Cuarenta y cuatro años, un mes y cinco días. Ese es el tiempo que ha tenido que pasar desde las primeras elecciones democráticas después de cuatro décadas de dictadura (15 de junio de 1977). Quince años menos ocho días han hecho falta desde que el primer gobierno de Zapatero aprobara un proyecto de ley de memoria histórica (28 de julio de 2006) abordado después de casi ¡treinta años! de ignorancia y desprecio hacia las víctimas del franquismo. Ochenta y cinco años y dos días se han necesitado desde aquel 18 de julio de 1936 para que un gobierno español envíe al Parlamento una Ley de Memoria Democrática que recoge avances importantes en materia de reparación, localización de desaparecidos, anulación de sentencias franquistas y educación en valores democráticos (ver aquí). Pues bien: el líder del PP y alternativa de gobierno anuncia que lo primero que hará si tiene oportunidad es derogar esta Ley. Nunca ha sido, nunca es para la derecha el momento oportuno para reivindicar la democracia y renegar del franquismo. Lo cual constituye una de las mayores anomalías que España sufre respecto a otras democracias europeas. Para un francés o un germano demócrata y conservador España debe de constituir una “anomalía” tan distópica como el texto de Le Tellier.
Este mismo lunes, Pablo Casado protagonizó ufano y sonriente un acto en el que el exministro de UCD y cofundador de Vox Ignacio Camuñas negó que “lo del 18 de julio del 36” fuera un golpe de Estado y adjudicó la responsabilidad directa de la guerra civil al Gobierno de la República (ver aquí). Tras esas proclamas negacionistas, Casado felicitó públicamente a Camuñas por su intervención.
Produce tanto sonrojo responder siquiera a esos disparates revisionistas, multiplicados desde el aznarismo por autores tan despreciados por la comunidad académica como Pío Moa (ver aquí), que quizás resultase más eficaz ignorarlos o simplemente chotearse de ellos. Pero no tiene la mínima gracia, y sería un error (creo) pasar por alto la coherencia discursiva, cultural y política entre estas provocaciones y la insistencia de las derechas en negar la legitimidad del Gobierno de coalición.
No se trata de un patinazo, ni de un simple guiño a una parte del electorado conservador más excitado por ser antisanchista o antipodemita que por la defensa de unos principios ideológicos a confrontar con la izquierda desde el respeto mutuo. Lo que aquí asoma, una vez más, es la negativa de una parte importante de las elites españolas (políticas, económicas y judiciales) a aceptar la legitimidad democrática de un gobierno de izquierdas. No les vale una moción de censura, ni una coalición parlamentaria ni unos acuerdos legítimos con los partidos nacionalistas. El poder sólo es legítimo cuando ellos lo ostentan.
La propia ultraderecha española es una anomalía respecto a los nacionalismos populistas en otros países de Europa. Conviene leer a Anne Applebaum (El ocaso de la democracia) para comprobar que la deriva polaca o la húngara tienen características distintas (pero no distantes) a ese hijo pródigo del PP que es Vox, una extrema derecha castiza cuyo antieuropeísmo es tan nítido como sus reminiscencias franquistas.
Casado, en su competición electoralista con Abascal, está yendo incluso más lejos que Aznar y Rajoy en el empeño de no representar un conservadurismo europeísta, moderado e intachablemente demócrata. Prefiere escuchar a Camuñas o a cualquier Moa antes que al probable sucesor de Ángela Merkel, que hace sólo unos días establecía líneas rojas que situaban a un lado los valores democráticos del proyecto europeo y a otro los que definen ese antieuropeísmo de los socios iliberales, xenófobos y autoritarios, a los que viene abrazando el PP.
Debería ser fácil de entender. Culpar a la Segunda República de la Guerra Civil y negar que el 18 de julio del 36 se produjo en España un golpe de Estado es tan anómalo como achacar el nazismo a los judíos o una violación a la víctima por llevar minifalda. Que a estas alturas un demócrata no asuma que las víctimas del bando “nacional” fueron reivindicadas y homenajeadas durante cuarenta años y que aún no ha sido posible reparar los derechos de los familiares de más de 100.000 desaparecidos del bando “republicano” cuyos restos permanecen en las cunetas significa que no tiene la menor intención de hacerlo.
Esta anomalía no es un hecho aislado, ceñido a la batalla electoralista entre partidos de derechas y de izquierdas. Es mucho más preocupante, porque combina su actuación antisistémica con la de elites que controlan poderes económicos, judiciales y constitucionales. Cuesta entender de otra forma la cerrazón de quienes mantienen sus sillones en un Consejo del Poder Judicial caducado desde hace casi tres años. Cuesta entender de otra manera la sentencia de seis magistrados del Tribunal Constitucional capaces de sostener que en marzo de 2020 en España hubo graves “alteraciones del orden público” y que la declaración del Estado de alarma no “limitó” la libertad de circulación para frenar la mortalidad causada por un virus y el colapso sanitario sino que “suspendió” los derechos constitucionales por un capricho autoritario del Ejecutivo (ver aquí).
En La anomalía de Le Tellier un extraño fenómeno provoca una crisis política, científica y mediática sin precedentes. Entre las anomalías que marcan la historia de España sería deseable superar la que tiene atenazado a un PP que debe decidir si apuesta por la democracia sin apellidos o por un revisionismo franquista que lo dejará atascado en el "corto y violento siglo XX" (Hobsbawn).
P.D. Por si a alguien interesa, aquí van seis recomendaciones culturales para los revisionistas de la Guerra Civil, seleccionadas por mi compañera Clara Morales.
Fuente → infolibre.es
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