Republicanos, Felipe VI os necesita

Republicanos, Felipe VI os necesita
Cristina Monge
 
 
The Crown (La Corona) es una exitosa serie que dramatiza la vida de la reina Isabel II y el resto de la familia Windsor con una visión crítica y verosímil, cuyo documentado relato resulta a veces corrosivo. Resulta imposible imaginar que en España se hubiera llegado jamás a producir algo parecido sobre nuestros Borbones. Aquí la familia real ha sido, y sigue siendo, objeto de una protección inaudita que incluye la total inmunidad del correspondiente monarca, pero sobre todo una serie de tabúes que han impedido de manera sistemática la evolución razonable de una monarquía a priori parlamentaria, pero a la que algunos aún adjudican el derecho divino y un poder lindante con el absolutismo. Así, levantando un muro de silencio alrededor de Zarzuela, más que proteger a la Corona se ha conseguido aislarla de la realidad hasta el punto de que inmunidad se ha convertido en impunidad. Solo así se explican los desmanes económicos, financieros y de relaciones de todo tipo que poco a poco se van descubriendo.

Ahora, cuando la figura de Juan Carlos I se hunde de manera cada vez más rápida en un pantano de escándalos y revelaciones en diferido, pocos analistas dudan de que fue precisamente esa sobreprotección la causa de que el anterior rey dejase de lado todo principio ético y estético para hacer de su capa un sayo y acumular en secreto una fortuna personal cuyo rastro aparece ahora en paraísos fiscales, fundaciones instrumentales y presuntos testaferros.

Pese a todos los intentos de dotar a la monarquía española de privilegios excepcionales, la verdad va saliendo a la luz. Las recientes regularizaciones fiscales del actual rey emérito han probado que previamente engañó a la Agencia Tributaria ocultando ingresos que le llegaban a través de presuntas donaciones o regalos multimillonarios. La red de amigos y "donantes" –de la que han formado parte familiares, empresarios nacionales o extranjeros y gobernantes de la Arabia salafista– ha dejado de ser un secreto. Hay en marcha investigaciones oficiales en España y Suiza. Juan Carlos permanece en un hotel de lujo de Abu Dabi, no se sabe si desterrado, alejado o huido. Ya no hay manera de tapar semejante lío.

Es tan grande y tan evidente el escándalo, que la pretensión de que Felipe VI ha estado al margen de todo, ignorante o engañado, tampoco se sostiene. Las múltiples revelaciones sobre las andanzas de su real padre ponen de relieve que estas no fueron demasiado clandestinas, aunque fueran ocultadas a la opinión pública. Desde su ascenso al trono, el rey actual sabía que su progenitor era un sospechoso habitual. ¿Acaso no era ese el motivo por el que hubo de abdicar dejándole paso libre? No es posible en una monarquía, donde los cargos se heredan por relación familiar directa, inhibirse sin más explicaciones de los supuestos desmanes de tus inmediatos ancestros.

Lejos de aprender la lección, los mismos monárquicos que crearon las condiciones para la perdición del padre, intentan cavar en torno al hijo un foso cortafuegos que desvincule a Felipe VI de los yerros paternos. De esa manera, mientras se habla de mejorar la transparencia y crear algún tipo de control democrático o de manual de buenas prácticas para la familia real, el afán por "salvar" a la institución pretende mantenerla libre de cualquier crítica. Ya no es solo que a la Corona le quede un largo recorrido en materia de transparencia pese a las anunciadas reformas que no acaban de llegar, o que los Presupuestos Generales del Estado aclaren qué fondos de qué partidas se destinan a la realeza, repartidos como están entre conceptos diferentes.

Para comprobar hasta dónde llega esta protección letal, conviene echar un ojo al Código Penal para comprobar cómo regula en sus artículos 490 y 491 el delito de "injurias a la Corona", en unos términos que contradicen los criterios del Tribunal Europeo de Estrasburgo.

Dice el artículo 490.3: "El que calumniare o injuriare al Rey, a la Reina o a cualquiera de sus ascendientes o descendientes, a la Reina consorte o al consorte de la Reina, al Regente o a algún miembro de la Regencia, o al Príncipe o a la Princesa de Asturias, en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de éstas, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años si la calumnia o injuria fueran graves, y con la de multa de seis a doce meses si no lo son".

Y añade el 491: "1. Las calumnias e injurias contra cualquiera de las personas mencionadas en el artículo anterior, y fuera de los supuestos previstos en el mismo, serán castigadas con la pena de multa de cuatro a veinte meses. 2. Se impondrá la pena de multa de seis a veinticuatro meses al que utilizare la imagen del Rey o de la Reina o de cualquiera de sus ascendientes o descendientes, o de la Reina consorte o del consorte de la Reina, o del Regente o de algún miembro de la Regencia, o del Príncipe o de la Princesa de Asturias, de cualquier forma que pueda dañar el prestigio de la Corona".

¿No parece esta regulación, acaso, más propia de una monarquía de origen divino que de una parlamentaria?

Todo lo cual nos sitúa ante una situación endiablada, pero de fácil lectura política: la monarquía constitucional española no tiene otra salida que admitir una plena transparencia, declaración de bienes y patrimonio incluida, aceptar un código de buena conducta y someterse a las críticas como cualquier otra institución del Estado; lo cual, por cierto, implica la despenalización de las citadas "injurias".

El dilema monarquía o república debe dejar de ser un tabú en el debate social y político para normalizarse plenamente, recordando aquello de que sólo rehúyen el debate quienes no están seguros de sus argumentos. No se protege al rey cortando cualquier inicio de discusión sobre su figura, ni utilizando ese extraño argumento según el cual en una institución personalísima, a la que sólo se accede por herencia, la persona y la familia han de quedar al margen de todo conflicto.

Por el contrario, la pretensión de proteger al rey tras los muros de palacio, de consagrar su figura como algo indiscutible y de ahogar las propuestas republicanas es, a medio plazo, una forma de minar el ya muy erosionado prestigio de la Corona y de crear las condiciones para que la princesa de Asturias jamás llegue a ser reina.

A Felipe VI pueden acabar de hundirle los monárquicos empeñados en sostener el trono mediante argumentarios medievales o aquellos otros que gritan "¡Viva el rey!" como colofón de unos discursos de matriz ultrarreaccionaria. Aceptar reglas de juego plenamente democráticas, por el contrario, puede venirle muy bien. Al menos, es su única salida digna.

A la postre, una monarquía exhibe buena salud en términos democráticos cuando es capaz de confrontarse con series como The Crown. Y conste que los Borbones españoles pueden competir de tú a tú con los Windsor en materia de adulterios, traiciones, episodios oscuros, corruptelas y otras maravillas que se producen en los ámbitos del poder. Sobraría argumento.


Fuente → infolibre.es

banner distribuidora