Educación, memoria democrática y justicia
 
Educación, memoria democrática y justicia
Pedro Luis Angosto

Hace unos años, el Ayuntamiento de Alicante dedicó una calle a Lucio Blázquez, famoso restaurador especialista en freír riquísimos huevos y patatas a precio de oro. El motivo de tal homenaje fue, al parecer, que Lucio suele pasar parte de sus vacaciones en la ciudad. Por el mismo tiempo, unos cuatrocientos cincuenta ciudadanos solicitaron al Consistorio que pusiese el nombre de una calle a uno de sus hijos más ilustres, a Carlos Esplá. Por segunda vez se les negó. Barrunto que el Ayuntamiento constitucional de Alicante consideraba a Carlos Esplá un «rojo peligroso» sin mérito alguno, y que para méritos ya están demócratas convencidos como Calvo Sotelo, los héroes de la División Azul, el ínclito comandante Franco, José Antonio Primo de Rivera y Sáez de Heredia o el camarada César Elguezábal; y para ensalzar a las glorias de las letras alicantinas ya contaban en el callejero con el poeta Vila y Blanco, el poeta Quintana o el eximio Campos y Vasallo, personajes de méritos literarios escasos. No se puede pedir más.

Respecto a los últimos, poco que decir, ocupan su lugar en el callejero, hicieron bien poco y a nadie molestan más de lo necesario. Sobre los primeros es necesario un comentario más detenido. Normalmente, en tiempos anteriores a las revoluciones burguesas, a las calles se les ponía el nombre del gremio que las ocupaba, de un edificio singular, de una costumbre que las caracterizaba, de un hecho relacionado con la naturaleza, de un prócer local o del monarca de turno. Fue iniciativa de ilustrados y revolucionarios burgueses rotular las calles con nombres de personajes que creían habían contribuido al engrandecimiento de la ciudad o habían destacado en las luchas por las libertades, las ciencias o las letras. El franquismo utilizó esa costumbre para llenar nuestras calles de nombres sombríos, malhadados, malvados, abominables y, posteriormente, la democracia, no en todos los pueblos y ciudades de España, quiso sustituirlos por nombres tradicionales o de personajes ilustres y poco relacionados con la crueldad.

Madrid, es un ejemplo, tiene todavía ciento cincuenta calles dedicadas a franquistas, y Franco y sus compinches fueron muchas cosas, sobre todo enemigos de la democracia
 
Pasados cuarenta y cinco años de la muerte del más sanguinario dictador de nuestra historia se puede discutir sobre qué nombres tendrán las calles en que habitamos. Lo que es indudable es que un Ayuntamiento democrático no puede seguir manteniendo símbolos de la dictadura o dedicando calles a quienes colaboraron con ella o fueron sus compañeros de viaje. Ahí existe un problema de formación democrática que parte, como decía el autor de «Soldados de Salamina», de que no se ha explicado mínimamente quien fue el dictador. Javier Cercas decía que era preciso que en las escuelas se dijese a los chavales, concisa y sencillamente que Franco fue un funcionario armado de un gobierno legítimo al que traicionó, provocando, en compañía de otros muchos, una guerra civil que ocasionó miles de muertos y una posguerra que continuó danzando con la muerte y cubriendo de oscuridad tétrica y sangrienta a toda una nación. Luego se podría profundizar y explicar los pormenores de la personalidad de ese individuo al que el historiador y coronel de Estado Mayor Carlos Blanco Escolá llamó psicópata contumaz.

En Alemania, Francia, Austria o Italia -pese a Berlusconi y a Salvini- a nadie se le ocurre ensalzar a de Hitler, Petain, Goering, Keitel, Mussolini o Dolfus, mucho menos poner su nombre a una calle o a un Instituto. Entre otras cosas porque eso es un delito tipificado en el código penal.

No son así las cosas en nuestra querida España. Y no lo son porque -entre otras muchas cosas- la escuela ha hecho olvidar al dictador, lo ha pasado por alto, porque, financiados por determinadas fundaciones, grupos de historiadores a sueldo con mucho apoyo mediático han emprendido una «cruzada» para embellecer al caudillo y sus amigos -Moa, Vidal, Marco, Plaza, Losantos, Suárez Fernández, Togores, Esparza, Zavala-, porque, en fin, quienes rigen el partido de la oposición nacional parecen tener aún una querencia atávica hacia aquel régimen de oprobio. Y es en este punto donde está la clave del asunto: Madrid, es un ejemplo, tiene todavía ciento cincuenta calles dedicadas a franquistas, y Franco y sus compinches fueron muchas cosas, sobre todo enemigos de la democracia. Entonces, ¿cómo puede un partido que se llama así mismo demócrata, que dice defender la Constitución democrática de 1978, guardar todavía en sus armarios ese remanente ideológico pestilente y amenazador? El día en que la derecha española sienta el mismo desprecio que sentimos el resto de los demócratas hacia la dictadura y sus verdugos -el mismo que siente la derecha francesa hacia Petain o la alemana hacia Goobbels- podremos decir que España es un país normal. Mientras tanto seguiremos con una pata coja en la mesa.


Fuente →  nuevatribuna.es

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