El dilema republicano
 
El dilema republicano
Arturo del Villar

  Desde que tengo uso de razón soy republicano de izquierdas hasta los tuétanos, y sé que no puedo sentir otra idea política. Mi bandera es tricolor, mi himno nacional es el de Riego, mi posición política se halla a la izquierda, y mi modelo de gobernante es Manuel Azaña. Lo tenía muy claro desde siempre, pero ahora ya no sé qué pensar, porque compruebo con susto que comparto mis ideas políticas con las de la ultraderecha más extremista del reino. Algo falla en este planteamiento que parecía tan sencillo. Es imposible que yo sienta lo mismo que la extrema derecha nazional, y que pueda votar a sus candidatos.

Pero yo no he modificado ni un ápice mi posición, sino que está muy arraigada y firme desde hace muchos años, la he expuesto reiteradamente en verso y en prosa en mis libros, artículos y conferencias; la he gritado en mítines y manifestaciones, me ha fichado la Policía Nazional como republicano, en el Ateneo de Madrid me apodaban El Republicano cuando dirigí la Tertulia Republicana de los lunes, y en fin, todos mis amigos son republicanos probados.

A pesar de este currículum absolutamente republicano ahora estoy perplejo y no sé qué pensar, porque he descubierto que coincido con la extrema derecha en el rechazo de la monarquía y de los borbones que la encarnan. Es inimaginable, hasta en la peor pesadilla, que yo colabore en nada con gentes de extrema derecha, puesto que me he colocado voluntariamente en el otro extremo del espectro político.

Y sin embargo, expresan unos pareceres todavía más antiborbónicos que los míos, que ya es decir. Hasta hace muy poco tiempo las organizaciones de derechas y de extrema derecha defendían a capa y espada, como es la vestimenta apropiada para esas ideas medievales, la monarquía como forma adecuada para el Estado actual, disculpaban los errores cometidos por el rey decrépito Juan Carlos I en su afición por atesorar una fortuna colocada en paraísos fiscales, le excusaban haber formado un harén pagado con nuestros impuestos para que mantuviera la boca callada, todo ello porque consideraban que fue el garante de la democracia aquel bufonesco 23 de febrero de 1981, y no encontraban palabras adecuadas para calificar rimbombantemente el reinado de su hijo y sucesor Felipe VI, heredero del trono sin consultar la opinión del pueblo español, que desde el 10 de mayo de 1936 no ha tenido oportunidad de volver a elegir al jefe del Estado.

Este panorama tan favorable a la monarquía, por parte de la extrema derecha, giró al otro extremo el pasado 22 de junio de 2021, cuando Felipe VI firmó por la tarde los acuerdos tomados por el Consejo de Ministros por la mañana, con los indultos a los nueve políticos catalanes encarcelados por llevar a la práctica su ideario. La hasta entonces fidelidad monárquica se transformó en rechazo total, y al hasta ese día enaltecido Felipe VI se le cubrió de injurias, entre ellas la de apodarle Felpudo VI por haber cumplido su papel constitucional sin poner objeciones, como le aconsejaba la jauría ultraconservadora que hiciese.

Aquí surge mi indecisión. El arraigado rechazo de la monarquía determinado en mi ADN, debiera animarme a tomar parte en la campaña de oposición organizada contra el rey, pero resulta que si rechazo la monarquía, por parecidos motivos estoy en contra de la extrema derecha. Si continúo expresando mi enraizada oposición a la monarquía, sea quien fuere su titular, hago el juego a la extrema derecha, cosa imposible de aceptar.

En consecuencia, no debo volver a censurar las acciones de Felipe VI y de la familia irreal, que son siempre criticables, como he estado haciendo diariamente en mi blog, porque daría argumentos a la ultraderecha. Seré, pues, un republicano como siempre, pero desde ahora callado. Hasta que suceda algo. ¡Viva España con honra!


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