Ángel Viñas
No hay período de la historia de España que haya generado un número comparable de libros e investigaciones. Más de 5.000 títulos para los años de paz, según Eduardo González Calleja. Más de 30.000, cuando menos, para los años de guerra, a tenor de diversas estimaciones.
Sin embargo no existe otro período de la historia de España que despierte hoy en la sociedad española tantas pasiones y tantos malentendidos. Como si los historiadores no hubiésemos cumplido con nuestro deber.
Ello se explica, en mi opinión, por dos factores.
El primero es que ya en su momento el nuevo régimen político levantó grandes controversias. El segundo que quienes se levantaron en armas contra él sintieron desde el primer momento la aguda necesidad de justificar su sublevación. La hicieron con pretextos espurios, que proyectaron después contra sus adversarios.
Las controversias de la época han sido estudiadas exhaustivamente. Con cierta frecuencia en ejercicios de mirada ombliguista. A veces como reflejo de las tensiones contemporáneas en otros países de la Europa occidental. Personalmente me sitúo en la vía de en medio, entre unos y otros. Desde hace más de diez años he tratado de recuperar la importancia y significación de los análisis que en su momento hizo el embajador británico en España sir George Grahame, quizá el más agudo analista extranjero de la época. (Dentro de unos días saldrá a la luz una biografía suya cuya autora ha empeñado muchos años en la labor y, sin todavía conocer el resultado, ya me apresuro a recomendarla a los lectores).
Grahame ofreció al Foreign Office un contrapeso a gran parte de la prensa británica y sus frecuentes intoxicaciones. Ubicó en el centro del análisis las contradicciones entre aquellos republicanos que ponían el énfasis en las reformas políticas, institucionales, culturales, religiosas y educativas y quienes querían forzar el ritmo del cambio económico y social. Unos y otros tenían razón, pero cómo armonizar las disensiones no fue fácil ni en el primer bienio republicano-socialista, ni en la primavera que siguió al bienio de reacción.
Creo que el diagnóstico de Sir George fue correcto. Quienes llegaron al poder en 1931, hace ahora 90 años, tenían ideas bastante claras sobre lo que era preciso hacer.
Partían de la idea de que la Monarquía se había apoyado en una Iglesia dominante, un Ejército desviado de sus cometidos naturales, una aristocracia y una oligarquía egoístas y un Parlamento de pacotilla en el que se alternaban sus representantes.
La Monarquía había dejado a España en la oscuridad y en el atraso, con un inmenso nivel de analfabetismo. Lo que se necesitaba era, pues, arrumbar las viejas cadenas y abrir las puertas a una auténtica regeneración material y moral.
Los cambios del primer bienio (separación entre la Iglesia y el Estado; autonomía de Cataluña; reformas agraria, educativa y del régimen de familia; modificación del arcaico sistema de relaciones laborales, particularmente en el campo, etc.) estaban orientados a promover dicha regeneración. Provocaron una furiosa resistencia entre quienes se veían perjudicados en sus intereses y en su ideología. No tardaron en llegar a una sublime e inequívoca conclusión: la “revolución” era solo cuestión de tiempo y no tardaría en adquirir connotaciones no ya “rojas” sino hipergranates.
Me ha costado bastante trabajo poner en su sitio el entramado de la conspiración que, desde el primer momento, los derrotados empezaron a hilar contra el nuevo régimen. Los más enrabietados nunca quisieron darle una oportunidad. Sus actividades subversivas empezaron a discutirlas el mismo 14 de abril. El problema era que la nueva República no tardó en echar raíces entre unas masas que vieron por primera vez la posibilidad de influir de manera decisiva en la política grande y pequeña, a nivel estatal, regional, provincial y local.
No estaba escrito en los cielos que la República terminase en una guerra civil primero e internacional, por interposición, después. Los fallos fueron humanos, aunque también sistémicos. La conjunción republicano-socialista del primer bienio no tardó en experimentar tensiones rupturistas, pero en septiembre de 1933 fue el presidente de la República, hoy tan ensalzado, en mi opinión un político mediocre, Niceto Alcalá-Zamora, quien retiró su confianza a Manuel Azaña.
