Buenaventura Durruti es una figura histórica en el anarquismo español. Se podría decir que nadie ha representado mejor el movimiento libertario en España. Pero, detrás de lo legendario de su vida y de su lucha, era un camarada más. Un líder natural que, en cualquier otro ámbito bélico se hubiese erigido como un alto cargo militar. Sin embargo, su área de acción, la anarquista, no tenía líderes por definición, sino por naturaleza. Y en eso Durruti era el mejor.
- ¿Qué impresión te produjo Durruti?
- Sencillamente, no encontré en él nada de legendario y me pareció un hombre normal, que sabía corresponder a una amistad.
Este diálogo procede de las memorias de uno de los personajes que, por lo inesperado y excepcional de su condición, mejor conocía a Buenaventura Durruti: Jesús Arnal. Arnal era párroco de un pequeño pueblo aragonés (Aguinaliu) que, por circunstancias y necesidades de la guerra, terminó siendo una suerte de secretario del líder anarquista a cambio de su protección. Ambos forjaron una gran amistad, contada en sus vivencias personales (Por qué fui secretario de Durruti), en las que se ofrece la versión más personal y cercana del anarquista. El cura aragonés deja claro que, pese a todo lo que se ha dicho sobre su figura, jamás tuvo la impresión de compartir momentos con un sanguinario, ni con un terrorista. No compartir sus ideas políticas no fue un impedimento para forjar una relación que trascendió lo estrictamente profesional, en términos del propio párroco.
Buenaventura Durruti, mecánico
Hans Magnus Enzensberger, en El corto verano de la anarquía, recogía una cita de 1931 de Ilya Ehrenburg, periodista soviético de prestigio: “Ningún escritor se habría arriesgado a escribir la historia de su vida: se parecía demasiado a una novela de aventuras”. Enzensberger reinterpretó estas palabras y, a través de testimonios, entrevistas y documentación de lo más variada hizo una aproximación a esa novela de aventuras de la que hablaba Ehrenburg. Si investigas y lees sobre la vida y muerte de Durruti lo último que puedes pensar es que todos esos hechos los había llevado a cabo un obrero metalúrgico leonés. Vayamos al principio.
Buenaventura (León, julio de 1896) era el segundo de ocho hermanos. Sus padres, Santiago y Anastasia, vivían en el modesto barrio obrero de Santa Ana. Santiago Durruti, trabajador ferroviario, transmitió a la mayoría de sus hijos, incluido Buenaventura, el oficio al que había dedicado su vida. La ciudad de León de principios del siglo XX estaba fuertemente influenciada por el obispado y la tradición monárquica: todo lo que era contrario a sus intereses era perseguido y cancelado. Según el testimonio de su hermana Rosa, el carácter de Durruti siempre fue el mismo, desde su niñez y adolescencia: “travieso, pero bueno”. Durruti trabajó a principios de la década de los 10 en un taller local por un jornal de 25 céntimos, algo que le parecía insuficiente. Más tarde entraría en una fundición, hasta que en 1916 logró un empleo como mecánico en una empresa ferroviaria del norte de España. Tras las huelgas de 1917, fue despedido y emigró a París. En 1920, fue arrestado en San Sebastián al ser considerado un recluta prófugo por no ingresar en el servicio militar obligatorio al cumplir la mayoría de edad.
Pese a que sus fuertes convicciones personales e ideológicas puedan apuntar en otra dirección, en casa de los Durruti nunca se hablaba de política. De hecho, según Rosa Durruti, la familia fue siempre respetada en la ciudad leonesa. Incluso su padre llegó a tener un puesto en el ayuntamiento durante la dictadura de Primo de Rivera. En cambio, en palabras de Diego Abad de Santillán, figura clave del anarcosindicalismo, alguien como Durruti nunca hubiera encontrado su sitio en el León de su juventud: “La única solución era emigrar”. Así fue como Durruti terminó marchándose a Barcelona, donde su carácter rebelde se transformaría en una fuerte ideología anarquista.
