Instantáneas de la vida de Andrés Aragón
Andrea Aragón
La historia de Andrés, como muchas otras, respira aires franquistas. Una niñez teñida por la pobreza y una educación doctrinal; una juventud de base militar y catolicismo impuesto; una madurez marcada por la precariedad laboral y la inmigración como oportunidad.
Santos y fusiles
Llueve una mañana de junio. Andrés tiene diecisiete años y las botas mojadas. Rodeado de otros tantos uniformes azules con correajes blancos, de gala, espera frente a la Iglesia de Santa María la Redonda, en Logroño. La Escuadrilla de Honores de la Escuela de Formación Profesional del Ejército del Aire de Recajo/Agoncillo, también en La Rioja, permanece inmóvil, firme y en formación. Lloviendo a jarros y quietos allá, recordará Andrés años después.
Los mandos –un sargento, un teniente y un capitán– deciden que sí habrá procesión. Prom, prom, prom. A paso lento, los cabos se ponen en marcha para escoltar al Cristo. A Franco todavía le queda un año de vida y la religión sigue siendo un pilar fundamental en la sociedad española.
El desfile está flanqueado por algún que otro alcahuete pero, sobre todo, señoras mayores con sus mantillas negras. Elegantes, vestidas de domingo. Tres días hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión. Mirada al frente y fusil al hombro, Andrés marcha oliendo la humedad que sale del suelo para impregnar el aire tras una tormenta de verano. Los pétalos, de un blanco rosado, cubren el asfalto y los soldados ponen especial cuidado para no resbalar.
El poder que la Iglesia católica ostentaba durante la dictadura franquista, bajo el nacionalcatolicismo, seguía presente cuando a Andrés le dolía la cabeza por la presión del casco, igual que a Jesucristo le debió de doler muchos años antes por la corona de espinas. El Ejército, con gran influencia política tras la guerra civil, era otro símbolo del régimen. Los militares representaban la victoria, la fuerza y la defensa de las esencias patrias; por eso, muchos custodiaban estatuas durante las procesiones sin tener en cuenta la previsión meteorológica.
Andrés en ‘la mili’. Fuente: Andrés Aragón
Los distintos servicios militares fueron implantados en España
tras la muerte de Fernando VII –durante la Regencia de María de Borbón–;
sería Canalejas en el año 1912 quien los haría obligatorios. El Servicio Militar, conocido como “la mili”, era una forma de perpetuar los valores que el Ejército encarnaba.
La disciplina y el control al que Andrés fue sometido mantenía un
modelo de masculinidad hegemónica. El vínculo entre el hombre y el arma
suponía la posición dominante de unos hombres sobre otros –y la
subordinación generalizada de las mujeres–.
La víspera de la Virgen de Loreto (patrona de aviación), el
sargento primero C. le reventó el tímpano a Antonio, Toli, el hijo de
Patapalo, de un bofetón. Andrés, Blas –el Cotorra– y José Ignacio –el
Carbonero–, le llevaron al Botiquín, la enfermería de la base. Los
cuatro soldaditos, todos de Mendavia (Navarra), volvieron a las
habitaciones.
Pero el sargento, uno de los chusqueros consumidos por el alcohol, bolsas debajo de los ojos y piel marchita, entró al barracón. Andrés se quedó mirando sus ojos pequeños, que se le metían un poco en la nariz, ganchuda, y que sostenían su ceño, siempre fruncido.
–¿Qué miras con esa cara de lobo?
–Miro con la cara que tengo –le contestó Andrés. El hombre, encogido pero acostumbrado a andar recto por protocolo, se acercó, gritando, enfadado.
–Que os creéis que sois unos hombres y no sois más que unos mierdas.
–Pues si tantos cojones tienes, quítate los galones y vamos a la calle –se creó un silencio de muerte, no se oía ni el volar de las moscas.
El sargento C. olía a sucio y a sudor. Zurdo, por la mano con la que fue a dar el golpe, dedos largos y uñas negras. Andrés, con todo el cuerpo en tensión y un cabreo que se le llevaban los demonios, se apartó a tiempo y la mala hostia del sargento fue a parar a la barra de la litera.
–¡Al calabozo!
–Vete a dar parte –chilló algún compañero.
–Tú, ¡al calabozo también!
