Un puñado de fascistas provoca disturbios en un barrio de clase trabajadora. Para completar la faena, la policía la emprende a palos contra los vecinos que, de manera pacífica, manifestaban una repulsa necesaria. Necesaria y muy comprensible, por más que haya quien crea que a la extrema derecha se la combate con salvas de superioridad moral. Nunca ha sido así, y menos ahora: lo que da alas a esos tipos es la atención desproporcionada de unos medios de comunicación empeñados en demonizar a esta pobre izquierda gubernamental que nos ha tocado en suerte, la más débil y acomplejada de nuestro entorno y, con todo, hostigada como si planeara la nacionalización de las eléctricas o, en un alarde de radicalismo, el cumplimiento del deber constitucional de garantizar una vivienda digna a todo el mundo.
Claro que era y sigue siendo un buen consejo mantener la calma y evitar que, en campaña electoral, las candidaturas más progresistas caigan en la tentación de responder a las provocaciones de la extrema derecha. Que no sea esta la que imponga su agenda. Pero pretender que uno no reaccione cuando vienen a la puerta de su casa a insultarle es pedir demasiado. Y es doble insulto insinuar que, si esos provocadores son cada vez más osados y más fuertes, la culpa es de uno, por no votar a los buenos. Desde el cariño desapasionado: ¿cómo os atrevéis? La gente vota por mil razones, tanto la rica como la pobre. ¿De veras pensáis que, por ser pobre, la gente solo vota al que le da un trabajo mal pagado o un ingreso mínimo vital que, por lo demás, tiene demasiado de mínimo y muy poco de vital, y eso cuando llega a ser ingreso, que no es siempre? La gente pobre, la gente que solo tiene su cuerpo para negociar con él, que no ha heredado un capital ni financiero ni inmobiliario ni social, puede querer votar también por dignidad, por sentirse reconocida en un proyecto, por experimentar una vez en la vida que su manera de ver el mundo y sentir las alegrías y las penas llega a los parlamentos, a los gobiernos y a los ayuntamientos. Y no tengo muy claro que eso haya ocurrido muchas veces. Por regla general, lo que uno observa es que las izquierdas, que dicen ser “el pueblo”, representan más a un pueblo imaginario, al pueblo de los años treinta, que a los desposeídos de ahora. No es de extrañar que formulen alertas antifascistas que, con ser justas y necesarias, parecen a veces diseñadas para movilizar nostalgias. Aunque pretendan que, al hacerlo, están llamando a las cosas por su nombre. Y aunque tengan, incluso, razón.
La gente pobre, la gente que solo tiene su cuerpo para negociar con
él, que no ha heredado un capital, puede querer votar también por
dignidad
Si he de ser sincero, no estoy muy seguro de que sea buena idea llamar a las cosas por su nombre. No siempre, al menos. Para empezar, porque no siempre está claro cuál es el nombre de una cosa. ¿Es el nombre de su especie, o el de su género? ¿O es su identidad sustancial consigo misma, su nombre propio, lo que hay que nombrar? Si digo que Santiago Abascal es español, ¿estoy llamando a la cosa por su nombre? ¿O solo lo hago si digo que Santiago Abascal es Santiago Abascal? Porque en este último caso me concederán que lo que enuncio es una verdad un poco sin sustancia, sin demasiado interés. ¿Me acerco más a la esencia de Santiago Abascal si digo que es fascista? ¿Es llamar a la cosa por su nombre si digo que Santiago Abascal es fascista?
Si lo que busco es una explicación, no una mera clasificación, el hecho de que Santiago Abascal sea fascista puede que no sea demasiado relevante. Salvo que él mismo diga que lo es (y estamos muy cerca de ese momento), llamar al fascista por su nombre podría no ser tan buena idea. Podría ser, en cambio, la enunciación de un fracaso. Porque si necesito que mi interlocutor entienda que Santiago Abascal es fascista es porque han fracasado todas las estrategias previas de explicar por qué Santiago Abascal, fascista o no, es una idea pésima para la política española, como todo su partido. Si tengo que recurrir a llamar fascista a Santiago Abascal es porque el resto de sus rasgos y acciones no parecen lo suficientemente repugnantes. No meten tanto miedo. Y mucho me temo que, si no consigo que se entienda que Santiago Abascal es un tipo indeseable porque alienta la violencia hacia los inmigrantes, por poner un ejemplo, tampoco me servirá de mucho decir que es un fascista: el que no ve un problema en lo primero, tampoco lo verá en lo segundo.