Los terribles años 20: “Los Solidarios” en el exilio
A su llegada a la ciudad condal, Durruti se implicó inmediatamente en el anarcosindicalismo catalán y se afilió a la Confederación Nacional del Trabajo. La Revolución Rusa había supuesto un antes y un después para el movimiento obrero: si los bolcheviques lo habían conseguido, España también podía tener su propia revolución. La CNT contaba por aquel entonces con más de 800.000 afiliados. Fue en esos primeros años de la década de los 20 cuando Durruti fundó junto a los hermanos Ascaso, Juan García Oliver o Gregorio Jover, entre otros, el grupo “Los Solidarios”. Antes de ello, ya había participado en acciones concretas junto a compañeros como Jover, como el intento de atentado contra el presidente Dato. En 1923, “Los Solidarios” fueron acusados del atraco al Banco de España en Gijón. Sin embargo, hay versiones contradictorias: los hermanos Ascaso estaban encarcelados, en Zaragoza y Barcelona, y Durruti se encontraba supuestamente en Francia. Sea como fuere, Durruti no perpetraba asaltos a sucursales con fines lucrativos personales: “Por las manos de Durruti han pasado millones, y, sin embargo, le he visto remedándose las plantillas de los zapatos porque no tenía dinero para llevarlos al zapatero”, decía un testimonio recogido por Enzensberger. Otros testimonios, como el de Federica Montseny, van en la misma dirección. Todo se hacía por y para la causa. A lo largo de la historia, los términos terrorista o revolucionario siempre han tenido una frontera muy difusa, marcada por el lado en el que estés: vencedor o vencido.
En 1923 la situación en España se había vuelto insostenible. El clima político llegó a su momento más crítico con la dictadura de Primo de Rivera, apoyada por el rey Alfonso XIII. La CNT fue ilegalizada de inmediato, y varios miembros del grupo “Los Solidarios” huyeron del país. Durruti, Francisco Ascaso, García Oliver y Jover se reunieron en París. Durante su exilio en Francia siguieron con la divulgación de las ideas anarquistas, con acciones que iban desde la donación de fondos para la construcción de bibliotecas o enciclopedias hasta las tentativas para acabar con la dictadura por medio de las armas, las cuales fracasaron. La policía intentó conseguir su extradición con acusaciones como la del asalto de Gijón o la supuesta implicación de algunos anarquistas como Francisco Ascaso en el asesinato del cardenal Soldevila en Zaragoza. Con todos estos condicionantes, Durruti emigró junto a varios compañeros a Sudamérica, donde empezó una nueva gira de divulgación libertaria que duró varios años.
“Los Solidarios” se convirtieron en “Los Errantes” en su trayectoria latinoamericana. En Cuba, sin ir más lejos, comprobaron de primera mano las condiciones de semiesclavitud de los trabajadores azucareros. Algunos medios de la época atribuyeron determinados asesinatos o boicots a los propietarios al grupo. México o Chile fueron otros de los países en los que Durruti y compañía se exiliaron hasta su regreso a Europa.
Sus acciones nunca pasaron desapercibidas en su país de origen. En el seno de la CNT se instaló el debate sobre la utilidad de dichos actos. Ángel Pestaña, dirigente de la CNT, o el propio Abad de Santillán, se mostraron contrarios a estas formas de financiación; por otro lado, la militancia de base las apoyaba y aprobaba en su mayoría. Ni siquiera el sindicato más importante de la historia del anarquismo español se libraba de la constante disyuntiva entre dirigencia y base. Una disyuntiva, por otro lado, que el propio anarquismo por definición se propone destruir. Acabar con las diferencias de clase es una condición innegociable en el ideario ácrata.
Las tres primeras décadas del siglo XX dejaron varios nombres propios para el anarquismo mundial. Siguiendo las premisas de los ideólogos y teóricos como Proudhon o Bakunin, figuras como la de Durruti llevaron el anarquismo a una dimensión mucho más práctica. Y lo hicieron desde abajo. Quizás este fue uno de los motivos por los que años después contarían con fuertes campañas de movilización internacionales ante sus detenciones. Sacco y Vanzetti desde los Estados Unidos o Simón Radowitzky desde la lejana prisión de Ushuaia ya habían generado, con distinta fortuna, fuertes corrientes de apoyo exigiendo sus amnistías. A Durruti, Francisco Ascaso y Jover les sucedió algo similar en Francia, donde habían sido detenidos por sus actividades revolucionarias anteriores. En su caso, lograron la libertad y pudieron enfrentar la década de los 30 desde su sitio natural: junto a la clase obrera.
Un republicano no convencido
Durruti, al igual que buena parte del anarquismo, nunca destacó por ser un ferviente defensor del gobierno republicano. A fin de cuentas, para los anarquistas no dejaba de ser un gobierno burgués que no velaba por los intereses de los trabajadores. Pese a todo, lo preferían a lo anterior, tras años de dictadura que habían sucedido a una falsa restauración democrática. Solidaridad Obrera, diario de referencia cenetista, hacía la siguiente reflexión el mismo 14 de abril de 1931, día en el que se proclamó la República española: “Se ha votado por la amnistía y por la República, que, si no mejorará en nada los problemas proletarios, cuando menos servirá de satisfacción a las víctimas de los numerosos atropellos e injusticias que está cometiendo la Monarquía”.
