A finales de 2017 el Museo de la Memoria y Derechos Humanos de Chile acogió una exposición reveladora, “Secretos de Estado”, en la que se representaban de forma sugerente varios episodios de la intervención de Estados Unidos en la caída del gobierno de Salvador Allende. Cuando el visitante descolgaba el teléfono que sonaba en una esquina de la sala, se convertía en testigo de la trama urdida en Washington. Las voces de dos actores recreaban la conversación que habían mantenido en su día el presidente Richard Nixon y su asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger, el 12 de septiembre de 1973, un día después del golpe de Estado: “Nosotros no lo hicimos… Bueno, les ayudamos, creamos las mejores condiciones posibles…”, informaba Kissinger a su jefe. La exposición partía del análisis realizado por el investigador estadounidense Peter Kombluh de 23.000 documentos de la CIA sobre el apoyo de la Casa Blanca a Pinochet. Una selección de esos cables decoraba las paredes de la sala. Espacios como el chileno, en los que se fomenta una cultura de la memoria con exposiciones, conferencias, debates, visitas guiadas de escuelas, homenajes a las víctimas, etc., han surgido en los últimos años en varios países de América Latina y existen ya desde hace tiempo en algunos países europeos. Transcurrido casi medio siglo desde la muerte de Franco, España todavía sigue mirando de soslayo cuando se habla de reparar a las víctimas del franquismo. Ni la Ley de Memoria Histórica, aprobada en 2007, ni el anteproyecto de ley de Memoria Democrática elaborado por el Gobierno de Pedro Sánchez contemplan la creación de un museo de la memoria. Con unos libros de texto que abordan vagamente los años de la guerra, la dictadura y el exilio, y sin lugares de reflexión y encuentro, la memoria colectiva se marchita.
Con unos libros de texto que abordan vagamente los años de la guerra,
la dictadura y el exilio, y sin lugares de reflexión y encuentro, la
memoria colectiva se marchita
“Nuestro objetivo es educar sobre la memoria y el ¡Nunca Más!”, me comentaba en diciembre de 2017 Francisco Estévez, director del museo chileno, al que acuden cientos de escolares cada año. Inaugurado en 2010 bajo el gobierno de Michelle Bachelet, el museo pretende dignificar a las víctimas de la dictadura de Pinochet (1973-1990) y mostrar, con afán pedagógico, las huellas de esa etapa negra de la historia de Chile. Charlas, debates, talleres educativos, exposiciones… Los itinerarios son múltiples. Se trata de recorrerlos porque “la memoria no viene, a la memoria se va”, como escribe el historiador Ricard Vinyes en la introducción del Diccionario de la memoria colectiva (Gedisa, 2018).
En la vecina Argentina, el Museo Sitio de Memoria Esma cumple una función similar. Superviviente de un campo de detención clandestina, su directora, Alejandra Naftal, dirige el centro desde su creación en 2015. El museo ha sido propuesto para ser patrimonio mundial de la Unesco. Por el centro de detención de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) pasaron más de 5.000 activistas de izquierda. Tras sufrir torturas y violaciones, se les hacía desaparecer. Muchos perdieron la vida en los siniestros vuelos de la muerte. El memorial se inscribe en la corriente de los espacios resignificados, una opción que se barajó en su día para el Valle de los Caídos.
Argentina es un modelo en la lucha por los Derechos Humanos. Casi un millar de represores de la dictadura han acabado en la cárcel desde que se reabrieron los juicios en 2006 bajo el aliento de Néstor Kirchner. Es también el único país donde hay abierta una querella contra los crímenes del franquismo, dado que en España los jueces son reacios a investigarlos. La presión de los movimientos de Derechos Humanos ha sido fundamental en Argentina. Naftal me lo recordaba hace unos años durante un homenaje a las madres de la Plaza de Mayo. Sin esa lucha constante, Argentina no contaría hoy con varios centros memorialísticos sobre la dictadura (1976-1983).
Agrupados en la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños (RESLAC), una docena de países en América Latina cuentan con espacios dedicados a la memoria colectiva. La red alberga 44 instituciones y es parte de la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia esparcida por los cinco continentes. En España, la memoria es selectiva. Sin noticias de un museo estatal dedicado a las víctimas del franquismo, recientemente se inauguró en Vitoria, con gran despliegue mediático, un centro memorial de las víctimas del terrorismo.
