El corto verano de las mujeres armadas


El corto verano de las mujeres armadas
Laura Casielles

En el verano de 1936, María Marcos estaba a punto de cumplir 10 años. De aquel sábado funesto de finales julio recuerda que estaba con sus padres y hermanos en el puesto de verduras que tenían en el barrio madrileño de Lavapiés cuando llegó un grupo de milicianos y milicianas a avisarles de que tenían que recoger.

- ¿Milicianas, María? ¿Mujeres también?
- ¡Sí, sí! —responde sin dudar— ¡Mujeres y hombres, de todo!

En la memoria de María —como en la de muchas de quienes también eran niñas entonces y que siguen pudiendo contárnoslo—, aquel verano la imagen de esas mujeres se fue haciendo habitual. Ella cuenta que las veía mientras jugaba entre los escombros que iban dejando las bombas en la calle Tribulete: “Había muchas, muchas. Luego se fueron viendo menos. Pero al principio claro que las veías. Llevaban el gorro así… Un gorro azul, como los soldados. Iban con un mono de peto oscuro, o cada una con lo que tenía”.

Aquella figura hasta entonces insólita se fue haciendo habitual en las primeras semanas de la Guerra Civil. El proyecto del Museo Virtual calcula que pueden recuperar la figura de hasta 7.000 mujeres, pero es una cifra todavía estimada. Lo que sí es seguro es que las mujeres que decidieron ir al frente entre julio y septiembre se cuentan por miles. Cuando la resistencia se militarizó, la mayoría de ellas volverían a ser relegadas a la retaguardia, pero el de 1936 fue también el corto verano de las mujeres en armas. “Te llamaba la atención, y más a las niñas —recuerda María—, porque eran mujeres, y entonces a las mujeres no se las veía con pantalón y con pistola”.

Las vidas que hay detrás de los iconos

En los 85 años que median entre aquellos hechos y su memoria, la figura de la miliciana se ha convertido en un icono. Imágenes como la foto de Mariana Ginestà —sacada en agosto de 1936 por Hans Gutmann en el Hotel Colón de Barcelona, tomado por los anarquistas— son parte del imaginario colectivo, y han sido reproducidas hasta la saciedad en infinidad de producciones culturales que han contribuido a mitificar la figura de la miliciana e incluso a romantizar una situación que poco tiene de romántica.

La fascinación por la figura de la mujer miliciana comenzó ya en aquellos primeros meses de la guerra. Entre sus grandes artífices estuvieron los fotógrafos y corresponsales extranjeros, que transmitieron aquella anomalía de género como una de las características más llamativas de la conocida como “Guerra de España”. Además, el arte revolucionario y los carteles de la propaganda republicana de la primera etapa construyeron una imagen de la miliciana como mujer bella, decidida y combativa que —como apunta ya Mary Nash en su ensayo pionero Rojas:
Mujeres republicanas en la Guerra Civil— estaba a menudo más dirigida a la mirada masculina que a convencer a las propias mujeres.

La propaganda republicana de la primera etapa construyó una imagen de la miliciana como mujer bella, decidida y combativa

Pero tras estos iconos se esconden muchos nombres propios, muchas historias individuales que poco o nada tienen que ver con el mito. En los últimos años, libros como Milicianas. Mujeres republicanas combatientes, de Ana Martínez Rus (Catarata), o el más reciente Les combatents: La història oblidada de les milicianes antifeixistes, de Gonzalo Berger y Tània Balló, han contribuido a dar a conocer algunas de ellas.

