Recientemente, el historiador Fernando Mikelarena ha sido denunciado por publicar, con base documental, que durante el periodo de tiempo en que estuvo en el poder uno de los jefes de los requetés de Navarra se produjo la mayor matanza y persecución de personas favorables al Frente Popular. La denuncia la realiza el nieto del jefe de los requetés, quien a su vez es hijo de un antiguo dirigente de Unión del Pueblo Navarro. Este despropósito se une al ocurrido hace unos años, cuando la Universidad de Alicante accedido a borrar dos artículos de Juan Antonio Ríos Carratalá porque citaba el nombre del alférez y secretario del juicio sumarísimo de guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández. Por si no fuese suficiente, hace relativamente pocas semanas, en Polonia, denunciaron y condenaron a dos historiadores, Barbara Engelking y Jan Grabowski, por afirmar, también con datos, la supuesta colaboración de un alcalde de un distrito de Varsovia durante la ocupación nazi. Otro ejemplo, ya más distante y sin ánimo de ser exhaustivo, es el caso del historiador Dionisio Pereira, que en 2007 tuvo que pasar el mal trago de ir a juicio por afirmar que los alcaldes de una localidad habían colaborado en el proceso represivo golpista de 1936. Todos estos ejemplos tienen dos puntos en común. En primer lugar, de alguna manera señalan la desprotección jurídica que padecemos los historiadores e historiadoras ante los descendientes de aquellos a quienes investigamos y, en segundo lugar, muestran el imposible deseo de estos «herederos» de que los investigadores expliquemos el pasado sin aludir a sus protagonistas, como acabo de intentar hacer ahora al citar los casos expuestos.
Hay que poner negro sobre blanco que, como señalaba en un tuit el catedrático de la Universidade de Santiago de Compostela, Lourenzo Fernández Prieto, «ni la honra ni la deshonra deben heredarse». La investigación histórica no tiene como meta manchar ningún nombre o reputación. Como expliqué en una tribuna, tampoco ninguno de estos familiares, que se ve acusado por los descubrimientos que han realizado estos estudiosos, debería sentirse avergonzado: las posibles faltas que cometieran nuestros antepasados ni nos hacen «culpables» de aquello que hicieran, ni deberían legitimarnos para ocultarlo en tanto que «herederos de su memoria». Ese sentimiento de herederos de la (des)honra, tal como comenté en una entrevista con Sebastiaan Faber de reciente publicación, es el problema principal que tenemos en tanto que sociedad: nos consideramos portadores políticos del pasado, cuando no debemos ser herederos incondicionales de ningún suceso histórico. Ni siquiera los que tienen que ver con nuestros familiares o personas cercanas.
En este sentido, se debería tomar nota de la honestidad de Julie Lindahl quien, investigando sobre la vida de su abuelo, descubrió lo que el resto de su familia había intentado ocultar durante años: que aquel hombre había sido un alto jerarca nazi. Incluso fue hasta Polonia a hablar con las víctimas de su abuelo y nos ha dejado por escrito todo este proceso y el resultado de su investigación en un magnífico libro titulado The Pendulum: A Granddaughter’s Search for Her Family’s Forbidden Nazi Past. Un ejemplo similar es el de Silvia Foti, quien comenzó a realizar una investigación sobre su abuelo, el general Storm, un supuesto héroe nacional lituano. Según avanzó en sus pesquisas, descubrió partes oscuras, como que colaboró con los nazis y ayudó a matar a judíos en la Segunda Guerra Mundial, algo que no dudó en dejar por escrito en un imprescindible libro The Nazi’s Granddaughter. No me puedo olvidar del libro de Martín Davidson El nazi perfecto. El descubrimiento del secreto de mi abuelo y del modo en que Hitler sedujo a una generación, cuyo título ya indica las líneas generales de su contenido. O como Géraldine Schwarz narra cómo sus abuelos compraron una fábrica a unos judíos a un precio irrisorio, una familia que luego fue asesinada en Auschwitz y su familia negó la reparación moral a los descendientes de los judíos asesinados, quedó relatado en la impactante Los amnésicos. Historia de una familia europea. Estas dos personas entendieron que los actos de sus antepasados no les hacían herederos de la deshonra y por ello fueron honestas con lo que hallaron en el desarrollo de su investigación.