En el servicio militar voluntario, en el que había entrado Andrés tras un examen de cultura general, se ofrecía formación profesional. Durante seis años, los muchachos se especializaban –fresador, tornero, chapa y soldadura, ajuste– a cambio de hacer este tipo de mili. Los soldados de primer año cobraban cien pesetas y tras el toque de diana cada cual hacía sus tareas: clases, instrucción, imaginarias (vigilar dos horas por la noche), cuarteles (encargados de las escuadrillas), estudio.
Y aunque aún había demostraciones de autoridad (y fuerza) que buscaban un respeto hacia la figura del mando superior, otras mentalidades poblaron las bases. El teniente Martínez, profesor de dibujo, o el capitán Contreras dejaban entrever el desarrollismo, la inminente muerte de Franco y un cambio de valores. El primero, en contra de los malos tratos; el segundo, estricto pero justo, una vez mandó tirar el aguachirri que se hacía pasar por café y ordenó volver a preparar el desayuno de toda la escuadrilla.
Durante los últimos años del franquismo, surgirán los primeros casos de objetores de conciencia de carácter antimilitarista. La conexión del hombre con el arma, como si esta fuese una extensión de aquel, se empezará a poner en duda y en enero de 1977, cuando Andrés esté a punto de licenciarse, se creará el Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC). Desde el simio con la primera piedra y el hombre cazador con su lanza, donde la tribu era igual de importante que el sentimiento de camaradería dentro de la mili, cientos de los seguidores del MOC serán encarcelados por su desobediencia civil no violenta como resistencia al reclutamiento obligatorio.
El año en que Fermín Remírez Elías, alcalde de Lodosa, case a Andrés con su esposa, Carmen, el gobierno de José María Aznar suspenderá el servicio militar obligatorio. Cinco años después, en 2001, esta eliminación se hará efectiva. Pero esto, mientras desfila empapado por una tormenta veraniega, Andrés aún no lo sabe.
Bolsillos vacíos y despedidas
Son unas sábanas duras, de las que producen un sonido seco al sacudirlas y se quedan rígidas, tensas, al estirarlas. Andrés está tumbado en su litera, en la Base Aérea de Manises, Valencia. Si saca el brazo por la ventana que da a la cabecera de su cama, llega al naranjo sin problema. Y aunque no sea la mejor naranja que ha probado, el jugo le refresca la boca.
Por las mañanas, Andrés trabaja en el taller de atenciones generales de la base, cumpliendo los tres años que le quedan de destino. El sonido de los transistores se cuela en sus oídos y es entonces cuando descubre a Nino Bravo. Su tierra, la que en ese momento pisa Andrés, además de naranjos, tiene su voz, que ruge si se la encierra.
Por las tardes, Andrés se desplaza a Valencia capital para lavar coches, su primer trabajo desligado del Ejército. Por cincuenta pesetas la hora, obedece a un encargado pequeño, enjuto, de unos cuarenta y cinco años, que no para quieto, como si todo corriera mucha prisa.
En julio de 1977, Andrés se licencia y regresa a su pueblo, Mendavia. Allí su vida laboral es inestable y variada. Por temporadas, según le plazca al tomate, el espárrago o el pimiento, trabaja en la conservera Taboada. También es peón de distintos terratenientes o empleado de la Granja Imas. A veces, el olor de la pintura sustituye al de la tierra y Andrés se dedica a pintar pisos con Jesús –Chin–, su jefe dicharachero, aficionado al café y al tabaco por igual.
El año de la Constitución y con Adolfo Suárez como presidente, Andrés se marcha a Barcelona. Me voy pero te juro que mañana volveré. Ropa, calzado y un neceser de aseo metidos en su maleta de cuero, marrón, oscura. Es ligero equipaje para tan largo viaje. Antonio, hermano de su cuñado, se ha ofrecido para ayudarle a buscar trabajo en la provincia catalana. Mari Ángeles, hermana mayor de Andrés, le desea suerte. Un te quiero, una caricia y un adiós.
Allí trabaja por primera vez como tornero en los talleres
Llollo, calle Tánger, número 25 (interior 40, 41 y 47). Es un pasaje sin
salida de todo tallercitos pequeños,
todos iguales. Andrés hace inyectores para los motores de gasoil de la
Seat. El aire huele a una mezcla de líquidos para mecanizar, aceites,
disolventes, pintura, taladrina, humo de la soldadura.
