La desaparición del conflicto anticlerical en España

La desaparición del conflicto anticlerical en España
Antonio Manuel Moral Roncal
 
Tras la guerra civil, la sensación de haber vivido una época de persecución y martirio por la “apostasía de las masas”, condujo a la Iglesia católica emprender una reevangelización de los españoles con el apoyo del Estado franquista. La misma se concretó en varios planos: reconstrucción de iglesias, conventos, seminarios… destruidos en la guerra; aumento de manifestaciones públicas religiosas; fomento del asociacionismo laico; influencia en la organización de la educación; censura moral y de costumbres; intentos de impulsar un cine católico; apostolado en niños, jóvenes, trabajadores, adultos, mujeres, etc. Fruto de todo ello fue el aumento de los niveles públicos de devoción durante el primer franquismo (1939-1959).

Pero, desde los mismos años de la guerra civil, el temor de la Santa Sede a una excesiva influencia del totalitarismo alemán e italiano en España fue constante, lo que hizo que impulsara el salto de católicos con vocación pública a la vida política. Sin embargo, los falangistas pretendieron el monopolio del poder político, de tal manera que sólo a partir de 1942 antiguos hombres provenientes de la CEDA se atrevieron a intentarlo. La derrota del Eje durante la Segunda Guerra Mundial impuso la merma del poder falangista en beneficio de líderes católicos. A partir de 1945, en un intento de abrir el régimen desde dentro, se facilitó su entrada en el gobierno, ayudando a la construcción de un Estado confesional católico que fuera mejor visto por los Aliados. A partir de entonces, miembros de asociaciones católicas formarían parte de la elite ministerial del régimen, aminorando su falangismo. El Vaticano por su parte solamente aceptó firmar un Concordato con España en 1953 después de que los Estados Unidos avalaran internacionalmente al régimen, a pesar de los deseos de Franco por conseguir ese acuerdo años antes.

Dentro del clero español, existió siempre un sector crítico y desafecto al régimen franquista, ligado a los nacionalismos vascos y catalán, además de un sector cercano a la democracia cristiana. Poco a poco se fueron desarrollando las Hermandades Obreras de Acción Católica; se fue desarrollando lentamente una nueva Acción Católica con preocupación por la mejora material -no sólo espiritual- de los trabajadores y obreras, y por sus derechos laborales; así como una elite eclesial conectada con el catolicismo social belga, francés e italiano. Factores todos ellos que facilitaron la entrada de antifranquistas en sus asociaciones e instituciones, convirtiéndolas en espacios para realizar una reflexión crítica contra el régimen. Naturalmente, no en todas las diócesis ni al mismo tiempo ni con la misma intensidad. Pero, el impacto del Concilio Vaticano II en España fue definitivo, en este sentido.

Desde 1963 se fue creando un clima que favoreció la aprobación de la ley de libertad religiosa por las Cortes en 1967, que situaba en pie de igualdad jurídica a todas las confesiones. Se trataba de una exigencia que lobbies protestantes norteamericanos habían solicitado, desde los años 50, en favor de sus correligionarios españoles. Finalmente, los franquistas habían aceptado esa demanda -respaldada por la diplomacia de Washington- a pesar de la presión de los sectores religiosos más integristas, para los cuales finalizaba, con esta medida, la unidad católica y el Estado confesional.

Durante el segundo franquismo (1959-1975), se certificó la división del catolicismo hispano: frente a los partidarios del régimen se consolidaron los disidentes críticos, partidarios firmes de que la Iglesia pasara “de la colaboración al desenganche”; frente a estos dos, también existió un amplio sector que se adaptó con pragmatismo a la evolución de los tiempos. El Vaticano posconciliar de Pablo VI afianzó al sector crítico, nombrando obispos auxiliares afines a estas ideas, de forma libre, ya que en la designación de los titulares participaba el gobierno. Se organizó un grupo político democratacristiano en la oposición, ya que se creía que el escenario político en España, tras la caída del franquismo, sería muy parecido al italiano: diversidad de partidos con dos grandes, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista. Para ello resultaba necesario también fomentar un sindicalismo católico, que intentó desarrollarse frente al sindicalismo vertical, en donde convergieron sindicalistas de izquierda.