Ni siquiera durante la Guerra civil, a pesar de combatir en el bando republicano, Durruti dejó de lado estas reticencias. A él se le atribuye la siguiente cita: “Existen solo dos caminos: victoria para la clase obrera, libertad; o victoria para los fascistas, lo cual significa tiranía (…). Nosotros estamos listos para dar fin al fascismo de una vez por todas, incluso a pesar del gobierno republicano”. Esta desconfianza venía de sucesos que había vivido en primera persona, como los acontecidos en Figols en 1932 y 1933. Durruti, próximo a la facción faísta, más “radical”, había participado en ambas insurrecciones. La insurrección de 1932 supuso para muchos la primera praxis libertaria de la Península Ibérica, la cual duró cinco días y acabó siendo reprimida por el gobierno republicano. Esta serie de actos demuestran que Durruti no era en absoluto un republicano convencido, sino más bien un libertario que vio en la nueva forma de gobierno una oportunidad para acabar con el fascismo, el cual empezaba a amenazar Europa.
Pese a tener las ideas muy claras, Durruti nunca tuvo una ideología cerrada. Como buen anarquista, estaba en constante evolución, primando sobre todas las cosas el interés de la clase proletaria. Tampoco fue, ni mucho menos, una persona próxima a cualquier forma de discriminación social, sea cual fuere la forma en la que se presentase. No conoció el machismo, pese a la época en la que nació. Enzensberger recoge en su libro un caso muy claro al respecto: su compañera Émilienne trabajaba como acomodadora en un cine. Durante su jornada, Durruti se ocupaba de las labores domésticas y del cuidado de su hija Colette. Un día, un amigo bromeó al verle realizando dichas tareas, a lo que él contestó: “Cuando mi mujer va a trabajar yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la niña y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en un bar o un café mientras su mujer trabaja, quiere decir que no has comprendido nada”.
Al igual que cualquier otro personaje sobre el que se forja una leyenda, su muerte estuvo rodeada de un fuerte misterio, acompañado de un aura casi místico, que desató teorías de todo tipo. En noviembre de 1936, tras un papel destacado en el frente de Aragón, Durruti se encontraba en Madrid. Su llegada supuso un soplo de aire fresco para unas tropas necesitadas de liderazgo, una condición innata del anarquista leonés. En la tarde del 19 de noviembre, una bala de procedencia desconocida hiere fatalmente a Durruti, que es trasladado al Hotel Ritz, donde muere en la madrugada del día siguiente. Hay quien dice que la bala procedía de los comunistas, en esa eterna lucha por la hegemonía de la izquierda. También existe la teoría que dice que Durruti fue herido en el frente por una bala fascista. Con todo, el consenso más amplio gira en torno a la teoría de que la bala procedía de su propio fusil, en un accidente al bajar del coche, tal y como reconocería su chófer años después. Sin embargo, Durruti no podía morir de esa forma tan común: por ello se construyó un mito en aras de no minar la moral republicana, ya de por sí en horas bajas.
El funeral de Durruti fue multitudinario. Su cadáver se trasladó a Barcelona, donde fue recibido y acompañado por más de medio millón de obreros y anarquistas de la ciudad condal. Banderas rojinegras, cánticos populares y un cortejo fúnebre que hubiese abrumado al propio protagonista en vida. En cualquier caso, su muerte supuso un antes y un después en el bando republicano. Fue, en cierto modo, el principio del fin.
Toda la vida -y muerte- de Buenaventura Durruti ha sido motivo de estudio y discusión durante años. Como toda leyenda, es imposible discernir la diferencia entre realidad y ficción de sus actos más personales. Pese a todo, Durruti fue la esperanza, durante mucho tiempo, de frenar el avance del fascismo. No le importaba heredar un mundo en ruinas porque, como él mismo decía, los obreros son la única fuente de riqueza: “La burguesía intentará arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero, le repito, a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Ese mundo está creciendo en este instante”.
Chicho Sánchez Ferlosio, en uno de sus romanceros, cantaba muy bien sobre su figura:
“Por allí viene Durruti, sin carroza y sin dinero,
saludando a todo el mundo, campesino y jornalero,
por allí viene Durruti con las tablas de la ley,
pa’ que sepan los obreros que no hay patria, Dios ni rey”
Fuente → zgrados.com
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