Cuando el exministro de Suárez, Ignacio Camuñas, afirma que en 1936 no hubo golpe de Estado y que la culpa de la guerra civil es del mal gobierno de la República, o cuando el líder del PP, Pablo Casado, equipara la República (“democracia sin ley”) a la dictadura (“ley sin democracia”), se pone en evidencia un punto ciego del discurso de la Transición: diluir la democracia en la República para poder hablar de la guerra civil entre “dos bandos” equiparables, en lugar de diferenciar entre instituciones legítimas y golpistas. Esa indistinción permitió ver a Suárez como “padre de la democracia”.
El problema de fondo es que la Transición no reconoce ninguna democracia anterior a ella, para así poder operar como momento fundador de la única democracia posible, la del consenso del ‘78, y promover el olvido de un pasado indistinguible por cainita.
Para superar este déficit democrático, el discurso de la Transición se encuentra ante dos bretes, que lo obligan a negarse parcialmente. En primer lugar, asumir que lo que hubo en España entre 1931 y 1939 fue una democracia con una forma de Estado republicana y no asociarla exclusivamente a “la izquierda”, pues también entonces gobernaron las derechas. No parece una tarea muy ardua para un orden que se nombra a sí mismo sobre todo como democracia, dejando en segundo plano que también es una Monarquía, y que funda sus credenciales democráticas precisamente en la alternancia entre izquierdas y derechas.
En segundo término, tendría que afirmar que la legitimidad de las instituciones democráticas no depende del desempeño de los gobiernos, ni del orden social garantizado, sino que se basa en sus mecanismos para tramitar y resolver esos problemas. Si no, debería asumir el 23F, el terrorismo de ETA, la corrupción o la conducta política del Emérito como síntomas de su propio fracaso. No le tendría que resultar muy difícil al discurso de la Transición sortear este segundo obstáculo, pues su narrativa se ha sustentado en que la democracia es capaz de derrotar a “los violentos” y que la corrupción de los gobernantes no es más que una cuestión de manzanas podridas (cuando no, como en el caso del Emérito, directamente no corrupción).
El constitucionalismo y la primacía de las instituciones democráticas (todo lo otro, se sabe, es populismo) no debería valer a beneficio de inventario: desde 1977 en adelante (“de la ley a la ley”, aunque la primera sea la de una dictadura), pero no de 1931 a 1939 (“democracia sin ley”).
¿Por qué estas contradicciones son posibles? ¿Por qué no afectan en demasía la legitimidad del orden de 1978? Porque la política, contra lo que dice el propio discurso de la Transición, no es reductible a la pura lógica, a un racionalismo frío desprendido de toda carga valorativa-afectiva. Como los replicantes de Blade Runner, el discurso de la Transición, aunque deseado maquinal, acaba afirmando su derecho a la vida. En efecto, precisamente porque existe ese aprecio mayoritario al período inaugurado en 1978, no sólo por su capacidad de garantizar lo principal, la no repetición del pasado, sino también porque los españoles comenzaron a vivir como europeos, esto es, en una democracia social y pluralista, es que se le dejan pasar tales contradicciones. A fuerza de cumplir su deseo vital, el discurso de la Transición va encontrando sus propios límites, sea porque debe ser consecuente con su sedicente constitucionalismo, sea porque debe aceptar que también él afirma una identidad política hecha, como todas, de una inextricable combinación de afectos y razones. El de la Transición es un relato que no quiere morir.
Fuente → ctxt.es
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