La verdad sobre la quema de conventos en la Segunda República
 
La verdad sobre la quema de conventos en la Segunda República
Francisco Martínez Hoyos
 
Entre los muchos problemas con los que tuvo que lidiar la Segunda República (1931-36), el religioso fue uno de los que más contribuyó a soliviantar los ánimos. Para muchos creyentes, como el jesuita Miquel Batllori, los nuevos gobernantes pecaban de un anticlericalismo desmedido, más propio del siglo XIX que del XX.

La centuria anterior, en efecto, se había caracterizado por un enfrentamiento entre liberalismo y catolicismo que desembocó en algunos grandes estallidos de violencia. En julio de 1834, por ejemplo, se produjo en Madrid una matanza de frailes. Al año siguiente, algunos religiosos morirían asesinados en Reus, Zaragoza y Murcia.

En Barcelona, a su vez, ardieron los conventos por esas fechas. Algunas décadas más tarde, en la ciudad condal, los ataques contra edificios religiosos se repitieron durante la Semana Trágica de 1909.

Por tanto, no sucedió nada en verdad novedoso cuando se produjo la quema de conventos en Madrid, muy poco después de proclamarse la Segunda República. El conflicto Iglesia-Estado ha tendido a interpretarse como un rasgo propio del régimen republicano, pero la España de la época, en esto, no hacía más que reeditar enfrentamientos característicos de otros países que habían pasado antes por una ola se secularización.

Este había sido el caso de Francia a principios del siglo XX, o de Portugal poco tiempo después. La introducción de medidas laicistas también resultó traumática en la Rusia bolchevique o en el México revolucionario, donde los cristeros, católicos tradicionalistas, protagonizaron una espectacular rebelión contra el gobierno.

Epicentro en Madrid

El 11 de mayo de 1931, poco después del mediodía, las llamas se cebaron con una iglesia jesuita de la capital española. Como la policía no intervino, los pirómanos se sintieron fuertes para atacar otros edificios.

La proclamación del estado de guerra a las cuatro de la tarde no sirvió para nada. Tres horas después, el fuego se apoderaba de convento de Chamartín de la Rosa, un municipio hoy desaparecido cuyo territorio está integrado en Madrid.

Dentro del gobierno, Miguel Maura, ministro de la Gobernación, se cansó de pedir mano dura. Según su versión de los hechos, el entonces presidente del gobierno provisional, Niceto Alcalá-Zamora, no se tomó en serio los disturbios. Creía que eran un asunto de poca importancia, una chiquillada de unos cuantos que jugaban a hacer la revolución.

El entonces ministro de la Guerra, Manuel Azaña, también se opuso al empleo de la fuerza. Amenazó, supuestamente, con dimitir si la Guardia Civil entraba en acción, porque “todos los conventos de España no valen la vida de un republicano”.

Esta es una frase extraordinariamente polémica, pero su autenticidad es objeto de disputa, porque la fuente es el testimonio de Maura, un hombre que no se llevaba precisamente bien con Azaña. En cambio, Alcalá-Zamora afirmaría en sus memorias que este nunca rechazó la declaración del estado de guerra.

Lo que sí es cierto es que el gobierno dilapidó un tiempo precioso sin decidirse a actuar. Para unos políticos que acababan de llegar al poder no resultaba fácil enfrentarse a las mismas masas que los habían apoyado.

Esta inacción frente a los pirómanos, que derivó en un centenar de edificios afectados en distintas localidades, no contribuyó a generar confianza entre los católicos. Finalmente, tras varias horas a la expectativa, el ejército recibió la orden de intervenir y restablecer la situación.

¿Una mano negra?

¿Cómo interpretar la oleada de actos vandálicos? ¿Quién estaba detrás y por qué? Los acontecimientos fueron confusos y respondían a una pluralidad de motivos. No hubo un único culpable. La violencia se desencadenó, en todo caso, dentro de un ambiente de tensión política.

Los monárquicos, por un lado, provocaron incidentes que contribuyeron a hacer plausible, a ojos de las multitudes republicanas, el temor a un movimiento contrarrevolucionario.

El cardenal Segura, un integrista, también favoreció la crispación con un escrito en el que interpretaba la reciente caída de Alfonso XIII en términos apocalípticos: “Cuando los enemigos del reinado de Jesucristo avanzan resueltamente, ningún católico puede permanecer inactivo”.