En aquellos años, los desequilibrios internos y el subdesarrollo regional hacían que muchas personas, como Andrés, se trasladasen a los núcleos urbanos, industrializados, para buscar oportunidades. Pero llega la crisis de los 80. Forjarán mi destino las piedras del camino. La Seat baja su producción, hay menos trabajo y más despidos.
Andrés pasa otros seis meses buscando algo más, en el paro, y el dinero se va gastando. No puede seguir pagando a su mestressa, la señora Manuela –de unos ochenta años, metro sesenta, lleva siempre pendientes y viste de oscuro, sus manos, trabajadas, fuertes, delinean pequeñas deformidades–, y decide volver a su casa.
Vuelven las conserveras, las jornadas en el campo. Consigue trabajar de tornero en Emérito Sainz y con el sueldo que gana compra una televisión, la primera que habrá en su casa, a color, de la empresa alemana Telefunken. Andrés pasa cinco años intercalando contratos de seis meses con el paro, porque la empresa lo hacía así por no hacer fija a la gente para no pagar la seguridad social, evitar la antigüedad, ni extras ni nada.
El 6 de julio de 1989, a sus treinta y tres años, a Andrés le hacen fijo en Talleres Clemente, en San Adrián (Navarra). Donde el sol cada mañana brille más. Pasarán otros treinta años hasta que se jubile, trabajando todos los días en el mismo torno –lo que le traerá dos operaciones, de codo de tenista y de los túneles carpianos, en las manos, por la repetición de movimientos–. Tras una vida laboral que imita el balanceo inestable de un columpio viejo, hecho con una tabla de madera y un par de cuerdas, Andrés se asentará y formará una familia. Buscaré un hogar para ti.
Renacuajos y águilas
Había mucha gente en casa. Pero no estoy seguro de si era por la matanza del cerdo o por la muerte de mi madre. Andrés tiene cinco años y los recuerdos confusos. Se me mezclan imágenes, no las tengo muy claras. Está durmiendo con sus primos, en un colchón muy grande, unos por los pies y otros por la cabeza. Está jugando al balón con la vejiga del cerdo, blanca, hinchada y atada como si fuera un globo. Sabe picar la carne, adobarla, meterla en tripas y pincharla con agujas, poner los jamones a salar. Pero no sabe a qué olía su madre, si tenía la piel suave o si su voz era grave.
El pequeño Andrés pasa un año con su tía en Logroño, tras la muerte de su madre. Recuerdo darme un porrazo y salirme un chichón en la frente y que alguien me puso una moneda o una arandela con un pañuelo apretado para que se bajara. Cuando vuelve a Mendavia, a la calle Eras de San Bartolomé, número 55, entra en el Colegio Público San Francisco Javier. Entonces no se preocupaban por la educación ni por nada, lo que hacían era aguantar las horas que tenían que aguantar y se marchaban.
Un año después de que Andrés empezase la escuela, en 1963, eran analfabetos el 17,1% de la población adulta española –la mayoría mujeres–. Nos hacían cantar el Cara al sol, no me acuerdo si era el lunes o el viernes. Don Amadeo, su profesor, tiene unas manos tremendas de grandes, pega unos manotazos en la mesa que tiembla todo. Todos los lunes pregunta a alguien si ha ido a misa el domingo. Si la respuesta es no, le pega con una varilla de mimbre en las pantorrillas. Otro profesor, don Manolo, prefiere una regla gorda, cuadrada, para dar en el cogote.
Andrés lleva un paquete de tabaco escondido en el bolsillo de su pantalón. Entonces era la tontería de querer fumar, de ver a los mayores fumar. Alguien se chivó. Don Miguel, siempre arreglado, siempre peinado con la raya a un lado, preocupado por la caligrafía de sus alumnos –y por nada más que eso–, le llama a su mesa.
–¿Así que fumas?
–No. Fumar, fumar, no, pero hemos comprado un paquete entre cuatro por probar a ver cómo es esto –Andrés con el encerado detrás, con la clase delante.
–Bien, bien. Pues trae.
Don Miguel le hace fumar y tragar el humo de primero uno, luego dos y hasta tres cigarros seguidos, y Andrés se marea. Fui el pagano de todo aquello.
