Testigo y víctima de la destrucción de Guernica
Se halla actualmente en este refugio un niño procedente de la evacuación de Vizcaya. Se llama Paulino Araceta Echevarría. Tiene catorce años de edad y es natural de Guernica, de donde era vecino hasta que la aviación fascista abatió la belleza apacible de esta villa vasca y dispersó a aquellos de sus habitantes que sobrevivieron a la catástrofe. Su declaración, que tiene la sencilla sinceridad de un relato infantil, sobrecoge a quienes la escuchan:
—No recuerdo la fecha de aquel día —dice—. Sólo puedo asegurar que era un lunes; porque me acuerdo que la víspera se habían celebrado misas en Guernica, como todos los domingos.
Y añade los pormenores de la trágica jornada, que vienen a reconstituir la historia de lo ocurrido. Ya por la mañana había permanecido la población en alarma, porque sobre ella volaron repetidas veces las escuadrillas de aviones facciosos. Los negros pájaros de guerra evolucionaban sin disparar, como si solo pretendieran atemorizar a las gentes con una demostración de poderío ostentoso. Se fueron los fatídicos aparatos y renació la calma en Guernica.
Pero serían las cuatro de la tarde cuando otra vez el firmamento se estremeció con el trepidante rugido de los aviones fascistas, que en gran número surgieron sobre la villa y comenzaron a lanzar una lluvia de bombas. El niño Paulino Araceta evoca, súbitamente enteneblecido su gesto, todo el horror de aquellos momentos de inenarrable intensidad de hecatombe: el fragor horrísono de las explosiones, el estruendo de los edificios que se derrumbaban entre nubes de polvo, el monstruoso crepitar de los incendios, el clamoreo de los vecinos que corrían sin rumbo, enloquecidos de espanto y dejaban por todas partes los regueros sangrientos de los que, de pronto, se desplomaban contra el suelo, alcanzados por la muerte.
Cuando cesó aquel huracán de fuego y metralla y los aviones se alejaron, Guernica era un amontonamiento de ruinas humeantes, entre las que se hallaban esparcidos los cadáveres, manchados de sangre y sucios de tierra.
Con voz triste, termina el niño su narración:
—A mi padre lo vi morir; tenía el pecho y el vientre destrozados. Mi madre pereció enterrada entre los escombros. Yo seguí corriendo, sin saber lo que hacia, hasta que caí con un gran dolor en todo el cuerpo... Cuanto desperté, estaba en una cama en el Hospital de Bilbao.
Y Paulino Araceta muestra ahora las numerosas cicatrices que en sus brazos, piernas y pecho dejó, como huellas, la metralla que le hirió en aquella trágica jornada en que la aviación fascista destruyó Guernica, la histórica villa vasca.
J. Fernández Caireles
Crónica, 17 de octubre de 1937
Fuente → buscameenelciclodelavida.com
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