colectiva que era el que caracterizaba al socialismo. La complicidad con el nacionalismo identitario y fragmentario es un hecho diferencial español que, siendo igualmente disruptivo y anómalo con los fundamentos más esenciales de la izquierda, empeora su estado de salud y convierte a la izquierda española en rehén voluntario de una manifestación genuina del pensamiento reaccionario. Privilegios económicos y políticos en nombre de la identidad, pocas cosas hay más de derechas en estos tiempos que corren.

Para ir acabando, quisiera preguntarte al respecto de los objetivos que, a corto o medio plazo, le deparan a El Jacobino. Aunque sea un proyecto muy joven, ha sumado apoyos de distintas personalidades procedentes del ámbito académico e intelectual, y también del activismo social. Hace poco habéis iniciado El Club Jacobino, que se presenta como un laboratorio de ideas de la izquierda racionalista. ¿Qué balance puedes hacer de esta andadura? ¿Son sensatas las expectativas de quienes desean que El Jacobino se constituya como un partido político con que lanzarse al combate electoral?

—Somos prudentemente optimistas. Creemos que antes de concurrir a una contienda electoral, es imprescindible una labor cultural, de difusión de ideas, de crecimiento de esa masa crítica que pueda estar ubicada en las coordenadas ideológicas del proyecto. Estamos convencidos de que cada vez hay más personas que se cuestionan el identitarismo o la descentralización competitiva en España. Somos la izquierda claramente del lado del mundo del trabajo, nítidamente partidaria de la reindustrialización de España y de la redistribución de la riqueza (de forma progresiva, que contribuyan más los que más tienen, y no con tasas y peajes, como pretenden algunos), pero al mismo tiempo defendemos sin ninguna clase de complejo el final de la centrifugación del Estado central, la recuperación de competencias esenciales para el mismo, el punto final a los privilegios fiscales y a los derechos históricos dentro de la comunidad política.

¿Por qué no habría de haber un espacio político para esta posición, tan de izquierdas como crítica con el nacionalismo fragmentario y sus acólitos confederales o centrífugos? Creo que la pandemia ha puesto encima de la mesa la ineficiencia y la insolidaridad del Estado de las autonomías, plasmación territorial del sálvese quien pueda. El Jacobino avanza con paso firme, sin prisa pero sin pausa, y con un afán de trabajo muy nítido. Me tomo la licencia de animar a todos los lectores a que se dejen caer por nuestra web, valoren inscribirse en el club o revisen cualquiera de nuestras entrevistas o tertulias. Son bienvenidos.

Aunque serían muchas otras las cuestiones sobre las que conversar, creo que ya es el momento de ponerle el punto final a la entrevista. Muchas gracias por tu amabilidad.

—Muchas gracias, ha sido un verdadero placer y un honor.


Fuente →  elviejotopo.com

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