Algunas de las milicianas que se alistaron para defender la República en aquel verano del 36 ya son bastante conocidas. Es el caso de Lina Ódena, elocuente militante comunista y una de las primeras mártires de la guerra; el de Rosario Sánchez Mora, la célebre Dinamitera a la que Miguel Hernández dedicó un poema; o el de la maestra gallega recién casada Enriqueta Otero Blanco, que llegó a ser comandanta. Pero ellas son solo algunas de los cientos que empezaron a llenar las calles en aquellas primeras semanas. El ambiente lo retrata bien un pasaje de Contra viento y marea, una novela publicada por María Teresa León en 1941:

“La chica se había marchado a la Sierra con un fusil. (…) Miles de chicas hicieron igual (…). ¡Hubo tantas! Se evadían de sus madres, porteras, lavanderas, peinadoras. Huían de las casas (…), de las lecciones de honradez barata que daba el padre (...). Exigían, con el mimetismo de la hembra, lo mismo que pedían los barbados muchachos que las arrebataban por las cinturas. Era una invitación al aire de la vida”.

Diversidad de perfiles y de historias

Las investigaciones muestran que los perfiles de las milicianas que se alistaron en aquellas primeras semanas eran muy variados. La mayoría eran jóvenes y sin responsabilidades familiares, pero Martínez Rus destaca casos como los de Libertad Ródenas o Natividad Yarza, que se enrolaron con 54 y 63 años, respectivamente. Yarza, además, fue la primera mujer elegida como alcaldesa en unas urnas democráticas. Los investigadores Balló y Berger señalan, por su parte, que hubo milicianas procedentes de todo el espectro ideológico del republicanismo, aunque buena parte de ellas llegaron a través de la Agrupación de Mujeres Antifascistas, dependiente del Partido Comunista, o de la organización anarquista Mujeres Libres.

El fenómeno fue más fuerte en las ciudades —con Madrid, Barcelona y Valencia como focos principales—, pero también hubo milicianas en el entorno rural. Uno de los ejemplos más conocidos es el de Ángeles Flórez Peón, Maricuela, cuyo testimonio es uno de los que abre esta revista.

Las motivaciones para alistarse también eran muy variadas. El relato posterior a menudo ha querido contar —en una muestra más de paternalismo— que muchas se alistaron siguiendo a sus compañeros. Pero historias como la de Pepita Laguarda Batet muestran que muchas veces pudo ser al revés. Ella no sobrevivió a la guerra, pero fue su novio de la época, Juan López Carvajal, quien contó en sus memorias que había sido él quien respondió “si vas allí, me voy contigo” cuando Pepita anunció que se había apuntado como voluntaria para ir al frente de Aragón.

Aquellos días, las historias se suceden de manera similar, pero también muy distinta. María Pérez Lacruz, La Jabalina, sale de Teruel y es herida en Valencia. Jacinta Pérez Álvarez muere tras cinco días luchando en el frente de Madrid. Julia Manzanal se alista para hacer pedagogía y acaba siendo espía. Palmira Julia Tello Landeta es portada de la revista Estampa con una foto en la que da un mitin con su pelo a lo garçon. Fidela Fernández de Velasco Pérez, Fifi, batalla como la que más sin saber que sobrevivir significará pasarse el resto de su vida ocultando a sus compañeros de militancia comunista que era lesbiana. Julia Manzanal Pérez, Chico, cigarrera, se venda los pechos para que la dejen en paz. Casilda Hernández Vargas, gitana y nudista, se convierte en Kasilda en los combates de Donosti. Cecilia García de Guilarte sale de Tolosa sin saber que será la única mujer corresponsal del Frente Norte.

Cada una de estas historias es un tesoro también por lo difícil que resulta rastrearlas. El documental Milicianes, dirigido por Tània Balló y Jaume Miró, muestra los obstáculos que enfrentan los investigadores para reconstruir la historia de cinco de ellas, abandonadas en Mallorca —junto a unos cuarenta hombres— en la noche del 4 al 5 de septiembre, cuando se reembarca al abandonar la batalla por la isla que fue capitaneada por Bayo. Aunque su labor, en este caso, acaba por recuperar no solo una historia, sino también una voz. Se trata del Diario de una miliciana marxista, escrito por la única de estas cinco mujeres que queda sin identificar al final de la película.