No aprendíamos nada con ellos, con el que realmente aprendimos fue con el último.
Don Valero es pequeño, barrigoncete y ancho de espaldas. Su matrimonio
no tuvo hijos. El pelo, canoso y peinado hacia atrás, le empieza a
escasear por arriba. Da dos horas de clases extraescolares y a muchos no
se las cobra. Andrés, mandado por su padre, le lleva una gallina y una
cesta de manzanas como agradecimiento. Fue de las primeras casas que vi con timbre.
Después de la escuela, Andrés va a recoger al mulo. Mi padre lo dejaba en un terreno que no se cultivaba para que pudiera comer hierba y estuviera al aire libre. Ayuda en las campañas de recolección. Pimientos, tomates, alcachofas, espárragos, alubias. Todo repartido a medias entre ellos y los dueños de las tierras, los hermanos Teófilo y Primitivo. A Andrés le encanta el rancho que comen en alguna jornada. Conejo, verduras y patatas haciéndose a fuego lento, con leña. Le gusta que todos se sienten alrededor y conversen. También echa una mano a su padre para hacer adobes y construir el corral. Van al Barranco salado –también llamado Barranco de la castora–, cerca de casa, para mezclar la tierra con el agua, añadir paja, meterlo en un molde cuadrado, dividido en dos, y ponerlo a secar al sol.
Cuando tiene tiempo libre, sobre todo en verano, Andrés está con sus amigos. Era un barrio donde no éramos ni muchos chicos ni muchas chicas, pues nos juntábamos todos y jugábamos todos a todo. A correr el aro, a la rayuela, las canicas, las tabas y las troneras, el pilla pilla y el escondite, la comba o la goma, el pañuelo o la peonza. También hay vecinos que dejan abiertas sus ventanas –como siempre están sus puertas– para que otros puedan sentarse y ver la televisión desde la calle.
Cuando era más pequeño, su hermano Juan cuidaba de él. Quería ir con sus amigos y me llevaba a mí a rastras también. Una tarde fueron a tomarle el pelo a un señor que amontonaba paja en una era. Le decían algo que se ve que le sentaba mal. Aquel hombre, harto de oírlos, arrancó a correr con el horquillo. Yo era mucho más pequeño y me quedaba atrás, no me daban las piernas para correr más. Tuvo suerte de que el hombre fallase al lanzar. Si me llega a pillar, me deja allí. Otras anécdotas de la infancia de Andrés incluyen patos desplumados, imposibles de comer de duros, o los pasillos de un colegio de monjas, alterados por el ruido de un bote de conserva lleno de piedras.
Pan y radio
En casa de Andrés no se come carne todos los días. Tampoco se celebran los cumpleaños. El felicitarte por la mañana al levantarte, tirarte de la orejita y se acabó. Cuando su hermana, Mari Ángeles, le manda a la tienda sin dinero, a Andrés le da una vergüenza del copón. La Pelicana, la dueña, es una señora bastante mayor. Le mira por encima de sus gafillas rectangulares, a ver majo, a ver las perrillas, y Andrés le dice que mañana irá su hermana a pagárselo. Entonces sacaba la libreta y apuntaba, fulanito de tal.Esto, tanto.
Andrés tiene siete u ocho años y su padre trae una radio a casa. No habíamos tenido nunca. Moderna para aquellos tiempos, es de plástico, no muy grande, con una rueda para buscar la emisora y otra para el volumen, también tiene tres teclas para cambiar de frecuencia. La voz de Elena Francis se cuela en la cocina. Andrés, sus hermanos y su padre pasan toda la noche sentados alrededor de la mesa, fascinados escuchando la radio. Hasta las mil, fue una fiesta aquello.
Y aunque Andrés no sabe cómo cantaba su madre, se acuerda de Alejo, el peluquero y fotógrafo del pueblo, y de su barbería, aquella que tenía una silla con los reposabrazos de porcelana blanca. Aunque no sabe si su madre cocinaba bien, se acuerda del médico, Venancio, y del practicante que esterilizaba las agujas y llevaba las ampollas de penicilina en el maletín. Aunque no recuerda los abrazos que su madre debió de darle, se acuerda del manzanate que comían en Navidad, como también se acuerda de que su niñez, en general, fue feliz.
Fuente → zgrados.com
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