Esta no era la postura de todos los católicos. El diario El Debate, por ejemplo, se manifestó accidentalista en cuanto a la forma de gobierno. Los tiempos, sin embargo, no estaban para demasiados matices. El gesto de Segura facilitó que mucha gente identificara a la Iglesia, sin más, con la más rígida oposición a la República.

Por otra parte, la izquierda radical procuró capitalizar en beneficio propio las agitaciones. Dos historiadores, Enric Ucelay-Da Cal y Susanna Tavera, sostienen que la explosión anticlerical obedecía a un claro objetivo: había que impedir la consolidación de una República de corte conservador, tal como pretendía su presidente, Alcalá-Zamora.

Fuera de control

¿Podemos dar, de entre los agitadores, algún nombre propio? El cardenal Vidal i Barraquer, en una carta al secretario de Estado del Vaticano, el futuro Pío XII, señaló a Ramón Franco, el famoso aviador. El hermano del futuro dictador era por entonces un extremista al que le encantaban las soflamas, en las que hablaba de arrollar todo cuanto se opusiera a la voluntad del pueblo.

El 15 de abril de 1931, en un artículo publicado en Solidaridad Obrera, el periódico anarquista, sugirió lo que había que hacer con algunos enemigos de la democracia. Si unos generales intentaban establecer una dictadura, la solución era “arrastrarlos o lincharlos sin otra ley que la ley de Lynch”. En el caso de que un obispo o un sacerdote se inmiscuyera en cuestiones políticas, Franco recomendaba “el uso de la dinamita”.

Por lo que parece, no se limitó a las simples palabras. Según Vidal i Barraquer, se dedicó a prender fuego a edificios religiosos con la esperanza de que, así, se desencadenara una revolución política y social.

Los hechos de Madrid constituían un terremoto que no tardó en generar réplicas en diversos puntos de la península. Cuando las noticias se extendieron, no tardaron en suscitar, a decir de Eduardo González Calleja, un fenómeno de psicosis de masas. Según este historiador, las provocaciones de elementos conservadores hicieron que los ánimos se inflamaran y la situación quedara fuera de control.

En Sevilla, tras unos disparos efectuados por monárquicos, la multitud asaltó el Palacio Arzobispal e incendió diversos edificios religiosos, como la iglesia del Buen Suceso. Muy pronto, los disturbios se reprodujeron en otras localidades como Lora del Río, Carmona o Alcalá de Guadaira.

Las consecuencias de la ola anticlerical resultaron desastrosas en muchos aspectos, al radicalizar las posturas de los diversos agentes políticos. La convivencia fue la gran perjudicada. Para los monárquicos acérrimos, la única manera eficaz de combatir a la República era un golpe de Estado. Los nuevos líderes del país, a sus ojos, encarnaban el mal.

Tras el fuego, las cenizas

Uno de ellos, Miguel Maura, era especialmente odiado. Aunque había luchado contra los disturbios, mucha gente de derechas veía en él a un traidor por el hecho de ser también católico. En determinados círculos parecía que hubiese sido el propio Maura quien hubiera ido a incendiar los conventos.

Las fuerzas progresistas, a su vez, reaccionaron con una política laicista más intensa, destinada a limitar el poder de la Iglesia. Este era el sentido, por ejemplo, de la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas.

Pero esta medida, en la práctica, no tuvo gran incidencia. Los afectados pudieron reconvertirse en asociaciones laicas que contrataron al antiguo profesorado de las escuelas religiosas. Esto fue lo que sucedió, en Terrassa, con unas monjas carmelitas que pasaron a denominarse Mutua Escolar Egara.

Cinco años después, tras el estallido de la Guerra Civil, se desencadenaría otra persecución contra la Iglesia, esta de una violencia infinitamente más destructiva.

Los historiadores siguen debatiendo acerca de los orígenes y el sentido de este anticlericalismo radical. Para unos resulta obvio que existía un odio a la religión en sí misma. Otros señalan que el problema no era la fe, sino su instrumentalización al servicio de ideales políticos conservadores, por no decir de extrema derecha. Es posible que ambas posturas tengan su parte de razón.


Fuente → lavanguardia.com

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