El documento fue publicado tras su captura por el diario franquista Arriba para resaltar los pasajes en los que se expresaban contradicciones o afirmaciones que se pudieran usar para atacar a las milicias republicanas. Pero, casi un siglo después, lo que podemos leer en él son las vivencias de una miliciana que por ser anónima bien podría ser cualquiera. Un relato en el que los avances de posiciones y el recuento de muertos conviven con los enfados entre compañeras o el menú de los días de buen rancho, en escenas como esta:

“Cuando estaba haciendo un poco de leche condensada nos han visto que estábamos en la casa, y han estado más de media hora tirándonos y una bala ha dado en el quicio de la ventana en que estaba Merche y en nada ha estado que le diera. Ha quedado el olor de la pólvora la mar de rato”.

El frente y la retaguardia

El mítico cartel que llamaba a las mujeres a alistarse decía aquello de “Les milicies us necesiten” (‘Las milicias os necesitan’), pero lo cierto es que no especificaba para qué. Así que muchas de estas mujeres tuvieron que dar la doble batalla de tener que explicar que ellas no iban al frente a hacer labores domésticas o a servir como enfermeras, sino que querían combatir.

Lo más habitual era que se las destinara a batallones mixtos, repartidos por todo el territorio en función de las necesidades de las tropas. Una excepción fueron las Milicias Femeninas catalanas, dirigidas por Gavina Viana y Julià Puiggròs. En ellas, las mujeres que pasaran unas pruebas de aptitud eran instruidas en el manejo de armas en el Camp de la Bota (entrenamiento del que Robert Cappa y Gerda Taro tomaron también una serie de fotos que ha pasado a la historia).

Pero la tendencia era más bien que los mandos militares enviaran a las mujeres a la retaguardia. En Madrid, por ejemplo, el batallón de la Unión de Muchachas cumplía sobre todo labores asistenciales; y el batallón femenino del Quinto Regimiento, constituido a instancias de Dolores Ibárruri en julio de 1936, tuvo muy poco recorrido. El trasfondo patriarcal era transversal a las diversas ideologías, y la imagen de una mujer manejando armas era transgresora también dentro de la izquierda, por más que la República hubiera sentado las bases para una visión más abierta de las relaciones de género.

Cuando las milicias se militarizaron, las mujeres en el frente pasaron a ser definitivamente una excepción, aunque muy significativa, pero el debate sobre su presencia en la primera línea de batalla estuvo abierto desde el primer momento, cargando a las milicianas con estigmas como el de prostitutas y transmisoras de enfermedades venéreas —cuando no se las hacía directamente culpables de restar energía a los hombres con su mera presencia—.

Pero, debates aparte, lo cierto fue que, en aquellos primeros meses, en el frente hubo mujeres, muchas mujeres. En la obra Con voz y voto. La mujer y la política en España (1931- 1945) (Lumen, 2004), Carmen Domingo recoge el relato de aquella realidad que haría años después la diputada socialista por Asturias Matilde de la Torre:

“Y las muchachas aquellas llegan a las trincheras de primera línea. Y, sin alharacas, ni fotografías, ni pintura en los labios, ni monos lindos, reparten la comida (…). Y, mientras los hombres comen, ellas cogen los fusiles y se sientan en el escaño de tierra, ante las ametralladoras, como si se sentaran ante la máquina de coser. (…) Y disparan… Disparan a manta, serenamente, continuamente”.

"Ellas cogen los fusiles y se sientan ante las ametralladoras como si se sentaran ante la máquina de coser. Y disparan… Disparan a manta"

Ser mujer en la guerra

Más allá de los problemas que pudiera causar a las mentalidades la idea de tener mujeres en el frente, las mujeres que de hecho estaban en el frente tenían también sus propios problemas. La situación no solo era insólita para quienes la veían desde fuera: las implicadas tenían que encontrar soluciones para situaciones que no se habían dado antes, porque la guerra estaba hecha a medida de los hombres.

