Azaña y la libertad

Azaña y la libertad
Arturo del Villar

Uno de los conceptos más alabados por Manuel Azaña es el de la libertad humana. Por querer implantarla en España se opuso a la monarquía de Alfonso XIII, y después del golpe de Estado palatino que encumbró al general Primo como dictador, inevitablemente debió enfrentarse a la dictadura. Tuvo la fortuna de ver cómo los dos caían y se exiliaban, por lo que fue posible proclamar la República, con su régimen de libertades en todos los órdenes. Colaboró para que la sociedad española se convirtiera en soberana de su destino, sin tener que humillarse ante un hombre que recibió por herencia el poder político de la nación, sin necesidad de demostrar su capacidad para ejercerlo, y sin la obligación de explicar sus actos ante nadie.

En su escala de valores sociales quedaba muy claro que la libertad es primordial para los ciudadanos. Les corresponden todos los derechos para reclamarla y practicarla. Pero algunos no saben cómo han de comportarse para que pueda disfrutar de ella toda la sociedad. El conflicto aparece, por ello, cuando los ciudadanos pretenden ejercer la libertad individual a su manera, incluso chocando con las libertades públicas. Una pésima interpretación del derecho a la libertad motivó los graves problemas padecidos por la I República, con los impacientes cantonales y los libertarios, en una sucesión de disparates que afectaron trágicamente a nuestra historia.

Para evitar una repetición de aquellos errores era imprescindible encontrar el equilibrio preciso, de manera que los partidarios de la libertad ilimitada no se convirtieran en liberticidas. Esa era la mayor urgencia del nuevo régimen. Lo primero de todo consistía en descubrir cómo había que actuar en el ejercicio del poder, evitando los extremismos de cualquier clase, y eso conlleva una reflexión. Sin duda, Azaña la tenía muy meditada, porque constituye el punto de partida para cualquier motivación política.

Para ser libres los ciudadanos

Se vio necesitado de exponerla en público el 9 de marzo de 1932. Se debatía entonces en el Congreso la suspensión de algunos periódicos opuestos al nuevo sistema político adoptado por la gran mayoría de los ciudadanos, en aplicación de la Ley de Defensa de la República. El tema resultaba verdaderamente conflictivo, por tocar un aspecto muy sensible, como es el de la libertad de información, y las derechas lo utilizaron contra el Gobierno, por lo que su presidente se vio obligado a decir:

Lo que tiene que hacer el Gobierno, digo, es, dentro de la Constitución de la República, que ha prestado las condiciones jurídicas y políticas para que los ciudadanos españoles sean libres, es gobernar de tal suerte que nadie pueda alzarse contra la libertad de los demás. No hay libertad contra la libertad; ésta es la esencia de nuestra política. Y cuando alguien, empresa, individuo, partido o persona más o menos conocida o notoria, se levante, de una manera o de otra, no contra mi liberalismo ni contra el liberalismo que puedan tener los demás, sino contra la libertad de uno solo de los españoles, esa persona debe caer bajo la sanción de la ley. […]

Éste es el criterio con que nosotros gobernamos, Sres. Diputados: una estricta defensa del concepto político de la libertad general y una represión, tan mesurada como sea menester, responsable siempre y atenida a lo necesario, cada vez que alguien o algo infringe las garantías de la libertad de la mayoría de la nación”.

(Todas las citas se hacen por la edición en siete volúmenes de sus Obras completas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, indicando el tomo en números romanos y la página en arábigos. Aquí, III, 270.)

En los discursos de Azaña se encuentra siempre una frase lapidaria, esto es, digna de ser grabada sobre una lápida para meditación de cuantos la contemplen. Repárese en su declaración de que “No hay libertad contra la libertad”, un aforismo que encierra en su brevedad todo un tratado de ética. No era original suyo sino que parece la traducción de un pensamiento de Louis Antoine de Saint—Just: Pas de liberté pour les enemis de la liberté! Sí, porque la emplearían precisamente para terminar con todas las libertades individuales colectivas.

Expuesto en la réplica a los parlamentarios de la extrema derecha, se dirigía también a los extremistas de izquierdas, que por impaciencia o inexperiencia ponían en riesgo la supervivencia de las libertades públicas. La libertad de un individuo termina allí donde empieza la de otro, a la que debe respetar.

Los enemigos de la libertad ciudadana se amparaban en la promoción de la suya para intentar destruirla. Es un subterfugio muy hábil, pero la dialéctica azañista lo fue más, y cortó unos argumentos destinados a socavar los cimientos de la República.

