‘El jardín de los frailes’, de Azaña

‘El jardín de los frailes’, de Azaña
Alberto Monterroso

El jardín de los frailes no habla el político ni el último presidente de la Segunda República española; habla el joven educado en un colegio religioso que ve flaquear su fe, que analiza, con precisión de escritor, el momento en que no puede conciliar la religión con su entusiasmo, con su forma de sentir y vivir, el momento en que la doctrina se convierte en cárcel para sus pasiones juveniles y sus pulsiones humanas ante la imposibilidad de alcanzar ese difícil equilibrio entre fe y razón.

Manuel Azaña (Alcalá de Henares 1880, Montauban, 1940) tiene un perfil como escritor e intelectual que ha quedado ensombrecido por lo destacado de su actividad política. A lo largo de su vida publicó obras como La novela de Pepita Jiménez (1927) o La vida de Juan Valera (1929), esta última le valió el Premio Nacional de Literatura. También publicó La corona (1930) y ya como presidente de la República su último libro La velada en Benicarló (1939), un año antes de morir.

Azaña, a los trece años de edad, entró en el Colegio de los Agustinos de San Lorenzo de El Escorial, experiencia que narra en su primer libro, El jardín de los frailes (1927), ahora reeditado por Nocturna (enero 2021). En ciento cincuenta páginas presenta una autobiografía de aquellos años en que recuerda su adolescencia como estudiante en un colegio católico. Sus inquietudes intelectuales y humanas le llevan al interés por aprender, al descubrimiento del sexo y a la crítica de la enseñanza religiosa en una obra interesante que no es solo novela de formación sino también ensayo y novela de tesis, en la idea de que para avanzar hacia un Estado moderno había que restringir el poder de la Iglesia en el ámbito educativo.

Pero el Azaña de estas páginas sinceras que construyen una autobiografía de sus años escolares no es solo el anticlerical que huye de un rigor religioso que lo aprisiona, sino especialmente el hombre que pretende analizar con honestidad sus sentimientos. Y en esa tarea, desde un punto de vista objetivo, pretende describir los fallos de aquella educación encorsetada: «Aprender Derecho era andar al estricote con fórmulas hueras; la Historia proselitismo» (pág. 87). El deseo de mejorar la educación le lleva de la pedagogía a la política, del poder de la iglesia a las bondades del laicismo, hacia una nueva visión del patriotismo que comparte matices con la España y la intrahistoria de Unamuno y el 98, «abstraer de la entidad de España sus facciones históricas para mirarla convencionalmente como una asociación de hombres libres estaba prohibido» (pág. 99).

En una prosa clara y reflexiva, con un estilo directo donde la autobiografía se convierte en ensayo y novela al mismo tiempo, no falta el tono lírico al hablar de la naturaleza. La crisis de fe lo lleva a verter sus inquietudes místicas en una especie de panteísmo pagano donde la naturaleza le aporta al escritor alegría en momentos de crisis: «Misterio nunca sentido en la primavera del campo sin montaña por donde va el Henares… y entre el alcor y el río, la vega armoniosa, reparo de imaginaciones desmandadas. Tierra escueta, y tan árida, que el ornato más pobre -un olmo solitario, un pradecillo, el retamar silvestre, la poca agua que basta para humedecer las yerbas del arroyo- vibra con fulgurante alegría» (pág. 110).



Fuente → diariocordoba.com

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