Llamar al fascista por su nombre podría no ser tan buena idea. Podría ser, en cambio, la enunciación de un fracaso
El término “fascista” era el nombre de la cosa cuando la cosa caminaba hacia la conquista del Estado en la Europa de entreguerras, pues no había un nombre para lo que venía, solo el que los fascistas se daban a sí mismos, y no todos. Siguió siendo el nombre de la cosa cada vez que la cosa intentaba asomar la cabeza en la Europa de posguerra, pues había un recuerdo reciente del fascismo, estaba la memoria de los combatientes, de los supervivientes, de los vencedores y (España, aparta de mí este cáliz) de los vencidos. Estaba la memoria familiar, estaba la memoria periodística y cinematográfica. Hace mucho que ya no es así. Cuarenta años atrás, era una etiqueta que aún servía para provocar: “Somos Gabinete Caligari y somos fascistas”. Hoy día no vale ni siquiera para eso. Salvo para provocar a militantes de izquierdas, los únicos para quienes el espectro del fascismo sigue siendo una preocupación en esta Europa rota.
Al fanático del orden y la monotonía cromática y racial, el fascismo le resulta simpático pero complicado, demasiado complicado. El racista de nuestros días no necesita recurrir a alambicadas teorías de la violencia y la supremacía racial para despreciar, perseguir y apalear al inmigrante. Lo hace porque le da la gana, igual que cualquier niñato de cualquier época: lo hacían los muscadins en el París de 1795 persiguiendo jacobinos por las calles, ensañándose con los sans culottes, haciendo valer sus derechos “naturales”, su negativa a sentirse nunca más atemorizados por las leyes del populacho. Juventud dorada, lo llamaban. El niño pijo de toda la vida solo quiere seguir haciendo su purulenta voluntad, y si es fascista no lo es por convicción o ideología, es por imbecilidad pura y dura: no es la decadencia de Occidente lo que le preocupa, es fascista por pereza, por no replantearse unos valores heredados de cuando el espíritu de Pelayo y el de Julio Ruiz de Alza eran una y la misma cosa, por eso dicen y hacen como dicen y hacen, porque les da todo igual.
Salvo cuando se trata de reclamar lo que, por naturaleza, creen que es suyo: entonces actúan, representan un papel, y algunos de ellos representan el papel de fascistas porque se creen las batallitas del abuelo y otros, simplemente, porque se creen la propaganda del adversario. No es probable que engañen a mucha gente, pero repitámoslo una vez más por si acaso: casi todos esos presuntos patriotas que llevan la bandera de España en la mascarilla lo hacen porque creen que, así, van a enfadar a alguien. Si la bandera de España fuera un símbolo tan aséptico como el de Correos, no la llevarían.
Casi todos esos presuntos patriotas que llevan la bandera de España
en la mascarilla lo hacen porque creen que, así, van a enfadar a alguien
Al margen de concordancias ideológicas, que pueden darse pero que son, en el caso del fascismo, irrelevantes (el fascismo como cuerpo de doctrina es tan dúctil e inasible que la mayoría de las discusiones acerca de qué es el fascismo rayan lo bizantino), los fascistas de Vox están aún muy lejos de representar una amenaza para la democracia española, más allá de proporcionarle una coartada para recortar derechos y libertades, esto es, para ser aún menos democrática. España no corre demasiado peligro de convertirse en un país donde la policía te pueda dar una paliza porque sí, básicamente porque ya es ese tipo de país y no ha hecho falta que Vox llegara al gobierno. Pero sí es jugar con fuego que Vox esté en las instituciones y que su manera de hacer y de decir infecte al PP y, de rebote, al PSOE. Sí, al PSOE: no imagino de qué manera podrían los fascistas de Vox ser más creativos en materia de políticas neoliberales de vivienda que el PSOE, pero algo se les ocurrirá.
Quizá la posiblidad más aterradora ahora mismo es que el discurso xenófobo, homófobo, misógino y violento de los fascistas de Vox infecte a amplias capas de la población que no votarán a ese partido porque no les gusta el ruido ni ven en él otra cosa que lo que es, una amalgama de vividores, estafadores y bocazas con mucho tiempo libre, pero que votarán al PP y exigirán a este partido que emita las mismas señales xenófobas, homófobas, misóginas y violentas que Vox, solo que con menos decibelios y más gestualidad de charla TED. Y el PP, en todo caso, puede (ya lo está haciendo) asumir que esa estrategia de mostrar hostilidad hacia cualquier política de defensa de lo público, identificándola con la extrema izquierda y con los rojos perdedores de la Guerra Civil, da resultado. Si es así, llamarlos fascistas solo reforzará esa imagen de campeones del anticomunismo, esa aura de restauradores del paraíso franquista. Aunque lo sean, quizá el silbato de la lucha antifascista no sea el que ahora mismo mueva más brazos para parar al fascismo. Una paradoja entre muchas. Habrá que emplear mucha imaginación para resolverla.
Fuente → ctxt.es
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