Una crisis, la religiosa, bajo el franquismo

Una crisis, la religiosa, bajo el franquismo
Pepe Gutiérrez-Álvarez

Mi primer conflicto con el orden dominante fue con la Iglesia local, percibiendo la enorme contradicción que existía entre la Iglesia constantiniana y las “reglas de oro del Evangelio” (Stuart Mill). Un punto de partida que ya Marx señaló como primordial. También en este terreno, el cine tuvo una importancia capital. A mí, al contrario que a mis amigos, ni tan siquiera me contrariaba el cine religioso que se ofrecía durante las fechas de Semana Santa. Las aprovechaba para revisar antiguas películas religiosas.

Complementariamente, me entregué a lecturas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, que me impresionaron. También La imitación de Cristo, de Thomas de Kempis, amén de otros autores más o menos revueltos. Era como si hubiera llegado el momento de solventar unas cuentas pendientes y, sin proponérmelo, me vi envuelto en discusiones y más discusiones. Mi evolución crítica apasionada alcanzó pronto una creciente desconfianza hacia Dios Padre y las películas sobre el Antiguo Testamento, que tanto me habían seducido tiempo atrás. Ahora, me parecían un insulto a la inteligencia. Aquel era un Dios sin amor sometido a las exigencias de Israel.

Abordaba conversaciones que siempre habían sido sencillas, con interrogantes del tipo: – Si Eva fue la primera madre, tuvo que tener hijas e hijos. Sus nietos fueron fruto del incesto, ¿o no?. – El Arca de Noé no pudo existir, nunca llovió tanto, no hay arca posible para tanto animal…

Además, ¿qué formas eran esas de afrontar los problemas con la gente por más pecado que cometiesen? Y no hablemos de Jacob. ¿Cómo era posible que Dios le pidiera que sacrificara a su propio hijo? Al plantear algunas de estas cuestiones en el primer curso al antiguo capellán, éste cortó por lo sano. No se andaba con hostias. Allí, había que aprobar una asignatura y nuestra preocupación debía radicar en no «gastar más fósforo de la cuenta». Pero en el tercero, me encontré con un recién llegado, don Fermín. Acababa de salir flamante del seminario y parecía muy desprejuiciado, al menos en comparación con lo conocido hasta entonces. Él no quería limitarse a cumplir el expediente. Entró suprimiendo todos los farragosos capítulos de la liturgia y se plantó con la voluntad de hacer magisterio con un trato dialogante. Inmediatamente, pareció comulgar en mis ganas de saber y discutir.

El equilibrio no podía ser más desigual. Yo era un matao, un tío que había leído cuatro cosas —como solía repetir un muchacho opusdeísta que no entendía mi osadía—. Don Fermín tenía, además, la batuta de la clase y yo necesitaba aprobar. Pero no quería desde luego justificar ninguna ortodoxia, y menos religiosa. Todos los argumentos racionales que permitían cuestionar los artículos de la fe me servían. Creo que comenzamos con una agria discusión sobre el infierno. Para mí, era algo imposible y, a todas luces, injusto.

El argumento de que se trataba de un referente pedagógico, una forma de explicar las cosas de antaño, no me servían, porque la Iglesia seguía utilizándolo como algo cierto. Otro paso nos llevó a la consideración del pecado. Frente a su teología sobre la ausencia de Dios, yo entraba, rudimentariamente, en las condiciones sociales. Era muy difícil que de la miseria y en la incultura surgiera la bondad; los pobres lo tenían muy negro para ser buenos. La culpa de sus pecados la tenían, sobre todo, los ricos. Mis ejemplos provenían, naturalmente, del pueblo. Los que decían creer en Dios no eran precisamente los mejores, quizás al contrario. Por eso «la ausencia» podía ser más cierta entre los creyentes hipócritas que entre los descreídos. Una de mis argumentaciones favoritas era que los cristianos de verdad apenas sí existían. Un punto en el que, con muchas reservas, don Fermín no dejaba de coincidir.

Otro conflicto se centró, nada menos, en los orígenes de la especie humana. Un terreno en el que experimenté mi única discusión con una pareja de mujeres Testigos de Jehová. Una de ellas me llamó la atención por su aspecto franco y por la callosidad de sus manos. Pero no hubo manera de dialogar. Naturalmente, don Fermín conocía mucho mejor que yo las teorías darwinianas, pero mientras que él trataba de asimilarlas —incómodamente a su tradición, claro—, servidor las anteponía. Si, para colmo, Adán y Eva no fueron nuestros primeros padres, la Biblia era un libro de leyendas. Todo lo del pecado original era pura imaginería que rendía sus beneficios.

Mientras él hablaba, uno podía observar la cara de complicidad del resto de alumnos, y se animaba. Después de cada discusión, me sorprendía reflexionando intensamente a tumba abierta. Buscaba, con ímpetu, nuevas fuentes heterodoxas en obras tan inasequibles como La agonía del cristianismo o Del sentimiento trágico de la vida, de un Unamuno que ya había transitado en mis lecturas más o menos ordenadas de los grandes de la generación del 98. O en otras mucho más a mi alcance como las de Voltaire o como Las ruinas de Palmira, del conde Volney, un clásico menor de la Ilustración al que don Fermín trató de antiguo y anacrónico en un tono condescendiente. Todas aquellas teorías, afirmaba, estaban superadas. Respondí que algo bueno debía de tener Volney cuando seguía prohibido. Y pregunté: «¿Por qué todos sus libros son legales y bendecidos, y los que yo quiero leer están prohibidos y son malditos?». Además, no podía creerme lo de antiguo cuando él seguía defendiendo textos sagrados de hace dos milenios, cuya autenticidad era cuestión de fe. Volney explicaba que los dioses fueron creación del hombre, y no al revés. La religión era apenas un momento en la historia, algo que se podía explicar por la necesidad primitiva de dar un sentido maravilloso a lo inexplicable. La mejor muestra era que todas las actuaciones humanas, incluso las más sublimes, eran perfectamente humanas, tenían precedentes y comparaciones en otras culturas. Si no estaba sujeto a la historia, ¿por qué Dios no se dio a conocer antes, cuando la existencia del hombre se originó miles y miles de años antes de que los judíos hablaran de él?, ¿por qué se dio a conocer a un pequeño pueblo y no a otros?

 

Desde entonces las interrogantes se fueron sucediendo ante el estupor de los que ni tan siquiera se habían cuestionado lo más elemental que una cosa era predicar y otra muy distinta era dar trigo.

Por eso respeto a los cristianos que son coherentes con sus principios como lo fue el pobre de Asis, por eso desprecio tanto a los que hablan de Dios cristiano en vano.

La película
Il vangelo secondo San Mateo. El evangelio según San Mateo

De 1964, escrita y dirigida por Pier Paolo Pasolini, producida por Alfredo Bini y con Enrique Irazoqui como actor principal. La obra retrata la vida de Jesucristo (desde su nacimiento hasta su resurrección) tal como es narrada en el Evangelio de San Mateo. En el 2015, L’Osservatore Romano la definió como la mejor película sobre Jesucristo. El diálogo está extraído directamente del Evangelio de San Mateo, y lo eligieron porque el de San Juan era muy místico, el de San Marcos demasiado vulgar y el de San Lucas demasiado sentimental.


Fuente →  loquesomos.org

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