El anteproyecto de ley de Memoria Democrática que ultima el Gobierno actualiza la Ley de Memoria Histórica impulsada por José Luis Rodríguez Zapatero en 2007. El texto, cuya tramitación parlamentaria se iniciará previsiblemente en septiembre, presenta algunas novedades, como la nulidad de las condenas dictadas durante la guerra y la dictadura por razones políticas, la creación de un censo nacional de víctimas, la disolución de las fundaciones que realicen apología del franquismo, la actualización de los contenidos curriculares en la ESO y el Bachillerato, o la creación de “lugares de memoria” (expresión acuñada en los años 80 del siglo pasado por el historiador francés Pierre Nora, y que alude a toda entidad convertida en un elemento simbólico del patrimonio memorial de una comunidad). En el anteproyecto presentado el pasado septiembre no hay mención alguna a la creación de un museo de la memoria. Desde el Ministerio de Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática no se pronuncian sobre la inclusión o no del memorial en el texto final, que examinará en segunda vuelta el Consejo de Ministros “en breve”. “Es entonces cuando daremos a conocer todos los datos” sobre la futura ley, señalan.
Cuando Pedro Sánchez visitó el museo de la memoria chileno a finales de agosto de 2018, se quedó impresionado por lo que vio y escuchó allí. O al menos eso declaró. Cualquier visitante enmudece al entrar en ese edificio luminoso, abierto a una gran explanada. Sánchez pudo ver el gran mural con fotografías de los desaparecidos, la ingente documentación sobre la dictadura, las exposiciones permanentes sobre memoria colectiva, la labor pedagógica del centro… El presidente español descartó en ese momento la resignificación de Cuelgamuros como memorial. La carga simbólica del mausoleo del dictador parece demasiado pesada. “El Valle (de los Caídos) no puede ser un lugar que se deba resignificar, no puede ser un lugar de reconciliación. Tiene que ser un lugar de reposo, un cementerio civil para las víctimas de la contienda y del franquismo”, dijo entonces. El museo de la memoria debería estar en otro sitio. Pero, ¿dónde? Una semana después del viaje a Chile, Sánchez acordó con Pablo Iglesias la creación de un museo estatal de la memoria. Hablaron de las experiencias memorialísticas en otros países y se comprometieron a reunirse con las asociaciones de la memoria histórica para que les asesoraran sobre la creación del futuro museo. Han pasado tres años y el memorial brilla por su ausencia.
Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), cree que la ley que prepara el Gobierno no hace sino dar unas pinceladas al marco de la Transición. “Es un reciclaje del relato de la Transición, no aporta nada que lleve a construir una verdad”. Por eso no le sorprende que el anteproyecto no prevea la apertura de un museo de la memoria. La falta de interés institucional quedó ya patente en un episodio ocurrido en 2004, recuerda Silva: “La empresa que gestiona el Museo del Holocausto en Washington, especializada en musealizar acontecimientos históricos, vino a sondear la posibilidad de abrir un museo de la guerra civil. Enseguida se dieron cuenta de que los partidos políticos no iban a apoyar esa iniciativa. Yo les dije entonces que habían llegado con 50 años de antelación”.
Víctimas y victimarios
Medio siglo es casi el retraso que lleva la apertura de un centro memorialístico en España. Un museo que para Silva debería centrarse en los años de la dictadura, sin dejar de referirse a la guerra pero con una finalidad clara: hablar no solo de las víctimas sino también de los victimarios, un detalle que suele pasar por alto la narrativa instalada desde la Transición. El anteproyecto de ley prevé la creación de un censo de víctimas pero, como apunta Silva, nada se dice de los verdugos: “El nombre de memoria democrática tiene algo de tramposo, pone el foco en quienes lucharon por la democracia y deja fuera a quienes lucharon por destruirla. Es un truco para revisitar el relato de la Transición, en el que se deja fuera la responsabilidad de los victimarios”.