Tras la muerte de Franco, el rey Juan Carlos I renunció al derecho de presentación de obispos y la Iglesia apoyó el proceso de transición hacia un régimen democrático, negándose a formar o impulsar un gran partido democratacristiano para evitar acusaciones de influencia política. Ello no supuso que algunos obispos -a título individual- declarasen sus simpatías en la cuestión del voto, pero, frente a un obispo de Cuenca contrario a que un católico votara a las izquierdas, un obispo auxiliar de Madrid no observó ningún problema en ello. En la mente de todos permaneció la guerra civil y la voluntad de evitar su repetición, de ahí su colaboración en la consolidación de una democracia por parte del mundo católico y la del PSOE -en el gobierno entre 1982 y 1996- para impulsar la secularización y el Estado laico sin repetir los errores y radicalidades de los años republicanos. Ello no quiere decir que la Iglesia se sintiera totalmente cómoda con la política socialista, pero el peso de la historia del siglo XX le condujo a otro tipo de posturas y estrategias. Todo ello -unido a los cambios educativos, sociales y económicos de la época- favoreció un acercamiento entre el clero y los herederos ideológicos de las izquierdas anticlericales, que también variaron la forma de realizar su proceso secularizador.

La realidad de un pluralismo religioso, sobre todo tras la instauración de la Constitución de 1978, con el consiguiente reconocimiento mutuo de derechos, condujo a la libertad de conciencia, que a su vez exigió que la adhesión de cada persona a un determinado modelo religioso o laico fuera fruto de su convicción de libertad, lo que supuso una gran dosis de comprensión y tolerancia de las posturas contrarias. La Iglesia Católica optó por renunciar a su privilegiada situación heredada del régimen franquista y acomodarse a una moderna democracia, apostando por impulsar un cristianismo maduro. La llegada de emigrantes hispanoamericanos con identidad católica, a comienzo del siglo XXI, y de cristianos ortodoxos del Este de Europa supuso una notable aportación para el mantenimiento de la identidad religiosa.

Si bien el conflicto secularización-catolicismo parece continuar -con muchos matices- en el ámbito educativo, se puede decir que ha desaparecido en los escenarios públicos, culturales y políticos, comparado con los tiempos anteriores a la guerra. Para los católicos, la religiosidad cristiana pervive ampliamente y conserva un cierto e innegable peso específico en el conjunto de la sociedad española. Para los no creyentes, la capacidad de influencia del catolicismo ha disminuido de forma notable, especialmente en campos donde había sido hegemónico (normas morales, sexualidad, cultura, educación, medios de comunicación…). Las catedrales e iglesias son apreciadas desde un punto de vista artístico, no solo espiritiual; las procesiones no sólo son manifestaciones de fe sino fiestas de interés turístico; la vida monacal es vista como una opción de vida respetable y asumida libremente

De esa manera, el anticlericalismo radical y la clerofobia se han ido diluyendo lentamente, permaneciendo rescoldos que, desgraciadamente, algunos miembros de Unidas Podemos han vuelto a intentar avivar en los últimos años, a pesar de la inexistencia de esa tendencia en la mayoría de los españoles.

El lector interesado puede acudir a

-J. Louzao y F. Montero (coords.), La restauración social católica en el primer franquismo, 1939-1953, Universidad de Alcalá, 2015.

-F. Montero, La Iglesia: de la colaboración a la disidencia (1956-1975), Encuentro, 2009.

-Pablo Martín, El rey, la Iglesia y la Transición, Sílex, 2013.


Fuente →  elobrero.es

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