Ensanchar los límites de la democracia

Ensanchar los límites de la democracia

A raíz del aumento del precio de la luz, una pregunta ocupa conversaciones y artículos en el campo de la izquierda: “¿Por qué no pasa nada? ¿Cómo es que no se convocan protestas masivas?”. La revuelta colectiva tiene algo de misterio. A pesar de los aprendices de brujo políticos (o tecnopolíticos), no hay ciencia de la insurrección: esta aparece cuando y por donde menos se la espera. Incluso los bolcheviques, a pesar del relato que se construyó a posteriori, en realidad solo cabalgaron acontecimientos que se les escapaban.

La calidad de una democracia no reposa solo en el buen funcionamiento de normas y leyes, sino en la capacidad de resistencia y desafío de los gobernados

El filósofo Jacques Rancière, hablando a propósito de los Chalecos Amarillos franceses, hizo un apunte que da que pensar: las mismas causas que explican la revuelta pueden explicar perfectamente la no-revuelta. La precariedad, la fatiga, la vida endeudada... son tanto motivos para rebelarse como para no hacerlo (la gente no tiene tiempo ni energías para movilizarse, etc.). La pregunta “¿por qué no pasa nada?” aparece entonces como un callejón sin salida.

Tal vez no podamos saber a ciencia cierta cuáles son los resortes de la revuelta, pero sí podemos poner en valor el conflicto. Nuestra democracia restringida no quiere saber nada de él: se presenta a sí misma como una “democracia plena y acabada” con suficientes canales institucionales para el cambio. Pero el mismo tema de la luz nos muestra (una vez más) los límites intocables de nuestro marco de convivencia, la subordinación de la política de los políticos a la gestión de los intereses financieros.

Solo el conflicto popular desafía y cuestiona esos límites, que la retórica consensual disimula y naturaliza. Es decir, el conflicto es el motor de la expansión democrática. La calidad de una democracia no reposa solo en el buen funcionamiento de normas y leyes, sino en la capacidad de resistencia y desafío de los gobernados. Así ha sido siempre: el conflicto entre legitimidad y legalidad es lo que ha ensanchado los márgenes de vida de los esclavos, los trabajadores, las mujeres, los grupos racializados, las minorías sexuales, etc.

Solo la activación popular puede empujar a un gobierno que quiere cambiar cosas más allá de los límites que impone hoy en día el dominio de las finanzas

Pero, ¿qué tipo de conflicto? En los últimos tiempos vemos a la derecha movilizarse en las calles, reapropiándose a menudo de un léxico y un repertorio de acción de izquierdas o libertario. Pero son movilizaciones en nombre de intereses de grupos privados (propietarios, hombres blancos, etc.) y en defensa de los fundamentos duros del sistema neoliberal (sexismo, racismo y clasismo). Rebeliones a favor del orden, para afianzar sus límites. El conflicto que expande la democracia no es este, sino el animado –en la forma y el fondo– por una perspectiva igualitaria: afirma las capacidades de todos, amplía derechos y posibilidades de vida, cuestiona las jerarquías raciales, de género o clase, etc.

“Gobernar es enfriar” dice una conocida máxima. Nuestro gobierno progresista la asume y aplica. Pero olvida así –deliberadamente o no– algo decisivo: solo la activación popular puede empujar a un gobierno que quiere cambiar cosas más allá de los límites que impone hoy en día el dominio de las finanzas. Sin conflicto, democratizante e igualitario, los límites estructurales se reproducen y el espacio de elaboración del malestar social se cede a la derecha. Regalarle a la derecha el espacio de la disidencia es un error gravísimo.

Los focos originarios de la revuelta son a menudo imperceptibles, tienen siempre lugar más acá o más allá de los radares dominantes (nadie esperaba la rebelión del 15M, por ejemplo). La gente se pone en movimiento, deja de estar inmovilizada ante las pantallas, se producen encuentros y contagios, procesos de autonomía, y una chispa cualquiera incendia la pradera...


Fuente → ctxt.es

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