Ello llevó a la convocatoria de nuevas elecciones que las izquierdas desunidas no pudieron ganar. Con ello empezó la revancha. La amnistía a los exiliados monárquicos y sublevados del 10 de agosto de 1932 trasladó en la primavera de 1934 el centro de la conspiración a su lugar natural: el interior del sistema.
Mientras los nuevos gobiernos de centro-derecha se dedicaban con afán a limitar, cuando no deshacer, el alcance de las reformas previas, los monárquicos (de las dos ramas) se sintieron con fuerzas para dar un paso al frente: buscar una alianza clandestina con la Italia fascista y comenzar un par de meses después (si es que no lo habían hecho antes) a infiltrar las fuerzas armadas a través de la Unión Militar Española (UME), cuya importancia nada menos que el propio Franco se esforzó en disminuir en todo lo posible.
Todo aquello ocurrió antes de la supermitificada “revolución de octubre”. Fue, sin embargo, un potente catalizador. La subversión en el Ejército se intensificó. ¿El eslogan? Asturias solo habría sido el comienzo. Continuaba la preparación de una delirante “revolución roja” en ciernes y “todos los buenos españoles”, en particular los militares, tenían ante sí el supremo deber de anticiparse a la misma.
A los sucesivos gobiernos de centro-derecha el tema no les preocupó. Si la subversión iba contra las izquierdas, miel sobre hojuelas. Ciertamente, casi todas las memorias de los prohombres del período pasaron con cuidado sobre tales actividades subversivas. No iban dirigidas contra ellos. Leer hoy las memorias de Gil Robles, Lerroux, Chapaprieta, Portela, etc. etc., es para echarse a llorar.
Para mí la clave del período se encuentra en una visita que Don Antonio Goicoechea hizo a Mussolini en octubre de 1935: pidió dinero para seguir sufragando las actividades subversivas, en nombre de la Unión Militar Española y de su propio partido, Renovación Española, en el que el ínclito tribuno Don José Calvo Sotelo ya brillaba con luz propia. Pero, no como si fuera de paso, espetó al Duce (presidente del Gobierno, ministro de la Guerra, de Aeronáutica y de Asuntos Exteriores a la vez) con toda crudeza un mensaje inequívoco: si las izquierdas vuelven al poder, nos sublevamos.
A la vez, un general proto-golpista, Manuel Goded, confirmó al presidente Niceto Alcalá-Zamora un mensaje parecido: el Ejército no podía consentir que el poder fuera a parar a manos de las izquierdas más o menos extremistas. Don Niceto transmitió la “buena nueva” al entonces presidente del Consejo, Joaquín Chapaprieta, quien se la repercutió al ministro de la Guerra, Don José María Gil Robles. Este quitó importancia a la cosa. Don Niceto estimó que la declaración equivalía a una “coacción, cuando no una amenaza” pero, en realidad, se quedó tan tranquilo.
En febrero de 1936 las izquierdas republicanas (no los socialistas, anarquistas o comunistas) llegaron al poder y formaron gobierno. Los monárquicos y el conjunto variopinto de las derechas cedistas aceptaron, encantados, lo que los militares les habían dicho que iban a hacer.
Por supuesto que ninguno pensó que el resultado iba a ser la entronización de Franco.
Lo que antecede está demostrado documentalmente por numerosos autores. Lo que una parte de la clase política, el sistema educativo, diversos medios, las vibrantes redes sociales y el boca a boca transmiten todavía hoy son cosas muy diferentes. Y, naturalmente, los mitos en los que siguen abrevando, dale que te pego, eminentes –ya que no siempre respetados– políticos, resultan impermeables a las “justificaciones” de la sublevación y de explicación de la guerra civil que propagó la dictadura.
Fuente → infolibre.es
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