El político ante la libertad

Porque ha de ser así, la libertad sirve al pueblo para elegir a los candidatos que le parecen más idóneos en la defensa de sus intereses, en primer lugar de su libertad ciudadana. Pero los candidatos adquieren de este modo un compromiso con los electores, que les prohíbe usar su libertad para desviarse del programa con el que concurrieron a los comicios. Por lo demás, el político que no compita como independiente, está obligado a defender el programa de su partido, que se supone acepta plenamente al presentarse bajo su cobertura. El transfuguismo es un delito de lesa política.

Desde este punto de vista, el político no es libre, sino que se halla supeditado a ejecutar la doctrina de su partido. Esto lo coloca en una situación especial, le priva de su originalidad y de hecho lo convierte en masa, incluso dentro del Parlamento, en donde está condicionado a votar conforme a la consigna del partido que lo presentó en sus listas. Se habla de los grupos parlamentarios, porque efectivamente no hay individualidades.

La política del grupo la decide un grupo menor, que está compuesto por los integrantes de un consejo redactor del programa. El líder puede apuntar las líneas generales, pero nunca el plan de acción; como máximo lo corrige en los aspectos considerados más favorables. Así se garantiza la continuidad de los partidos, aunque sus integrantes cambien por la lógica renovación generacional, cuando no es por otras causas más violentas.

Tal era la idea directriz de Azaña, no compartida por muchos de sus contrincantes. La herencia del caciquismo permitía que algunos líderes se creyeran indispensables, y que repitieran como Luis XIV, en versión española adaptada, que el partido eran ellos solos: por no citar más que un ejemplo, Alejandro Lerroux se creía el Partido Republicano Radical, y lo peor era que sus partidarios opinaban lo mismo en sus intereses personales.

Son muy diversos los modos de actuar en política, y no todos resultan ejemplares. En el caso de Azaña, buscaba la manera de consolidar un partido de republicanos sin más, incluso sin él, para defender las libertades públicas recién adquiridas. Sabía cómo se debe estar en política, y pretendió ajustarse a su papel. Lo consiguió, sin que nadie pudiera dudarlo, porque se implicó en la tarea con absoluta entrega al ideal. La nación se había emancipado del poder borbónico hereditario para integrarse en la libertad común, por lo que se imponía la tarea de consolidarla.

El espíritu de libertad

Su teoría deseaba integrarla en el carácter distintivo del partido que lideraba por acuerdo de sus correligionarios, pero que nunca consideró fuera su partido, sino todo lo contrario, era el partido de los republicanos deseosos de actuar por el bien de la República. En el partido se hallaba inculcado el mismo afán de libertad colectiva que presidía todas sus inquietudes privadas y públicas. Se lo dijo a sus correligionarios el 22 de junio de 1932, al inaugurar el nuevo Círculo de Acción Republicana en Madrid:

Decíamos que el partido de Acción Republicana no se podría apartar jamás de su espíritu de libertad. Ahora me traía el querido compañero Giral el primer texto de nuestro llamamiento a la opinión pública; […] No sin emoción he leído aquellos párrafos que representan toda la rabia de nuestro espíritu liberal, sometido a la tiranía, y toda la esperanza de nuestro vigor de españoles, deseosos de redimirse. De este espíritu liberal que vivíamos entonces hemos de vivir siempre […]”. (III, 411.)

La verdad es que el liberalismo fue adoptado como fin por varias agrupaciones políticas de tendencias diversas e incluso opuestas, así que al escueto nombre de Partido Liberal resultó conveniente añadirle otra denominación clarificadora, o tal vez tergiversadora de su verdadera ideología. El espíritu de Acción Republicana se apoyaba en el liberalismo, pero trascendiendo a la realidad nacional, para enquistarse en el cultivo de la libertad como programa. La República es la suma de las libertades públicas, de modo que resulta redundante hablar de República liberal: no puede ser otra cosa si verdaderamente es una República.

Lo había expuesto con firmeza en su primer llamamiento a la opinión pública en 1925, en plena represión dictatorial, cuando la libertad parecía ser un enemigo del pueblo. Eso indicaban las soflamas del títere general Primo, aprobadas por la mano directora del rey como propietario absoluto del guiñol nacional. Entonces la libertad consistía en desearla.

En 1932, en cambio, la libertad presidía la vida nacional, gracias en muy buena parte a Acción Republicana. Su líder lo recordaba, y hacía una apelación a la conciencia colectiva del partido, para evitar que ese espíritu predominante llegara a adulterarse por ningún motivo, como podría serlo el ejercicio del poder. En tal supuesto desaparecería el partido. Al releer entonces el primer manifiesto presentado a los españoles, Azaña revivió el viejo espíritu liberal, y constató que se mantenía incólume en el partido y conservaba toda su vigencia.


Fuente → cronicapopular.es

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