Estos trabajos escenifican la labor del estudio de los acontecimientos históricos, en todas sus vertientes, y la diferencia con la memoria. La necesidad del estudio reside en que hay una aplicación de una metodología para que con todas las memorias se articule un discurso comprensible sobre el pasado. El deber de los historiadores es escuchar –labor que considero crucial– todas las voces posibles, pero después aplicar un análisis riguroso para explicar las causas y consecuencias de un acontecimiento, sin juzgar los actos de una determinada persona. En Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar (Siglo XXI España, 2020) me dediqué a estudiar, con todo el respeto y rigor del que fui capaz, a los reclutas forzosos del bando golpista de 1936. Lo hice escuchando a más de un centenar de excombatientes, consultando documentación de archivo y leyendo memorias. Por eso, el estudio de la Historia es una labor que parte desde la sociedad civil, pero aplicando un método para articular el pasado, dotarlo de sentido y ampliar el horizonte democrático del presente. La mera memoria en «bruto» no basta. Fue gracias a la investigación que algunos ciudadanos, como los antes citados, descubrieron una realidad distinta sobre sus antepasados a la que existía –o algunos intentaron que prevaleciese– en el núcleo familiar. Otro ejemplo fundamental es el modo en que el Pazo de Meirás fue recuperado por la sociedad civil –en manos de la familia Franco–, en parte gracias a un informe técnico redactado por los historiadores Emilio Grandío y Manuel Pérez Lorenzo. Por eso, la Historia nunca busca honrar ni deshonrar a nadie, solo explicar, analizar e interpretar el pasado. Quienes genuinamente la estudian no aplican el sentimiento de «herederos incondicionales» que sí tienen los demandantes citados y que consideran que se está manchando la memoria de su familia.
Por otro lado, si se da cabida a estas denuncias, a aquellos que nos dedicamos al estudio del pasado se nos empuja a una completa indefensión jurídica. ¿Qué podemos podemos estudiar? ¿Podemos publicar lo que vemos en un expediente que consultamos legalmente? ¿Debemos preocuparnos los historiadores? Sí, deberíamos estar inquietos: nos exponemos a que nos ocurra lo mismo que a los demandados. Si ya existen problemas intolerables con el acceso a la documentación que hace referencia a nuestro pasado reciente –algo inconcebible en otros países de nuestro entorno–, estas denuncias acrecientan las dificultades a las que nos enfrentamos. Ya no solo es que el acceso a la documentación histórica debiera ser un derecho garantizado por la democracia –no un derecho que debamos seguir reclamando desde la sociedad civil, y que debería estar amparado ya por la ley de transparencia–, sino que ahora nos exponemos a ser denunciados por publicar nombres de personas que aparecen en expedientes a los que sí tenemos acceso. Si normalizamos esta situación, acabaremos aceptando la peor de las censuras, la autocensura, y negando los fundamentos de la sociedad democrática.
Cabe preguntarse por qué sucede esto en pleno siglo xxi, pasados 80 años de la guerra y más de 40 de la llegada de la democracia. ¿No ha sido suficiente tiempo? En mi opinión, esto sucede porque, en tanto que sociedad, y a pesar de las conquistas democráticas, no hemos terminado de romper con los lazos que nos unen al franquismo ni en el plano legislativo, ni en el jurídico, ni en el cultural: no solucionamos los problemas que tenemos con nuestro pasado reciente y eso pone de relieve un déficit democrático. Es incomprensible que aún haya cadáveres en las cunetas, que se censuren artículos o que se denuncie a investigadores, como si viviésemos en la década de los cincuenta. Considero que debemos, como sociedad, mirar hacia un horizonte, el marcado por la democracia y la defensa de los derechos humanos, y comprender que el hecho de legislar sobre el pasado no implica una imposición de ningún pensamiento que no sea el democrático (recuerdo que con la ley de memoria histórica de 2007 pudieron escribir libremente intelectuales contrarios a la ley de memoria histórica como Andrés Trapiello o Javier Cercas, o historiadores revisionistas como Pio Moa). Evidentemente, todo pasa por condenar el golpe de estado, la violencia indiscriminada, la represión franquista y la dictadura. No es algo que me invente yo. Es algo que nos pide –y que debería abochornarnos– en un informe recientemente Pablo de Greiff, relator especial de las Naciones Unidas para el «fomento de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición» y miembro de Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ). También nos pide la elaboración de una ley acorde a nuestro tiempo, que repare a todas las víctimas y sirva para fortalecer los cimientos de nuestro sistema político.
Con sus actos, aquellos que se consideran «incondicionales herederos del pasado» lo que buscan es silenciar al mensajero, para perpetuar la crispación e instrumentar el pasado con fines exclusivamente personales y partidistas. Lo vemos en el congreso, en algunos medios de comunicación, en el lenguaje guerracivilista, en los actos de enaltecimiento del fascismo y, por su puesto, en la actitud de estos denunciantes. Desde la sociedad civil, quien investiga la Historia no lo hace para abrir heridas, sino para cerrarlas, creando una sociedad conocedora de su pasado, no «heredera» de sus errores y educada en una cultura de respeto a la diferencia. Es eso, acaso ¿un delito?
Desde aquí mi apoyo a Dionisio Pereira, Juan Antonio Ríos Carratalá y, ahora, a Fernando Mikelarena. Los historiadores Fernando Mendiola y César Layana de la Universidad Pública de Navarra, han redactado un manifiesto contra la judicialización de la investigación histórica. Yo no puedo permitirme (ni quiero) mirar a otro lado. manifiestojudicializacion@gmail.com.
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