Una semana después del viaje a Chile, Sánchez acordó con Iglesias la
creación de un museo estatal de la memoria. Han pasado tres años y el
memorial brilla por su ausencia
Esa gran ignorancia que ha sembrado el Estado durante décadas es la que, a juicio de Silva, hace necesaria la creación de un museo de la memoria: “Un museo en el que se explicara, tras un prólogo sobre la República y la guerra civil, qué ocurrió durante la dictadura. Por ejemplo, la persecución de los republicanos, a los que se les impidió exhumar a sus caídos, mientras los franquistas sí podían hacerlo con los suyos (…) Creo que si el museo no figura en el anteproyecto no es por casualidad, sino por el empeño en seguir ocultando a los verdugos”.
Gutmaro Gómez Bravo, doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, también es partidario de la creación de un memorial: “Como historiador, creo que es necesario que exista un museo, o un centro de investigación y documentación integral. Hay que visibilizar lo que ocurrió en España de una forma pedagógica. Hay ejemplos de ello en Europa y en Latinoamérica”. Autor de numerosas publicaciones sobre violencia política y control social en la España contemporánea, Gómez Bravo prefiere ver el vaso medio lleno. Aunque echa en falta un mayor desarrollo de algunas cuestiones planteadas en el anteproyecto de ley, reconoce avances respecto a la norma de 2007: el censo de las víctimas, la creación de un banco de ADN, la existencia de una fiscalía, la nulidad de las sentencias de la dictadura… Ante todo, argumenta, se debe apostar por el consenso institucional: “Todo lo relativo a la política pública de la memoria debe entenderse como una cuestión de Estado para que no dependa de los diferentes cambios gubernamentales. No puede convertirse en una batalla cultural”.
Sin noticias del museo, tampoco hay rastro de la “comisión de la verdad” que Sánchez se comprometió a incluir en la futura Ley de Memoria Democrática. Organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han criticado esa ausencia. A España ya le sacó los colores en 2014 el relator de la ONU, Pablo de Greiff. Su informe resultaba demoledor: “Nunca hubo una política de Estado en materia de verdad ni mecanismos de esclarecimiento de la verdad”. La Ley de Amnistía de 1977 supuso, según la ONU, un borrón y cuenta nueva que impedía cualquier investigación sobre el pasado. El relato oficial se circunscribía a los avatares de una guerra civil librada entre dos bandos, a la victoria de uno y la derrota del otro. Pero la falsa equidistancia también es olvido. ¿No hubo entonces un golpe de Estado? ¿No hubo represión en la posguerra? ¿No hubo expolio? ¿No hubo verdugos? ¿Solo hubo una guerra y dos bandos? La reconciliación era eso: aceptar la desmemoria.
Contra esa desmemoria lleva luchando más de dos décadas la ARMH, pionera en las exhumaciones de fosas comunes, de las que ya ha realizado unas 200 por cuenta propia. El papel del Estado ha sido nulo o muy marginal en estos procedimientos. Silva considera que la nueva ley tampoco cambiará las cosas en ese sentido: “No queremos que se someta un derecho humano fundamental al arbitrio de un gobierno municipal (las escasas subvenciones públicas se canalizan a través de la Federación Española de Municipios y Provincias). Además, el sistema genera una competitividad perversa entre las distintas asociaciones y grupos de familiares de desaparecidos. Debería existir una institución pública de atención a las familias porque la exhumación debe considerarse un derecho”. Gómez Bravo coincide con Silva en que las asociaciones de familiares no pueden sustituir al Estado en la tarea de exhumación de las fosas.
El desconocimiento sobre los horrores de la dictadura franquista es notorio. Y no es casual. La cultura de la amnesia se impuso en la Transición y continúa en nuestros días. No hay una única memoria colectiva pero sí hay relatos dominantes y políticas públicas que exacerban el olvido. Allí donde se han erigido, los museos de la memoria han hecho de la pedagogía y la reconstrucción de la verdad sus banderas para combatir el olvido y fomentar una cultura de la memoria. A la amnésica España de 2021 le vendría de perlas una mirada retrospectiva con los ojos del presente hacia la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación. Ojalá no pasen otros 50 años.
Fuente → ctxt.es
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