Sus manos en mis manos
 
Sus manos en mis manos
Francisco González Tejera
 

“El pacto del olvido del franquismo que impuso la Transición, idealizada y no tan modélica, cuyas consecuencias estamos pagando hoy de muchas maneras. (…) La sociedad actual está construida sobre las fosas. Es esperpéntico que sigan dando vueltas en el poder gente que viene de eso. Es un desastre cómo se trata la herencia franquista”.

Ana Penyas

Tenía por costumbre tomar las dos manos y apretarlas, era su forma de mostrar cariño y respeto, amor de mujer destrozada por el holocausto canario, perdió a sus tres hijos arrojados al Pozo Tenoya y la Sima Jinámar, eso le dijo el viejo falangista de Arucas que la llamó por teléfono a las diez de la noche para decirle que no podía vivir con tanto dolor, que estaba muy enfermo y que la muerte lo acechaba, que Padre Dios no lo iba a perdonar si no conseguía el perdón de las familias de sus víctimas en vida.

María Luisa Santana, costurera y maestra de escuela, había vivido rota sus ochenta años, la soledad la inundó desde la semana siguiente al sábado 18 de julio del 36, cuando aquellas bestias comenzaron a matar, a rebuscar como lobos hambrientos en cada pueblo, en cada barrio, en cada rincón de la isla a quienes no pensaban como ellos, a los que estaban en las listas negras que elaboraron meses antes en las sedes de Falange, en las Iglesias delante de Cristo, en las haciendas de los terratenientes. No había que dejar a ninguno con vida, esa era la consigna, todo aquel que hubiera mostrado su conciencia revolucionaria en cada una de las huelgas agrícolas debía ser asesinado, también los médicos, los maestros, los practicantes, los carteros, las muchachas que pedían el voto femenino por las calles, todo aquel, toda aquella que hubiese resistido el embate de un régimen feroz gobernado por la rancia derecha española antes del triunfo del Frente Popular.

Por eso Mari era tan especial, cuando la conocí me abrazó y me dijo que me sentara en su cocina, luego preparó uno de los cafés más ricos que he probado, se sentó frente a mi y era como si llenase cada cinta de la grabadora solo con su presencia y su lenta forma de hablar, dibujaba cada palabra, su mirada, su sonrisa y aquella belleza ancestral, ojos tristes, manos cálidas, como las brasas de la cocina en los largos inviernos, llevaba en el pecho a sus hijos masacrados, sobrevivía con sus voces perdidas en el laberinto del olvido.


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