Redistribuir la riqueza es la mejor forma de acabar con el fascismo
Un hombre pide para comer en el centro de Madrid, antes de la pandemia. FERNANDO SÁNCHEZ / ARCHIVO

"Las raíces del fascismo están en la desesperación y en la rabia producida en una sociedad que, por desigual, se concibe como injusta", apunta Guillem Pujol

Redistribuir la riqueza es la mejor forma de acabar con el fascismo

GUILLEM PUJOL | Hace poco más de cinco años, España se vanagloriaba de ser uno de los pocos países de la Unión Europea donde la extrema derecha no tenía presencia en las instituciones. Mientras el Frente Nacional soñaba con los Campos Eliseos, Trump preparaba la llegada en la Casa Blanca, Amanecer Dorado embrutecía la bella historia de la democracia en Grecia, y el Euroescepticismo de Nigel Farage iba calando entre los británicos, en el Estado español la extrema derecha era inexistente en la política institucional.

Una de las hipótesis por el supuesto atraso en el «nacimiento» de la extrema derecha en España era que ésta ya tenía lugar dentro del Partido Popular y que, por lo tanto, no había tal demanda. Otra hipótesis consideraba que la irrupción de Podemos había servido para «atenuar» la posible emergencia de un movimiento fascista de ámbito nacional. Según esta última interpretación, en España ya existía el caldo de cultivo para que un discurso de extrema derecha pudiera aterrizar en la sociedad española.

El verdadero éxito de Podemos habría consistido en vallarle el paso a la extrema derecha a través de un discurso que apelaba a toda aquella gente empobrecida por la crisis económica y enrabiada por la posterior respuesta política del Estado, cuando en una fatídica sesión parlamentaria de agosto de 2011, se reformó la Constitución por vía exprés para salvar los bancos en lugar de las familias.

El discurso de Podemos consistió a dicotomitzar la sociedad entre los de arriba (ricos, casta) y los de abajo (pobres, honrados); así, los de abajo tenían ahora un enemigo identificable, y en su derrota, la posibilidad de un cambio real. De este modo se habría impedido que calara el discurso fascista por antonomasia, que, si bien siempre toma determinaciones históricas concretas, se fundamenta en una idea principal: la contraposición entre los de dentro (nacionales, honrados) con los de fuera (inmigrantes, delincuentes). La campaña de VOX en Madrid es exactamente esto.

La similitud en el «momento» o «la estrategia populista» de Unidas Podemos y VOX no tiene nada que ver con la afirmación – a menudo vacía e interesada – que clama que «los extremos se tocan», pero tal como afirmaba acertadamente Walter Benjamin, «cada ascenso del fascismo es testimonio de una revolución fracasada». El caldo de cultivo ya estaba presente hace cinco años, y continúa muy presente hoy: lo conforma toda aquella gente – millones de personas – que se les robó un futuro, y, encima, se les acusó de haber vivido por encima de sus posibilidades.

El fascismo toma la forma de un discurso melancólico que glorifica un pasado nacional (que nunca existió), a la vez que señala los enemigos a eliminar para poder retornar a tal estadio. Cuando el fascismo triunfa es porque consigue pasar de ser percibido como un movimiento reaccionario de las élites económicas a ser entendido, por una parte importante de la población, como un movimiento nacional – popular.

Hoy, cuatro son los enemigos identificados por el fascismo español: el independentismo, el feminismo, la izquierda de Podemos, y la persona migradas. Por suerte, ni en España ni en Cataluña el fascismo es todavía un movimiento popular. VOX es el partido del neoliberalismo y de los ultra católicos. Es el partido de la aristocracia. Donde obtiene un mayor número de votos es en Pedralbes y en el barrio de Salamanca. Pero poco a poco va penetrando en los barrios obreros, y es posible que lo continúe haciendo si el número de multimillonarios crece al mismo tiempo que lo hace el número de trabajadores precarios que no se pueden permitir un alquiler.

La desigualdad tiene que ocupar el centro del debate público. Tiene que ser una prioridad democrática. Sobre todo en los años próximos, donde las consecuencias de la crisis económica de la covid-19 dejarán a mucha – demasiada – gente bajo la intemperie. Hay algunas noticias alentadoras. En Cataluña, así como en otros lugares del Estado, el debate sobre la necesidad de una renta básica universal (RBU) es cada vez más presente. La renta básica se plantea como un derecho a la vida, y su premisa es bien sencilla: si un Estado tiene la capacidad de garantizar unos mínimos que aseguren la existencia material de las personas, es una obligación moral que así lo hagan. Sabemos que es económicamente posible, pero requiere de valentía política.

En Estados Unidos, parece que Joe Biden ha tomado nota y está decidido a empujar hacia una reformulación del actual capitalismo, de un modo parecido, quizás, a lo que hizo Roosevelt en su día. Biden no tenía fama de ser el más progresista dentro del Partido Demócrata. De hecho, todo lo contrario. En este sentido, la propuesta de la secretaria del Tesoro Janet Yellen de fijar un tipo mínimo mundial de impuesto de sociedades se tienen que leer, no tanto desde la convicción moral de una ideología profundamente de izquierdas, sino desde una lectura histórica que obliga a actuar para evitar un empeoramiento general del estado de las cosas.

Las raíces del fascismo están en la desesperación y en la rabia producida en una sociedad que, por desigual, se concibe como injusta. Y es desde esa injusticia dónde se alimentan los monstruos.


Fuente →  lamarea.com

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