Muchas de las memorias y testimonios se refieren, por ejemplo, a las dificultades que tenían algunas mujeres con las armas, que les resultaban particularmente pesadas e incómodas. Y en textos publicados por otras durante aquellos mismos meses ya se apuntaba también a una desigual dad de lo más contemporánea: la doble carga, porque incluso cuando sí que se las dejaba combatir, al volver de la batalla se esperaba que también cocinaran, limpiaran y cuidaran de los heridos.

Ana Martínez Rus se fija en otra constante en los relatos: las dificultades que pasaban aquellas mujeres —que sentían que no podían mostrar ningún signo de diferencia con sus compañeros— para cambiarse sin ser vistas cuando tenían la regla. Y es que el mayor quebradero de cabeza para muchas de ellas era —de nuevo en palabras de Martínez Rus— cómo relacionarse con “unos hombres que las vieron en su mayoría como rivales, objetos de deseo y acoso, o bellezas perturbadoras, y los menos como colegas fraternales”.

Mi guerra de España, el libro de memorias de la argentina Mika Etchebéhère (POUM), es un compendio de ejemplos en este sentido. Llegada a España solo unos días antes del golpe de Estado, Mika se alistó junto a su marido, pero este murió en una de las primeras batallas. Ella ocupó su lugar, convirtiéndose en una de las pocas mujeres que alcanzó el rango de capitana. Su modo de ejercer esta autoridad, como recogen muchos testimonios, era especial. Recorría las trincheras ofreciendo a sus hombres chocolate o dándoles jarabe si estaban enfermos. Para ella, esto no era una debilidad, sino precisamente la forma de cultivar la confianza por la que luego le obedecían.

Pero sus escritos reflejan que, lejos de plegarse a ideas esencialistas como la de que les correspondieran los cuidados, lo que las mujeres tenían que hacer en el frente era, sobre todo, borrar su sexo. Desde su zanja en el frente, Mika reflexionaba:

“Soy para ellos una mujer, su mujer, excepcional, pura y dura, a la cual se le perdona su sexo en la medida en que no se sirve de él (…). ¿Puedo correr el riesgo de faltar a este compromiso tácito, tener un amante y que ellos lo sepan? (…). No, no quiero, sigo siendo la que soy, austera y casta como ellos me quieren, mujer o un ser híbrido, no tiene importancia. Lo que cuenta es servir en esta revolución con el máximo de eficacia y que se vaya a la mierda el pequeño tirón de la carne”. 

"Lo que cuenta es servir en esta revolución con el máximo de eficacia y que se vaya a la mierda el pequeño tirón de la carne”

Así —ocultando la femineidad y conteniendo al cuerpo— La Capitana pasó a la historia por cómo su batallón se convirtió en un mito de igualdad. Pero fue de las pocas que aguantó en el frente más allá de aquel invierno. Pocos meses después del inicio de la guerra, las niñas dejaron de ver pasar por sus barrios a mujeres con el fusil cruzado sobre la falda pantalón. Por una mezcla de motivaciones ideológicas y económicas, para cuando Federica Montseny se convirtió en octubre en la primera ministra de la historia de España, la propaganda dirigida a las mujeres ya volvía a decirles que su papel en la guerra era asegurar la buena marcha de la retaguardia. Era solo el preludio del retroceso que se avecinaba.

Pero la memoria, recuperada y por recuperar, recuerda que hubo un momento, un corto verano, en el que, más allá de los iconos, los carteles que decían “no pasarán” también mostraban a mujeres disparando. Y que imágenes tenían como reverso otra estampa, quizá aún más difícil de asimilar: la de grupos de mujeres y hombres lavando juntos, mano a mano, los calcetines en las trincheras.


Fuente → temas.publico.es

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